Después de cada aguacero, las calles de Pescaíto semejan ríos, pero de aguas negras surgidas del desbordamiento de las redes del alcantarillado.
“Siempre ha sido así”, me dice el administrador de un negocio de comidas rápidas en donde un grupo de comensales devora sus respectivas viandas, sin perturbarse por el hedor que brota del pavimento invadiendo la totalidad del lugar.
“Aquí estamos tan acostumbrados que ya casi no sentimos la hedentina”, me sigue comentando el administrador, para terminar afirmando que “lo que más rabia da es que a veces no está lloviendo en Pescaíto sino en los barrios de por allá arriba, pero eso es suficiente para que se nos desborden los manjoles y duremos hasta tres días con esos malos olores”.
Mientras, con acento andino, expresa su inconformismo, el hombre señala con el brazo derecho hacia los barrios Galicia y Bastidas, en donde, según me cuenta, no existen los drenajes pluviales; de manera que los residentes, en cuanto empieza un aguacero, destapan las alcantarillas para evitar inundaciones, con el resultado de que las redes de Pescaíto —saturadas de lluvia y de aguas servidas— colapsan y vomitan su carga hacia las calles para convertirlas en verdaderos cenegales de putrefacción.
Cuando eso sucede, la imagen más común es la de la gente saltando de un lado a otro para no mojarse los pies o para evitar la salpicadura de los vehículos que trafican a toda velocidad. Suelen ser los niños los más despreocupados por la situación, dado que es corriente verlos calzados o descalzos correteando entre las aguas; o pateando un balón sin inmutarse en lo más mínimo por la repercusión que aquello podría tener sobre su salud.
A medida que el sol se va escondiendo detrás de los cerros cercanos al mar, las aguas negras le aportan a la tarde un enjambre de mosquitos invisibles, cuyas picaduras y zumbidos terminan de componer el paisaje propuesto por aguaceros ajenos y propios.
Podría decirse que la más inundada de todas es la Calle Sexta, la más popular de Pescaíto, no sólo por la cantidad de estaderos de rumba y establecimientos de comidas rápidas, sino porque también allí se erigen la Parroquia El Carmen, el Parque Pescaíto y el Estadio La Castellana.
Entre todos, la Parroquia El Carmen reclama mayor imponencia. Se trata de una edificación amarilla con torres y tejas altas, además de largas bancas de madera que hacen recordar las iglesias católicas de las zonas rurales. Tres enormes puertas de color marrón, por donde ingresan feligreses de Pescaíto y de barrios cercanos, completan el formidable cuadro que la parroquia exige para ella sola.
Al frente tiene el parque, un recinto abierto en donde sobreviven algunos columpios de hierro y madera; y un espacio enmallado en donde se juega fútbol desde que el sol se levanta detrás de los cerros. En las esquinas del parque, la brisa estremece tres árboles de zarza y uno de roble.
Cruzando la Calle Sexta desde el parque, en una esquina se levanta el Estadio La Castellana, un recinto cerrado con muros altos que le dan la vuelta a la manzana y que en otro lugar, en donde el fútbol no fuera una pasión, podría ser acusado de contaminación visual. Pero en Pescaíto es todo lo contrario: la gente vive orgullosa de esa mole de concreto, porque es allí donde se gestan —dicen los pescaiteros— los mejores futbolistas de Colombia.
Al sitio se ingresa a través de dos puertas angostas. Una se abre en la Calle Sexta y la otra en la Séptima. El campo de juego es enorme y aceptablemente cuidado. Posee dos gradas y una sola sombra que alberga a la mayoría de los espectadores, quienes, mientras gritan goles, deben soportar las fumaradas de orines y excrementos secos que reposan en un espacio que, al parecer, en otro tiempo fue un descansadero para los deportistas y sus entrenadores.
En las paredes de La Castellana fulgen pinturas elementales que representan a futbolistas de Santa Marta como Alfredo Arango, Radamel García y Falcao García, Anthony “El Pipa” De Ávila, Didí Valderrama, Jorge Bolaños y Carlos “El Pibe” Valderrama, entre otros, quienes —de acuerdo con lo que relatan sus paisanos— dieron sus primeras patadas en las arenas de ese templo deportivo, para más tarde incendiar al mundo con la sabiduría de sus puntapiés sobre la grama.
