Periodismo y cultura: otra forma de evitar la exclusión


Es muy probable que un porcentaje significativo de esos ciudadanos que a veces despectivamente llamamos “gente común” crea que los conceptos “cultura” o “periodismo cultural” tienen que ver únicamente con las galerías de arte y los conciertos de música clásica, por mencionar solo esos dos casos.
Y puede que el término “periodismo cultural” sea de reciente invención, pero no debe impedirnos reconocer que quienes lo asumimos como una buena opción personal y laboral, nos hemos encargado —consciente o inconscientemente, de una u otra forma— de reforzar el equívoco.
Creo que no exagero si digo que la costumbre de creer que las manifestaciones artísticas surgidas del pueblo-pueblo no hacen parte del término “cultura”, nos viene desde los períodos históricos llamados “La Conquista” y “La Colonia”, reales incubadoras de las prácticas excluyentes que actualmente se cultivan y se padecen en América Latina.
El escritor uruguayo Eduardo Galeano, actualizando un poco más el tema, dice en un fragmento titulado “Los Nadies”, que estos “...no hablan idiomas, sino dialectos; no profesan religiones, sino supersticiones; ...no hacen arte, sino artesanía; ...no practican cultura, sino folclore; ...no son seres humanos, sino recursos humanos; ...no tienen cara, sino brazos; ...no tienen nombre, sino número; ...no figuran en la historia universal, sino en la crónica roja de la prensa local...”
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Como se ve, “Los Nadie” a quienes se refiere Galeano son esa gran masa de negros, indios, mestizos y mulatos que conforman la gran mayoría en Latinoamérica, pero que los medios masivos de comunicación y los despachos encargados de las estadísticas minimizan con la sobrada intención de presentarle al mundo un continente blanco que solo existe en los prejuicios de nuestras mal llamadas clases dominantes.
Antes de seguir, me parece conveniente definir qué es eso que en los últimos tiempos hemos clasificado como “periodismo cultural”. Al respecto, encontré dos definiciones que podrían ayudarnos a concretar nuestros propios conceptos en tal sentido.
Por ejemplo: el poeta español Iván Tubau, en su libro “Teoría y práctica del periodismo cultural”, lo define así:
“Periodismo cultural es la forma de conocer y difundir los productos culturales de una sociedad, a través de los medios masivos de comunicación” (I. Tubau: 1982).
Jorge Rivera, periodista e investigador argentino, dice del “periodismo cultural” que: “...es una zona compleja y heterogénea de medios, géneros y productos que abordan, con propósitos creativos, críticos, reproductivos o divulgatorios los terrenos de las ‘bellas artes’, ‘las bellas letras’, las corrientes del pensamiento, las ciencias sociales y humanas, la llamada cultura popular y muchos otros aspectos que tienen que ver con la producción, circulación y consumo de bienes simbólicos, sin importar su origen o destinación estamental”. (J. Rivera: 1995).
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Es decir, ambas definiciones, muy a su manera, tratan de abarcar diversos aspectos que definitivamente tienen que ver con los seres humanos, sea cuales sean sus orígenes, razas o ideologías. Pero la realidad —nuestra realidad de cartageneros y colombianos— se viene enfocando hacia proyecciones que responden más a una política de mantener a la gran masa ignorante, toda vez que la cultura hace parte del proceso educativo que cada sociedad debe poner en marcha, si de verdad anhela el desarrollo material y espiritual que se supone todos contemplamos como meta.
Teóricamente se dice que los medios masivos de comunicación deben estar al servicio de los seres que integran un conglomerado social, lo cual significaría que constantemente deberían estar visibilizando no solo los triunfos de los más pudientes o únicamente las tragedias de los más necesitados. Se trata también de que todo lo que concierne a esos seres humanos ocupe un espacio elocuente dentro de esa gran vitrina que hoy ofrecen esos medios.
Y en este objetivo totalizante hay que incluir obligatoriamente las prácticas culturales. Pero siendo Cartagena una ciudad absurdamente elitista y racista, con resabios colonialistas y esclavistas, aún en pleno siglo XXI, no resulta tan extraño que tal fenómeno se refleje en la manera de asumir la actividad cultural y, de paso, el periodismo que se especializa en ese tipo de informaciones.
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Por esa causa encontramos que son muy pocos los eventos culturales que rebasan al Centro Histórico y se proyectan hacia los barrios de los extramuros; o son escasos los que, aún estando en el Centro Histórico, abren sus puertas de par en par, con el loable fin de que todos los ciudadanos cartageneros —sin importar su origen o color— se integren y reciban el conocimiento que allí se esté procesando.
No obstante, y para ser justo, debo reconocer que en los últimos años, algunos esfuerzos aislados están intentando hacer mucho por romper con esa tradición malsana, siendo uno de sus principales motores el desaparecido periodista, escritor y gestor cultural cordobés e hijo adoptivo de Cartagena, Jorge García Usta, quien, desde mucho antes de hacer parte de la nómina de redactores del diario cartagenero El Universal, mostró la firme intención de reunir a toda Cartagena mediante la actividad cultural que otros insistían en mantener enclaustrada en cofradías de corte elitista.
