Aunque dice amar y defender las fiestas novembrinas de Cartagena, el locutor Manuel “Mañe” Vargas tiene en su rostro el recuerdo más desagradable que se pueda guardar de tales celebraciones.
Hace cinco años, un 9 de noviembre, cuando se hallaba transmitiendo el desfile de carrozas de las candidatas al Reinado nacional de la belleza, una bolsa de agua, con algo sólido por dentro, se estrelló en su ojo izquierdo iniciándole un desprendimiento de retina que terminó por quitarle la visión de ese globo ocular.
Pese al daño, “Mañe” Vargas sigue siendo uno de los más entusiastas asistentes y promotores de las fiestas novembrinas, pero no deja de mantenerse alerta cuando tiene que salir a la calle a transmitir o a participar en alguna de las comparsas que sus colegas comunicadores organizan cada año.
Como él, muchos cartageneros tienen pésimos recuerdos de las fiestas novembrinas de los últimos años, aunque también añoran los festejos de sus infancias y juventudes, cuando se desconocía la palabra “vandalismo” y la creatividad comunitaria era la nota predominante.
Otros no tienen malos recuerdos, pero afirman que el ambiente actual de las fiestas les resulta un motivo suficiente para encerrarse en sus respectivas casas o salir de viaje mientras se apaga el jolgorio.
Por eso, durante el inicio de las fiestas, el Aeropuerto Rafael Núñez y la Terminal de Transportes Cartagena de Indias se ven congestionados de potenciales pasajeros, pero no sólo de los que llegan atraídos por la fama del ambiente carnavalesco, sino también de quienes optan por marcharse hacia los municipios y corregimientos del departamento de Bolívar, a cualquier otra ciudad del Caribe colombiano, hacia el interior del país o haciendo parte de uno de esos recorridos que promocionan las empresas turísticas en el exterior.
“En efecto —asegura Luis Carlos Pérez Carmona, un periodista de 56 años de edad, residente en el barrio Torices—, esta es la época en que muchos cartageneros aprovechan planes turísticos con destino a Panamá, Miami, Machu Picchu y el sur de Colombia, porque ya no les interesan las fiestas novembrinas. En otros tiempos fueron buenos asistentes, pero terminaron retirándose poco a poco hasta que nunca más regresaron”.
El mismo Pérez Carmona recuerda que la última vez que asistió a un desfile de reinas nacionales fue durante las fiestas de 1993, “y lo hice por cuestiones de mi trabajo, pero me tiraron una bolsa de hielo por la espalda que me dejó sin respiración. Ahí mismo dije que más nunca volvería. Ahora, lo que hago es encerrarme en mi casa, leyendo un libro o viendo películas que alquilo, hasta que pasa el desorden”.
La comerciante Dolores Pacheco Orellano, de 65 años, habitante del barrio El Socorro, recuerda que la última vez que presenció el bando fue en 1973, cuando sus tres hijos estaban pequeños y esperaban con ansiedad la llegada de las fiestas, “pero esa vez nos robaron en pleno Centro y desde entonces me volví apática a esos festejos”.
No es esa la única razón que Dolores expone para justificar su desinterés por los festejos novembrinos. Se queja de “la agresividad con que los jóvenes participan. En mi barrio, la gente tiene que encerrarse cuando aparecen pandillas y más pandillas de muchachos tirándose bolsas de agua, sin importarles si mojan al que nada tiene que ver. Muchas veces he presenciado peleas entre ellos y personas que van pasando y son agredidas con bolsas de agua, que también llenan de piedras para que peguen más duro”.
Desde mediados de los años setenta, Dolores y su esposo integran el grupo de cartageneros que deciden ocultarse en las zonas rurales de Bolívar, hasta que finaliza el ambiente carnestoléndico en Cartagena.
Para el historiador y docente Lascario Jiménez Lambis, de 33 años, residente en el corregimiento de La Boquilla, “el que algunos cartageneros opten por encerrarse o marcharse de la ciudad cuando llega la época novembrina, es una muestra más de la falta de integración que existe en la ciudad respecto a sus propias fiestas. Mientras en otras ciudades los estratos sociales se confunden en una sola masa de gente, alrededor de una fiesta cívica, en Cartagena parece que la época novembrina se encargara de resaltar el separatismo y la exclusión que nos caracterizan. Hasta en la apatía por las fiestas se notan las diferencias, porque mientras los pobres se encierran o se van para un corregimiento, los ricos toman un avión y se marchan para Estados Unidos o Europa”.
Guillermo Romero Martínez, de 57 años, un pensionado residente en el barrio Manga, opina que, “a diferencia de hace 40 años, lo que caracteriza a las fiestas novembrinas es el vandalismo y el poco control de las autoridades”.
Romero Martínez integra el grupo de cartageneros que prefiere festejar en la sala o en el patio de su casa. Al mismo tiempo cree que “las fiestas se dañaron cuando las pasaron para la avenida Santander y cuando los cartageneros empezaron a adoptar costumbres foráneas como los ataques con agua, el arrojo de harina, polvo azul y buscapiés. Aunque éstos últimos ya eran de vieja data, pero lo nuevo es que ahora no los usan para que persigan los pies de la gente, como su nombre lo indica, sino que los tiran en las espaldas y en los rostros de quien sea, para que hagan daño”.
Al respecto, Luis Carlos Pérez Carmona anota que “no me explico por qué ahora existe el vandalismo, si anteriormente las carrozas salían desde el barrio Bocagrande hasta lo que hoy es el barrio Alcibia y paraban en la casa del empresario Alfredo del Campo; y toda la gente de los barrios populares aledaños presenciaba el desfile sin que se presentaran desmanes. Ahora, el recorrido se hace en una zona que se supone de mejor presencia, pero el desorden es mucho más”.
El común denominador entre quienes dicen no asimilar las fiestas actuales y evocar las pasadas, radica en añorar la creatividad, el folclorismo, la diversión sana y el respeto que brillaban en aquellas épocas.
“En esos tiempos —recuerdan— lo que más se esperaba de las fiestas eran los disfraces de charros, capuchones, murciélagos, gallinazos, El llanero solitario y El relámpago, entre otros. Pero también se esperaba con ganas la ida a casetas como ‘La Matecaña’, ‘La Lumitón’, ‘La caseta del pueblo’, ‘El Palacé’, ‘La tres esquinas’ y ‘El palacio de las reinas’, que eran construidas en el campo de La Matuna, el Parque de la Marina, la bomba El Amparo, el Baluarte San Ignacio y frente al Hotel Caribe”.
Algunos bailes se desarrollaban bajo las estrellas, con orquestas y bandas cartageneras, de otras ciudades colombianas y del exterior, en las plazas de La Aduana y Los Coches.
“Y todo mundo se integraba —dice ‘Mañe’ Vargas—. En una de esas fiestas vi a ‘Cantinflas’, el humorista mexicano, como si fuera un cartagenero más, tirando pases con tres muchachas de Getsemaní.”