Y el mundo ha respondido convirtiendo a Pescaíto en otro sitio histórico y turístico para Santa Marta. Pero Pescaíto reclama lo suyo. La gente no llega a sus calles buscando recintos coloniales, plazas antiguas o playas multicolores sino las residencias y los amigos de los futbolistas más famosos de Colombia. Todos quieren saber en dónde nació “El Pibe” Valderrama, sentarse en la esquina donde dicen que el hijo del licenciado “Jaricho” Valderrama se toma las cervezas durante sus vacaciones; o conversar con los allegados para ver qué historias nuevas surgen de los recuerdos.
Sin embargo, son las 4 de la tarde de un sábado pasado por agua. En tres de las bancas del parque dos equipos de fútbol (uno infantil y otro juvenil), provenientes de Cartagena, aguardan entre un amontonamiento de maletas y bolsos de todos los tamaños y colores. Ellos no han preguntado por “El Pibe” Valderrama, pero sí tienen inquietudes respecto a la isla en que se ha convertido el parque. Está rodeado de las corrientes de aguas negras, que viéndolo bien no son tan negras, pero arrastran una serie de hilachas oscuras que parecen barbas en remojo.
En algunos espacios del parque, como en las zonas despobladas del barrio, reina una arena gruesa y grisácea que a veces se conjuga con la brisa, sobre todo cuando va cayendo la tarde. En los jardines de muchas viviendas suelen ser comunes las plantas de algodoncillo y flores de un rojo leve que impactan sobre los arbustos verdes.
De pronto, ambos grupos se levantan de sus puestos, morrales a las espaldas, maletas colgando, y se internan en una de las calles transversales que empiezan a ser doradas por el enrojecimiento del sol muriendo.
Pescaíto tiene fama. Una fama doble: por una parte, hay quienes no dejan de verlo como zona roja. Es decir, un lugar asediado por forajidos de alta peligrosidad y consumidores de estupefacientes. Pero también hay quienes lo defienden diciendo que se trata de un barrio tranquilo y alegre que, por estar rodeado de zonas subnormales como Villa Tabla, Nacho Vives y San Martín —barrios que sobreviven en las estribaciones de los cerros— se ha ganado las historias negativas que lo empañan.
La noche de Pescaíto es una sucesión de calles iluminadas por destellos de azul y de amarillo. El alumbrado público es el preciso para resaltar la bohemia que estalla en cada esquina como ratificando la reputación de alegre y animador que tiene el barrio en toda Santa Marta. La bulla de los equipos de sonido, carros y motocicletas traficando de un lado a otro, los grupos de muchachas ingresando a los estaderos populares con el centelleo de sus fundillos haciendo estragos dentro de overoles apretados, hacen que hasta la lluvia incipiente se arrepienta de caer con la fuerza que tenía programada.
En las terrazas de las viviendas, las familias conservan la antigua costumbre de sentarse a ver caer la tarde y comenzar la noche, refiriendo anécdotas o viendo pasar los grupos de bailadores que caminan en dirección hacia las zonas rosas que despiertan a lo largo de la Calle Sexta en busca de la madrugada.
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A las 5 de la mañana del domingo, en Pescaíto todavía se oyen algunos equipos de sonido como residuos de las parrandas del sábado por la noche. Pero también se escuchan con claridad los acordes de algunos gallos que compiten en los patios sombreados por grandes árboles de coco, mamón o mango.
Las corrientes de aguas negras y los charcos que dejó la lluvia de la tarde anterior se han reducido de manera considerable, pero junto con los primeros rayos del sol una mancha de jejenes se hace sentir en los pies, en las orejas, en los rostros como pinchazos calientes y fastidiosos hasta que, avanzada la mañana, deciden abandonar los patios.
Con la retirada de los insectos, van apareciendo por las calles pavimentadas grupos de niños y jóvenes uniformados en dirección a La Castellana o a las canchas de algunos barrios vecinos. Aunque también se van organizando contiendas futbolísticas en medio de las vías y con piedras que hacen de arcos; o arquerías artesanales hechas con maderas o hierros.
Me llama la atención que casi todas las viviendas están construidas con el pequeño ladrillo macizo y de color rojo que se utiliza en los barrios populares de El Cesar y La Guajira, lo mismo que el estilo de algunas viviendas a las que no se les ven las tejas desde la calle. Y es un tendero quien me informa que se trata del estilo republicano que alguna vez hizo furor en la Colombia caribeña.
El dependiente de un almacén de variedades que hace esquina entre la iglesia y el parque, me explica que la mayoría de los fundadores de Pescaíto son descendientes de contrabandistas guajiros que se asentaron en esa zona hace más de 50 años y que tal vez sea esa la explicación para la presencia de los ladrillos y del estilo de las viviendas sin aleros.
