Luis Carpio Rico

“Por un diagnóstico falso, viví cinco meses en el infierno”


Luis Carpio Rico conoció el infierno el día en que comenzó a padecer unos dolores de cabeza fuertes que no lo dejaban trabajar ni dormir tranquilamente.

Eran los primeros días de marzo de 2004 y Carpio Rico, de 34 años, un especialista en cables de máximo voltaje, natural de Magangué y residente en Cartagena desde hace trece años, era uno de los mejores empleados de una empresa de energía eléctrica, en donde, según sus propias palabras, “el trabajo era fuerte; y las relaciones con los compañeros, un poco difíciles”.

Cuando se le presentó el primer dolor de cabeza, tenía cuatro años de haberse separado de su esposa, con quien alcanzó a tener dos hijos. Desde ese entonces se encontraba viviendo solo en un inmueble del barrio El Socorro, de donde salía todas las mañanas hacia su empresa en el barrio Pie del Cerro.

Llevaba cuatro meses laborando en esa compañía cuando se le presentó el primer dolor de cabeza. Logró reducirlo con una cápsula de Ibuprofeno, pero en las primeras horas del día siguiente, cuando ya se preparaba para otra jornada de trabajo, el dolor regresó más intenso y dispuesto a no ceder con ninguno de los medicamentos que se autorrecetó, por lo que decidió ir a la sala de urgencias de la Clínica Madre Bernarda, el centro médico contratado por la empresa Saludcoop, EPS a la cual pertenecía Carpio Rico.

“Esa primera vez —recuerda— me aplicaron una inyección intravenosa y me devolvieron para la casa. En la noche regresé a la clínica porque había pasado todo el día con el dolor, pero se volvía más fuerte. Me pusieron otra inyección y regresé a casa. Volví a la clínica en la mañana del día siguiente y trataron de ponerme la misma inyección para regresarme, pero me resistí y dije que hasta que no me quitaran ese dolor no me iría”.

Ante la determinación de Carpio, a los médicos de la Madre Bernarda no les quedó otra alternativa que internarlo y ponerlo en manos de un neurocirujano, quien en la noche ordenó un TAC y posteriormente una angiografía que resultaron normales.

En los días subsiguientes, el paciente fue sometido a múltiples exámenes de sangre, de los cuales afirma que “nunca me explicaron para qué servían, ni por qué me los estaban haciendo”, pero los resultados no arrojaron ningún diagnóstico referente a su salud física. Tal vez por eso, de acuerdo con lo que Luis Carpio interpreta, los médicos trataron de salir del impasse poniéndolo en manos de un psiquiatra.

El galeno en cuestión lo visitó en su pieza, conversó con él varios minutos y terminó concluyendo que los dolores de cabeza eran producto de su mente supuestamente enferma, que estaba loco y que al mismo tiempo trataba de burlarse del cuerpo médico de ese establecimiento.

El enfermo no terminó de escuchar el dictamen, “porque, con las poquitas fuerzas que me dejaban los dolores de cabeza, le alcé la voz y lo eché de la habitación.” Intuye que, al parecer, la venganza de la clínica fue darle de alta, tomando como base el diagnóstico del psiquiatra, pero Edinson Carpio, uno de sus hermanos, se trasladó a las instalaciones de Saludcoop y exigió que lo mantuvieran en la clínica hasta que se aliviara.

En la noche de ese mismo día Edinson Carpio acompañó al paciente y presenció la gravedad de su estado cuando empezó a vomitar líquidos verdes y a experimentar una debilidad ostensible parecida a una agonía sin explicación aparente. A los pocos minutos un internista de Saludcoop se trasladó a la Madre Bernarda y verificó la situación del enfermo, pero, por encima de todo, hizo énfasis en que debía ser dejado en ese centro médico hasta que se determinara cuál era la naturaleza de sus padecimientos.

Durante los 20 días que Carpio Rico permaneció en la clínica, “me volví una papa caliente para los médicos, porque ellos lo único que querían era sacarme de ahí a como diera lugar, simplemente por su incapacidad para establecer qué era lo que me estaba afectando”.

Después de las sugerencias del internista de Saludcoop, los médicos de la Madre Bernarda, con el neurocirujano Rafael Almeida a la cabeza, volvieron a practicar una cantidad de exámenes, durante los que tampoco informaron al paciente sobre su naturaleza, aunque unos días después le dieron a conocer que una de esas pruebas había sido la “Enzyme-Linked Immunosorbent Assay” (Elisa) para la detección del VIH-Sida, que, según los galenos, había salido positiva.

