Los  predicadores del Parque del Centenario

¡Por mandato divino!


La semana pasada, desde las 4 de la tarde, un predicador con pinta de músico rastafari arengaba enérgicamente a unas cuantas personas sentadas en el borde de una de las reatas del parque.

Al lado derecho de la rotonda adoquinada, los teatreros habían finalizado su función, y el público comenzaba a aglomerarse alrededor de los cuentachistes recién llegados.

El predicador usaba toda la potencia de su voz, para decir que quien se ampara bajo el poder de Dios siempre estará bien acompañado y preservado de las malas energías.

De pronto interrumpió la prédica y estiró el brazo izquierdo, señalando a uno de los espectadores: “¿cómo quedó el partido entre Brasil y Croacia?”, preguntó con el mismo tono de voz que utilizó para la prédica.

“Ganó Brasil 1 a 0”, le contestaron en el mismo tono desde la reata; y volvió a la prédica, diciendo: “claro es que el poder de Dios estaba con Brasil. Por eso le ganó a Croacia, aunque se ve que el partido estuvo un poco apretado”.

“Ese man está loco —dijo un borracho sentado en el centro de la reata—, ¿para qué tiene que revolver el fútbol con la religión? Yo me voy de aquí”.

Unos segundos después de que el borracho se retirara del lugar, el predicador cerró la Biblia, que cargaba en la mano derecha, y bajó el tono de la voz para decirle a su escaso público, “necesito recoger entre ustedes algunas monedas, porque la labor de la prédica también tiene sus necesidades materiales”.

Esas últimas palabras fueron como una especie de conjuro para que los ocupantes de la reata se esparcieran en diferentes direcciones, sin pronunciar ni la más insignificante sílaba.

 

***

El Parque del Centenario no sólo es escenario de teatreros, cuentachistes, vendedores, desocupados o meretrices. También sirve como espacio para predicar creencias religiosas a los pocos escuchas que se quieran integrar.

Desde hace más de diez años, un grupo de predicadores de diferentes iglesias evangélicas se encuentra en la rotonda adoquinada del monumento al Centenario, a un lado del espacio de los cuentachistes y los teatreros.

El grupo no tiene público. Simplemente llega y les habla a las pocas personas que encuentre sentadas en los bordes de las reatas que sostienen los árboles antiguos del parque.

Los predicadores tampoco integran un grupo formalmente conformado, no disponen previamente el encuentro, no diseñan libretos respecto a lo que van a decir; y muchas veces la llegada al parque sirve para que se conozcan y se aprendan sus nombres.

Nombres que siempre acompañarán con el prefijo “hermano”, sin que los haya parido la misma madre, pero sí el mismo padre que ellos suelen llamar Jehová, El Altísimo, El Creador o El Señor.

A las 5 de la tarde se presenta el primero con una pandereta y una Biblia en las manos. Se trata de Asmeth Carrillo Torres. En su rostro y en su estatura se notan los rasgos de algún ancestro indígena. Después llega Edilsa Arias, una señora delgada y morena que viste un jumper verde y largo que casi le cubre los tobillos. Más tarde llega Dixon Álvarez, un negro de regular tamaño, que carga una nevera de icopor llena de bolsas de agua y varios empaques de chucherías para vender en el parque.

Los tres se saludan entre sí,  deseándose bendiciones, luego se reparten en diferentes puntos de la reata y practican oraciones distintas y en voz baja, pero todas encaminadas a pedir que les vaya bien en esta tarde, que parece no ser muy diferente de las anteriores. En sus parlamentos abunda la frase, “la sangre de Cristo tiene poder”.

Las oraciones parecen revitalizarlos con una fortaleza misteriosa que los lanza al ruedo. El primero en pararse en el centro del escenario es Asmeth. Mientras lo hace, Dixon se inclina sobre las escalinatas del monumento al Centenario, pega el rostro en las baldosas calientes y pronuncia en voz alta alguna oración encendida.