A un costado del barrio, los equipos provenientes de Cartagena cruzan la línea férrea de un tren de carga, al que de vez en cuando se le ve dirigirse al puerto que se esconde más allá de los cerros. En esta parte de la caminata no todas las calles están pavimentadas como en Pescaíto. Las estribaciones de los cerros se ven más cercanas. Las piedras son más gruesas y filosas. Y una amenaza de lluvia se anuncia en la frialdad de la brisa.
Una flota de microbuses destartalados, que pulula por toda Santa Marta, se estaciona en algunas esquinas estratégicas. Son ellos los que, en últimas, conducen a los jugadores hacia el campo de fútbol del barrio Nacho Vives, en donde las condiciones subnormales son más notables que en Pescaíto.
El campo amaneció invadido de archipiélagos de charcos de una lluvia nocturna. Pero en cuanto arribamos, un grupo de niños y adultos, con los pies descalzos, empieza a cubrir los espejos de agua con una arena rojiza que, al parecer, han bajado de uno de los cerros poblados de cactus que se ven al fondo del barrio.
Un grupo de borrachos sentados en la terraza de una vivienda de madera incrustada en la cintura del cerro, acompaña con su canto un paseo vallenato que ellos mismos programaron en su equipo de sonido. Los muchachos parecen inmunizados contra la bulla: continúan, como si nada, trazando con cal las señales que debe tener el campo.
El enfrentamiento de apertura lo libran los equipos infantiles. Desde el primer momento, el equipo anfitrión se constituye en un bloque que no deja salir la pelota del terreno contrario. El primer gol y todos los que vinieron después los hicieron ellos. Finalizando la contienda, una llovizna glacial y puntiaguda azota sigilosa al barrio, pero los espectadores —y mucho más los jugadores— siguieron impasibles.
El segundo encuentro se da entre los equipos juveniles. Tal como en la primera ocasión, el equipo samario se alza claramente sobre el cartagenero con la misma destreza que mostraron los menores. Mientras ello ocurre, un hombre robusto, de mediana estatura y semicalvo, quien se hace acompañar de varios ayudantes adolescentes —al parecer, sus hijos— instala un comedor a un lado del campo.
En una mesa de madera monta una olla gigante con sancocho de costillas; y en la otra, humea otra de mondongo. Los muchachos que le acompañan descubren dos calderos de arroz y carne guisada. El humo que sale de los recipientes podría compararse con una sirena silenciosa haciendo el llamado a los comensales. El hombre es rodeado por la multitud, que acaso ya lo conoce y tiene buenas opiniones de su culinaria.
En pocos minutos, la cabecera de la cancha, que está bendecida por la sombra de una fila de matarratones, se llena de mesas y sillas plásticas en donde las madres de los niños futbolistas se sientan a almorzar, sin descuidar la competencia que se está desarrollando en el campo.
Cuando desaparece la lluvia y el cielo pierde su color oscuro por la asunción del sol, los equipos perdedores se retiran y encuentran a Pescaíto cercado por los equipos de sonido que muelen vallenatos y piezas de salsa dura, aun en medio de los charcos y las aguas que corren por las orillas de los andenes como recuerdo del leve aguacero que se precipitó en la mañana.
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En el extenso patio de la casona en donde se hospedan los equipos cartageneros, los entrenadores y directores técnicos discuten acerca de las andanzas de Pescaíto y sobre la vida urbana de Santa Marta. Orlando López, uno de los conversadores, cree recordar que el barrio se llama de esa manera porque a mediados del Siglo XX se caracterizó por ser uno de los más inmediatos a la zona portuaria de esta ciudad.
En esa misma zona se apostaban los pescadores a repartir la mercancía que le arrancaban al mar durante sus jornadas madrugadoras, pero las encargadas de regarla por toda la zona eran unas mujeres morenas y enérgicas que gritaban con todos sus pulmones: “!pescaiiiiiiiiiiiiiiiito!”. Y no sólo la gente de la zona, sino todos los samarios terminaron identificando al barrio con esa palabra.
López le sigue contando a Hugo Cantillo, el otro entrenador, —pero también a los presentes—, que Pescaíto adquirió desde muy temprano su fama de ser la cuna del fútbol samario, pero que ninguna de las grandes figuras que han salido de su seno se ha preocupado por invertir dinero o apoyar, de alguna otra manera, a los prospectos que, como cosa silvestre, surgen en cada esquina del barrio.
“‘El Pibe’ Valderrama le ha dado mucha fama, no solo a Pescaíto, sino a toda Santa Marta —dice el entrenador—, pero que me diga alguien de aquí mismo si ha hecho algo por nuestro fútbol. El que lo diga, miente. Ese man nunca le ha metido el hombro a los muchachos de aquí”.