“Me lo informaron con cierta alarma, y hasta me dijeron que debían practicarme otro para confirmar, pero permanecí tranquilo porque sabía que esa enfermedad no estaba en mi cuerpo. Primero, porque nunca he practicado relaciones sexuales promiscuas; segundo, soy testigo de Jehová y nosotros no donamos ni aceptamos transfusiones de sangre; tercero, mi ex esposa también es testigo de Jehová, y, cuando nos casamos, ella no tenía experiencia sexual, era virgen”.

Otro detalle que Carpio Rico agrega a sus recuerdos de aquellas tribulaciones consiste en que los médicos nunca le informaron por escrito los resultados de ninguno de los exámenes que le practicaron. Lo mismo sucedió con los exámenes indicados para la confirmación de la existencia del VIH.

De acuerdo con las investigaciones que emprendió la abogada Victoria Eugenia Rosales Ruiz, representante del paciente, los dos exámenes Elisa se realizaron en el laboratorio “La Providencia”, perteneciente a la Clínica Madre Bernarda; mientras que el Western Blot se hizo en un laboratorio particular de Cartagena. “Pero cuando mi cliente preguntaba por los resultados, le decían que se demoraban, porque las pruebas se habían encargado a laboratorios de Bogotá. Es decir, al parecer había alguna patraña escondida y lo que pretendían era que el paciente dejara de preguntar”, asegura la jurista.

 

Las puertas del infierno

 

Carpio Rico relata que desde el momento en que los médicos le anunciaron que estaba afectado con el virus del VIH, empezó a sentir los signos de la discriminación y el desprecio, “comenzando porque me sacaron de la habitación cómoda en donde había estado desde que llegué a la clínica, para meterme en un cuartito pequeño, a la vez que me asignaron a un médico-practicante que llegó forrado de la cabeza a los pies y sólo me dijo que el supuesto Sida que yo tenía no era responsabilidad de ellos, que debía someterme a un tratamiento riguroso mientras tuviera vida”.

El mismo día en que lo trasladaron de un cuarto a otro, el paciente, además del intenso y persistente dolor de cabeza, experimentó una cortedad en la respiración que se hacía más dramática cuando trataba de dar un paso, pero los médicos la interpretaron, en principio, como una neumonía; y, posteriormente, como la tuberculosis propia de los enfermos de Sida, mientras que los dolores de cabeza eran supuestamente los estragos de una bacteria extraña que estaba interviniendo sus neuronas.

“Sin embargo, me permitían visitas y tengo entendido que la tuberculosis es altamente contagiosa”, afirma Carpio, quien, cuando se enteró que ese mismo día le darían de alta, suplicó que no lo hicieran porque los dolores de cabeza habían aumentado, complementándose con dolores en todo el cuerpo, pero le respondieron que no “podían seguirme teniendo allí, porque mi caso era para Infectología y ellos no tenían las unidades propias para una enfermedad como el Sida”.

A principios de abril Luis Carpio regresó a las instalaciones de Saludcoop, en el barrio Bocagrande, atormentado con la continuidad de los dolores de cabeza, pero sólo consiguió que lo remitieran a la “Clínica Comfamiliar”, en donde ya tenían los informes, cuyas hojas aseguraban que padecía el VIH y en donde le suministraron un calmante para tratar de atajar el dolor.

Viendo los flacos resultados, inició un tratamiento por consulta externa en Saludcoop, la que ordenó una biopsia para determinar el estado de la supuesta tuberculosis; un conteo de linfocitos Cd4-Cd8, para reconfirmar la presencia del VIH y un examen de carga viral. “Pero ahí mismo empezó un baile del indio al que tuve que someterme: la biopsia no me la hicieron, porque supuestamente en Cartagena no existen los equipos para eso; y el de carga viral tampoco, porque no tenía las semanas suficientes cotizadas en Saludcoop”.