En la actualidad, el ejemplo de García Usta lo han seguido otros periodistas y gestores culturales, desafortunadamente, no con todas las facilidades que se quisieran, pero sí con el mismo ánimo y la misma insistencia que caracterizaba al también investigador, quien, durante varios años, logró que el “Festival Internacional de Cine de Cartagena”, dejara de ser para unos pocos privilegiados y se convirtiera en una fiesta de todos con todos. Son muchos los barrios de los llamados estratos subnormales los que ahora disfrutan bibliotecas y escenarios para eventos culturales, gracias a las gestiones del maestro García Usta.
Pero falta mucho más. A las dos definiciones que expuse sobre el espíritu del periodismo cultural, habría que agregar que este se maneja desde dos frentes igualmente importantes: la promoción y análisis de lo que algunos llaman el arte de salón y la exploración de las manifestaciones artísticas, pensamientos, modos de vida y hasta la cosmovisión de las masas populares.
Ambas prácticas se registran en Cartagena, pero se necesita más de la segunda. Se requiere un periodismo cultural que no solo se encierre en los grandes salones del elitismo artístico con ánimos arribistas de extensión nacional, sino que también tome por las solapas las bellas artes y las bellas letras, las lleve hacia las zonas más vulnerables de la ciudad, las desmenuce ante los humildes espectadores, incentive las iniciativas artísticas y promocione también lo que esa masa de desposeídos se aventure a manifestar a través del arte. Es esto lo que muchos gestores llaman, acertadamente, formación de público.
Pero hay que reconocer otra cosa: infortunadamente no todos los gestores y periodistas culturales tienen el espíritu para moverse entre las dos aguas que se proponen en los conceptos del periodismo cultural.
Mientras algunos periodistas culturales se enfocan hacia el ámbito cerrado que propone el elitismo y tienen los grandes medios masivos de comunicación para visualizarlo, otros intentan recrear el entorno cultural de los menos favorecidos, no siempre con la suerte de hacer visible su trabajo a través del engranaje comunicacional.
Pero lo interesante es que dentro de este gran conjunto de periodistas y gestores culturales, media otro pequeño grupo que puede moverse en las dos aguas. Es decir, es capaz de cubrir y asimilar el conocimiento y las propuestas de la actividad cultural que se hace a puertas cerradas y para unos pocos elegidos, a la vez que tomar ese mismo conocimiento y llevarlo a las llamadas comunidades vulnerables; o traer a estas últimas a las altas esferas, para que se dé una verdadera integración de grupos sociales, mediante las prácticas culturales.
Esa pequeña agrupación de periodistas y gestores culturales capaces de totalizar a sociedades tan fragmentadas como Cartagena, comparten algo en común: una sólida formación humanística, espiritual, solidaria, sensible, arrojada, sacrificada, visionaria, imparcial y participativa, como conviene a quienes verdaderamente sueñan con la transformación del mundo desde la construcción educativa.
Pero en pocas palabras, ese tipo de gestores y periodistas culturales tienen claro que el objetivo es mostrar la calidad artística, venga de donde venga; y que la antítesis de la exclusión es brindar la oportunidad a quienes tienen mucho que decir y no encuentran el espacio.
Esos quijotes de la cultura saben de sobra que en películas como “Rodrigo D, no futuro” y “La vendedora de rosas”, del realizador antioqueño Víctor Gaviria, existe la clara intención de enseñar a los espectadores que los jóvenes pandilleros y sicarios de las comunas de Medellín y las vendedores callejeras del centro de la misma ciudad, también tienen un discurso válido respecto a la vida, el país y la época que les ha tocado por destino.
Y saben también que detrás del movimiento de la música champeta que se originó en las zonas pobres de Cartagena, estuvo la gestión de un grupo de soñadores empeñados en que todo el país algún día se detuviera a escuchar lo que una multitud de jóvenes marginados necesitaba decir con esas voces, esas guitarras y esas percusiones que empezaron imitando a los grandes maestros africanos, y que ahora tienen su sello y su lugar propios.
A este tipo de gestores suele conocérseles también como “animadores culturales”, ya que no solo investigan y promocionan las expresiones artísticas de un modo global, respecto a la ciudad en donde viven: también se constituyen en pedagogos que instruyen a las jóvenes promesas del arte en cómo acceder a los medios de comunicación, cómo organizar un dossier de sus propios trabajos, cómo penetrar en los diferentes públicos que aguardan en el medio cultural del país y cómo hacer para sostener una obra sólida y valedera por encima de todas las modas que estén por inventarse.
Volviendo a las dificultades que deben sortear este tipo de trabajadores de la cultura en una ciudad como Cartagena, no estaría de más apuntar que en el oscuro juego de las mezquindades no solo están inmersos ciertos periodistas y gestores culturales elitistas. También asumen un papel importante las grandes empresas que siempre carecen de presupuesto cuando se les solicita participación en un evento del pueblo, pero aportan cantidades astronómicas cuando el solicitante viene de los altos estratos.