Al otro extremo del Estadio La Castellana, en el Centro Cultural de Pescaíto, están conversando el profesor Alaín Manjarrez y el periodista Ricardo Llanes Plata. El primero es nativo de Pescaíto. El segundo, nació y se crió en el 20 de Julio, uno de los barrios más cercanos, pero dice conocerse a Pescaíto de cabo a rabo.
Ambos están de acuerdo conque Pescaíto es el barrio más alegre de Santa Marta, lo que puede ratificarse en la decisión conjunta que tomaron sus habitantes en pos de la resurrección de los carnavales que se celebran en la misma fecha que lo hace Barranquilla. Estos se habían suspendido, afirman, por falta de apoyo de la Administración Distrital, pero volvieron a celebrarse desde unos diez años atrás.
Llanes Plata dice recordar que desde pequeño se acostumbró a ver a los vecinos de Pescaíto levantando las terrazas de sus viviendas para evitar que en invierno las corrientes de aguas negras penetraran hasta las salas y las recámaras. “Por aquí cerca hay una tienda a la que le dicen ‘Piso Alto’, porque los dueños le iban subiendo unos centímetros a la terraza, según fuera la furia con que apareciera el invierno cada año”, dice señalando hacia una calle contigua.
Por su parte, el profesor Manjarrez maneja una teoría diferente sobre el origen del nombre de Pescaíto. En primera instancia, aclara que el verdadero nombre del barrio es Olaya Herrera; y que recibió el apodo que ahora tiene, gracias a que los pescadores del corregimiento de Taganga llegaban hasta esta zona a vender el producto de sus faenas y siempre se quedaban con los peces más pequeños.
“La gente se acostumbró a decir, ‘vengo por más pescaíto’; ‘o voy para pescaíto’; y el barrio terminó identificándose con ese rótulo”, comenta el docente para quien la cercanía del Puerto de Santa Marta influyó mucho en la manera de ser de los pescaiteros.
“Aquí la gente se acostumbró a vestirse bien. Gracias al auge del puerto, se ganaba mucho dinero en las décadas de los años 20 y 30. La bonanza terminó, pero la gente sigue preocupándose por lucir buenos atuendos, aunque no se alimente como es debido”, cuenta Manjarrez y agrega que la religión del fútbol también tiene que ver con la presencia del puerto, debido a que eran comunes los barcos holandeses e ingleses que duraban semanas atracados; y los marinos, para distraerse después de sus rutas de trabajo, se dedicaban a practicar ese deporte, algo en lo que poco a poco fueron involucrando a la comunidad hasta que la afición se convirtió en un sello indeleble.
No obstante, tanto Llanes como Manjarrez aceptan que el Gobierno Distrital hace poco por el fútbol local, falencia esta que pueden testimoniar los fundadores de seis escuelas deportivas que sobreviven como pueden y cuyo único patrimonio es el buen espíritu que muestran los pescaiteros desde que se asoman a la primera infancia.
Ambos dicen sentirse orgullosos de las figuras que Pescaíto le ha dado al fútbol mundial, pero así mismo rechazan las pretensiones de coterráneos que las descalifican, porque supuestamente no han hecho algo beneficioso por el deporte de Santa Marta.
“Ni ‘El Pibe’, ni ‘Bolañitos’, ni ‘Didí’ tienen la obligación de hacer algo por el fútbol nuestro, porque ellos no son el Estado; y sin embargo, algunas veces han colaborado con su propio dinero para alguna causa deportiva. Esas pretensiones de la gente son las que hacen que ellos se alejen. Cuando ‘El Pibe’ viene a Pescaíto, lo primero que hacen los vecinos es perseguirlo para pedirle plata o para que regale uniformes o pelotas a algún equipo; y eso lo que hace es aburrirlo. Por eso no viene casi por aquí”, dicen los contertulios.
Otro de los grandes de amantes que tiene Pescaíto —aunque nació lejos de allí— es el cantante-actor Carlos Vives, quien no sólo escogió las calles del barrio para rodar su video clip Pitán pitán, sino que en repetidas oportunidades ha brindado conciertos gratis en el mismo sector, dándole realce a la tambora, una especie de fiesta con percusión que los pescaiteros consideran su folclor por antonomasia.
Y es durante esos festejos cuando menos se siente el olor de las corrientes que vomitan las alcantarillas después de un aguacero nacido en Pescaíto o lejos ahí.
Septiembre de 2010