Unos días después, habiendo leído los resultados del examen de conteo de linfocitos, el médico infectólogo le informó que tenía ocho años de estar contagiado con el virus del Sida. Carpio Rico acababa de cumplir una semana de haber recibido la de alta en la Madre Bernarda y el infectólogo coincidió con la suposición de los médicos de ese centro médico al explicarle que los dolores de cabeza podían ser las consecuencias de un parásito agresivo que le estaba carcomiendo el cerebro. Por tal razón le recetó varios sobres de un medicamento llamado Fluconazol, que nunca ingirió, pese a que el dolor seguía, “porque pensé que esa vaina no servía para nada”, aduce.

Al mismo tiempo tenía en su poder una orden de Saludcoop para ponerlo en manos de un neumólogo, quien confirmaría el estado de la tuberculosis, “pero apenas me puso el estetoscopio me dijo: ‘tú no tienes ni gripa. Tus pulmones están en buen estado. Lo que sí te encuentro es un soplo en el corazón”, cuenta el paciente y agrega que por varios minutos discutió con el galeno respecto al problema del corazón, pues nunca antes le habían dado noticias de esa naturaleza.

Por tanto, para confirmar o descartar la existencia del mal, el neumólogo ordenó un ecocardiograma que el enfermo se realizó en la Clínica AMI y cuyo resultado arrojó que en alguna ocasión y por una impresión fuerte se le rompió la válvula mitral. La valoración cardíaca, hecha posteriormente en Saludcoop, determinó que a esas alturas Carpio Rico no necesitaba de tratamientos ni operaciones, porque, de forma natural, el corazón había compensado la pérdida de sangre con taquicardias e hipertrofia (aumento) del órgano afectado.

“Un año después de los resultados de los exámenes del corazón —evoca—, conversando con un médico amigo, llegamos a la conclusión de que la rotura de la válvula mitral pudo haber sobrevenido en la clínica Madre Bernarda, cuando me dieron la noticia de que tenía el VIH. Eso explica también por qué cuando trataba de caminar se me acortaba la respiración, pero nadie tenía idea de dónde provenía esa insuficiencia. Es decir, llegué a la clínica únicamente con el dolor de cabeza; y lo digo, porque en cuanto empezaron a practicarme exámenes, entre esos un TAC, nunca apareció lo de la rotura de la válvula.”

Mientras tanto, el médico infectólogo inició la valoración del VIH, recetándole un tratamiento con drogas antiretrovirales que no cubría el Plan Obligatorio de Salud (POS).

“Fui a varias partes tratando de conseguir ayuda para obtener esas medicinas, hasta que me enteré que en el ‘Departamento Administrativo de Salud del Distrito’ (Dadis), podrían colaborarme; y la verdad es que allí todos se comportaron muy bien conmigo, especialmente el doctor Heráclito Álvarez , quien me ayudó a preparar una acción de tutela que instauré en contra de Saludcoop para que me dieran las medicinas”.

En ese período de tiempo decidió regresar a su empresa, pero se encontró con la otra cara del infierno que estaba viviendo: sus compañeros de labores, enterados del diagnóstico que había dado la clínica Madre Bernarda, quemaron su uniforme, sus botas, su casco y demás pertenencias, a la vez que se encargaron de regar la mala nueva por toda la ciudad, el departamento, el país y el exterior, dado que la compañía mantiene relaciones con sus similares en Panamá y Venezuela.

Antes de reiniciar labores les mintió a los jefes sobre el verdadero estado de su salud, debido a que los dolores de cabeza persistían, pero los directivos de la empresa ordenaron exámenes de VIH a todos los trabajadores, poniendo de presente que se trataba de determinar cuántos estaban padeciendo la tuberculosis que supuestamente sufría Carpio, pues todos usaban los mismos recipientes para beber y comer.
El enfermo se reincorporó al trabajo, pero sus noches empezaron a ser tormentosas, “porque a cualquier hora me llamaban por celular para preguntarme si era verdad que tenía el VIH. Los médicos me recetaron unas pastillas para dormir y me las tomé al principio, pero después las abandoné por miedo a convertirme en un adicto. De todas formas no podía dormir, porque por una parte estaba el dolor de cabeza; y por la otra, la gente imprudente que me llamaba a cualquier hora para preguntar por mi salud”.

Con el tiempo, su bajo rendimiento en la empresa se hizo notable, anomalía que detectó una de sus jefas inmediatas, quien le sugirió que los dolores de cabeza podrían ser producto de un estrés profundo. Acto seguido le recomendó un descanso de cinco días en Magangué, su ciudad natal, en donde lo recibieron sus familiares con abundancia de afecto y solidaridad que terminaron por desaparecerle el dolor de cabeza.