En los bordes de la reata, pero parados, están Edilsa y dos compañeros más con la mano derecha levantada, los ojos cerrados y musitando otras oraciones que apoyan la prédica central del hermano Asmeth. De pronto, coinciden en cantar una prédica que parece un paseo vallenato.

Se turnan para hacer la plática en el centro del ruedo. El pequeño público que tienen enfrente no aumenta ni disminuye, pero ellos energizan el sermón como si estuvieran sobre un mar de cabezas humanas o dirigiendo una congregación infinita. Las putas, con el demonio de sus nalgas asomándoseles por los bordes de unos pantaloncitos cacheteros, no dejan de cruzarse por el escenario.

Cuando deciden terminar, las luces del cielo empiezan a apagarse y una penumbra de miedo se apodera del mal iluminado parque. Unas cuantas sombras cruzan de un lado a otro, dándole paso a otra función: el comercio de la carne.

 

***

 

Hace diez años Dixon Álvarez, el más veterano de los predicadores, era un parrandero al que le gustaba llegar al Parque del Centenario o al Camellón de los Mártires, sólo para escuchar los chistes de “El Cuchilla Géles” y de “El Usocarruso”.

Algo parecido le sucedía a Asmeth Carrillo. Su vida era únicamente trabajo, licor, mujeres, drogas y los chistes de “El Cuchilla”.

Edilsa Arias no consumía licor ni drogas ni sexo, pero recuerda que su vida era un vacío insondable en el que únicamente  había cupo para la amargura, la rabia y el desespero.

A los 16 años, Dixon sufrió un derrame cerebral que lo dejó limitado físicamente, pero con todo y eso no dejaba de tomarse sus cervezas  y  de escuchar a los cuentachistes callejeros, cuando un buen día llegó al parque y, en lugar de cuenteros, encontró a un predicador llamado el hermano Dainer, quien le hizo una imposición de manos y sus males desaparecieron para siempre. Ahora es uno de los más entregados a la prédica.

Asmeth, otro ex admirador de los cuentachistes, recuerda que laboraba hace unos años en una estación gasolinera, a donde lo fue a visitar un grupo de evangélicos. Le dijeron: “Cristo te ama”. Y él no prestó atención, pero en cambio soltó una detonante carcajada cuando un amigo suyo, un perdido en los estupefacientes, les preguntó a los predicadores: “¿Es verdad que Cristo viene?” Le dijeron que sí.

“Entonces —replicó el adicto—, que se cuide, porque ahora le van a dar es con metralleta.”

Los días perdidos de Asmeth también culminaron en el parque. Otros predicadores le llenaron el vacío del alma con un discurso, “que me quitó la venda de los ojos. Mi vida comenzó a cambiar desde ese momento. Me sentí tan alegre, tan lleno de gozo, que quise pararme en el centro del escenario para dar una prédica, pero no me salió ni una palabra. Le pedí al Señor que me iluminara, y las palabras salieron como un río de pura gracia divina”.

Edilsa nació en el corregimiento de Rocha (Arjona), pero vive hace años en el barrio Villa Estrella. Es la madre soltera de tres menores de edad que la acompañan los domingos al templo “Senda de libertad”, pero teme que cuando sean mayores de edad tomen otro rumbo.

Ella coincide con sus dos hermanos de religiosidad que cuando “Dios está dentro de uno, no es necesario planear una prédica. Simplemente se siente el mandato divino por dentro y uno sale a la calle a predicar, así tenga miles de compromisos y poco tiempo libre. Ahí se ve el poder de Dios”.

El poder de Dios, según ellos, también se ve en la nueva vida que algunas prostitutas del parque, algunos borrachos, maricas o drogadictos han asumido después de escuchar a los predicadores. Sin embargo, el mayor número de público lo siguen conquistando los cuentachistes.

“Es que el dios de esta época —dice Asmeth—, el diablo, no sólo tiene vendados los ojos de la gente, sino también los corazones”.


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