Eventos de literatura y música clásica —por mencionar solo esos— se han programado en Cartagena con todo el presupuesto del mundo, aportado por las grandes compañías colombianas y cartageneras y dirigidos exclusivamente a público de las élites locales y foráneas. Algunos resolvieron darle cierta participación al pueblo, a raíz de las críticas esbozadas por periodistas y gestores culturales que no sufren esa cicatería.
En los últimos años, Cartagena se ha convertido en el epicentro de todos los espectáculos y los programas culturales planeados por las élites del interior del país, con la complacencia de las autoridades locales, para quienes los despachos en donde deben funcionar las secretarías de cultura son las peores locaciones, con los más flacos presupuestos que apenas alcanzan para apoyar todas las propuestas que los gestores culturales quisieran materializar.
Tal parece que las oficinitas de la cultura de Cartagena son para los gestores pobres, mientras el Ministerio de la Cultura existe para las gestiones de la élite excluyente.
A propósito, en días pasados un grupo de dirigentes de organizaciones afrodescendientes de Cartagena se quejaba porque desde que el Gobierno Nacional nombró a una mujer negra al frente de la cartera de cultura, los arribistas de siempre, viejos practicantes del racismo y la exclusión, no han perdido oportunidad para inventarse proyectos, con la etnia negra de por medio, clara muestra del arribismo y de la falta de personalidad que caracteriza a las sociedades latinoamericanas.
“Ahora todo mundo quiere ser negro”, me decían los líderes afrodescendientes, quienes también reconocen haber sido víctimas de politiqueros (que no políticos) que, en épocas electorales, toman la cultura como plataforma de promesas que nunca se cumplen; y de gestiones politiqueras que llenan los despachos culturales de funcionarios que únicamente representan el pago de favores entre electores y caciques de la politiquería.
Con todo, debe reconocerse que integrar ciudades como Cartagena, aunque sea un asunto extremadamente complejo, no deja de ser un reto interesante que exige humildes propuestas en espera de grandiosos resultados. Y esas propuestas tendrían que salir desde todos los sectores que se sientan realmente comprometidos con un cambio que se sostenga durante todas las posteridades.
Sectores como las facultades de Comunicación Social, desde la creación de una cátedra de periodismo cultural, podrían formar periodistas que aprendan a casarse con lo popular, sin desdeñar el resto de manifestaciones culturales, pues lo contrario impediría un verdadero encuentro entre ciudadanos de uno y otro grupo.
Sería bueno que más gestores culturales le apunten a los programas de formación de público, con el ánimo de que los eventos culturales que se organicen para los estratos altos también se puedan presentar ante los estratos bajos, como una estrategia pedagógica y de animación de los talentos potenciales.
En esta parte valdría la pena citar las palabras del investigador y docente cartagenero Ricardo Chica Gelis, quien sostiene que “...en principio se estableció un debate teórico donde se distinguió la alta cultura, de la cultura baja. Pero, con el tiempo, el debate se reorientó y hoy se admite que lo que ocurre es un intercambio de prácticas culturales, que no necesariamente es armónico, sino lleno de tensiones. De ahí se explican las mezclas, las hibridaciones, las fusiones en casi todas las expresiones de la cultura. Terminamos encontrando que tal frontera es relativa, porque es precisamente en los carnavales y en los grandes conciertos al aire libre —pongamos por caso—, cuando se presentan intercambios entre todos los miembros de un conglomerado, sin prevenciones y sin que les importen las etnias y los espacios en donde viven ”.
Lo anterior sugiere que los eventos culturales al aire libre son, indiscutiblemente, buenas estrategias para suscitar verdadera cultura ciudadana; y es eso lo que vienen haciendo los gobiernos de ciudades como Bogotá, Medellín y Cali, entre otras, con sus conciertos al parque y sus encuentros masivos en espacios aparentemente vedados para ciertos ciudadanos.
Por último, creo que, en cuanto a gestiones y eventos culturales, los cartageneros deberíamos apropiarnos totalmente de nuestra ciudad. Son muchos los eventos que aquí han nacido y muerto al poco tiempo, por no saber sostener nuestras propias iniciativas.
Actualmente, son varios los eventos que se planean desde el interior del país para tomar la ciudad como escenario, pero excluyendo a los cartageneros. Esos mismos eventos, para salir del paso, llevan a sus personajes a los barrios pobres, sin una previa formación de público, insultando con eso la dignidad que todo ser humano merece que se le respete.
Lastimosamente, los mismos periodistas y medios cartageneros nos hemos prestado para ese tipo de “cultura espectáculo” en la que a final de cuentas solo salen ganando los farsantes de siempre.
Nuestra tarea, entonces, consiste en armarnos de las estrategias incluyentes que comedidamente mencioné y de todas las propuestas que, en tal sentido, nazcan en el futuro. Crear unidos nuestras propias fortalezas en pos de nuestra gente, he ahí la gran misión.


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