El estar de nuevo en Magangué y rodeado de parientes que había dejado de ver por mucho tiempo, hizo que a Carpio Rico se le desaparecieran las cefalalgias y tomara la determinación de regresar a Cartagena en junio para reanudar sus labores en la empresa, lo que se unió al hecho positivo de que la acción de tutela que había entablado contra Saludcoop había fallado a su favor y en cuestión de sólo siete días.

 

Del Sida no se habla

 

Gracias a los resultados del recurso de tutela, Saludcoop comenzó a suministrarle dos medicamentos llamados Kaletra y Combibir, de las que tomaba cuatro pastillas dos veces por día, pero con cada ingestión sobrevenían somnolencias, mareos, nauseas y pérdidas del equilibrio que lo forzaban a sentarse durante 30 minutos o una hora para recuperar las fuerzas.

“Con esos medicamentos me tocaba enfrentar diariamente dos situaciones: como no tenía nevera, le pedía a una vecina que me guardara las medicinas en la suya. De modo que cuando ella me veía en la mañana tomándome las cuatro pastillas, enseguida me preguntaba que para qué eran. Cada día tenía que inventarle un argumento nuevo para que se quedara quieta. En la tarde, cuando estaba en la empresa, y después de tomarme la segunda dosis, trataba de hacer lo posible por seguir trabajando sin que se percataran de mis malestares, pero era difícil. Afortunadamente, la jefa me permitía que descansara un rato, porque me tenía afecto y sabía de mis padecimientos”.

Durante este círculo de congojas físicas y morales, Carpio Rico pudo darse cuenta amargamente de la soledad que envuelve a los enfermos del VIH, “porque no es como cuando uno tiene diabetes o problemas renales, por ejemplo. Puede hablar de ello sin temores. En cambio, al infectado de Sida le toca estar callado o decir mentiras respecto a su salud. En la empresa, los compañeros no paraban de preguntarme maliciosamente por mi estado, sobre todo cuando me veían tomando las medicinas. Mis hermanos me llamaban todos los días para saber de mí y para decirme que por la casa todo andaba a las mil maravillas. Pero tiempo después, cuando terminó mi calvario, me contaron que mi mamá se arrastraba en el suelo llorando y decía que quería cambiar su vida por la mía. Supe, además, que mis hermanos se reunían todas las tardes en la casa de Magangué únicamente a llorar por mí”.

Las asistencias al consultorio del infectólogo también resultaban traumáticas, debido a que le tocaba presenciar el drama de enfermos postrados, sin cabellos, sin dientes, en los puros huesos, con la piel manchada... y silenciosos, muy silenciosos, sin ánimos para relatar sus fatalidades ante una persona que no fuera el infectólogo.

“Ese conjunto de situaciones me fueron hundiendo en una depresión profunda que hizo que me retirara de las citas con el infectólogo y pensara en quitarme la vida. Pero un día, estando en mi casa, se me dio por abrir la Biblia en Primera de Juan 5:14 que dice: ‘Tenemos plena confianza de que Dios nos escucha si le pedimos algo conforme a su voluntad. (...) Y sabiendo que él nos escucha en todo lo que le pedimos, sabemos que ya poseemos lo que le hemos pedido’. Este texto me devolvió la tranquilidad, porque reflexioné que lo único que yo debía pedir era que me sanara”.

En ese resurgir de energías decidió matricularse en una institución técnica a estudiar “Programación de sistemas”. Corría el mes de julio y debía —gracias a la bendición del recurso de tutela— someterse al examen de carga viral que Saludcoop le negó en un principio por no tener suficientes semanas cotizadas, y cuyos resultados le devolvieron aún más las energías, puesto que la inscripción médica decía: “inferior a 400 copias”.

“De acuerdo con el lenguaje médico que aprendí por esos días, 400 copias indican que una persona está padeciendo el VIH/sida, pero inferior a esa cifra indica todo lo contrario. Cuando vi ese resultado me fui para Saludcoop, al consultorio de la médica Diana Valest, quien de nuevo volvió a bajarme el ánimo, diciéndome que debía aceptar que yo tenía el Sida, que no fuera terco, que dejara la necedad”.

Y en efecto, regresó a su casa nuevamente desanimado, pero al mismo tiempo con las dudas amplificadas por los resultados de la carga viral y por las palabras de la médica de Saludcoop. Una de esas noches en que regresaba de las clases de Programación de sistemas, el infectólogo le hizo una llamada:

—Carpio, ¿por qué no ha vuelto a mi consultorio?

—Porque no me interesa. De todas maneras me voy a morir.

—Pensé que se había suicidado. Ayer se me suicidó un paciente que tenía dos meses de diagnóstico. ¿Cómo se ha sentido?

—Bien.

—Veo que las pastillas le están cayendo bien.

—Pues, sepa que ya dejé de tomarlas.

—¿Cómo?

—Como lo oye.

—¿Se hizo el examen de carga viral?

—Ya me lo hice.

—¿Y cuál fue el resultado?

—Inferior a 400 copias.

—¿Qué? ¡No puede ser! Entonces usted no tiene Sida. Véngase inmediatamente para mi consultorio.

 

Perseguido por los percances

 

Después de una larga conversación sobre el estado físico de Carpio Rico, en donde éste confesó que desde que dejó de tomar el Kaletra y el Combibir empezó a sentirse magníficamente, el infectólogo ordenó un nuevo Western Blot en un laboratorio particular, en donde los galenos le revelaron al paciente que conocían casos de personas a quienes se les había ordenado esta prueba, pero los laboratoristas simplemente le sacaban copia a una prueba ya realizada y le cambiaban la fecha por no gastar dinero en hacer una nueva y real, ya que los insumos no son baratos.

“Enseguida me puse a pensar en la cantidad de personas diagnosticadas de un falso Sida, sólo porque cayeron inocentemente en esa mafia de médicos que juega con la salud de los pacientes. También me pregunté a cuántos inocentes habría infectado el dueño de la sangre que los médicos de la Madre Bernarda llevaron al laboratorio en los días en que me diagnosticaron ese falso sida”, reflexiona Luis Carpio para quien los tres días que debía esperar a recibir los resultados del Western Blot se convirtieron en otro capítulo de la angustia.

Cuando llegó la hora cero sintió que no podría ir al laboratorio sin una compañía de confianza: “muy nervioso le pedí a mi jefa que me acompañara. Por el camino iba pensando que si encontraba al bacteriólogo con la cara seria, era porque el examen había salido positivo; y si lo encontraba sonriendo, las noticias eran buenas. Vacilé varios minutos para entrar al consultorio y, apenas el médico me vio, me señaló con el dedo índice y hablando en voz alta: ‘¡te lo dije, te lo dije. Tú estás sano, tú no tienes Sida!’. Enseguida me arrodillé en suelo y también grité: ¡gracias, Jehová, gracias Jehová! Después salí corriendo hacia un negocio de teléfonos públicos y llamé a mi casa en Magangué, a mi empresa, a mis amigos más cercanos y les gritaba que no tenía Sida, que el dolor de cabeza era puro estrés laboral; y las dificultades respiratorias, eran problemas cardíacos. La gente me miraba raro, como si yo fuera un loco, pero era que estaba loco de la alegría”.

En las primeras semanas de septiembre, cuando pensó que con el nuevo diagnóstico había finalizado su calvario, sucedió otra cosa: al mes siguiente empezó a experimentar fiebres que se iban intensificando cada vez más, hasta que en marzo de 2005 debió recluirse nuevamente en la Madre Bernarda, en donde volvieron a practicarle exámenes de todo tipo, sin dar con la causa de tales calenturas.

Un poco exasperado por los días que llevaba recluido, hizo memoria y recordó que el año anterior un neumólogo le había diagnosticado un soplo en el corazón. En cuanto informó a los médicos, éstos le ordenaron un ecocardiograma transesofágico, que arrojó como resultado una endocarditis bacteriana severa. Es decir, se le había infectado la válvula mitral que posiblemente sufrió rotura cuando le dieron la falsa noticia de que tenía Sida.

Pese a la seriedad de la infección, los médicos no programaron ninguna cirugía sino que lo sometieron a tres meses de tratamiento con antibióticos, hasta que las fiebres cedieron y decidieron darle de alta. Pero, al poco tiempo de haber salido de la clínica, debió regresar por la reaparición de las calenturas, lo que condujo a una nueva valoración con exámenes y a una reclusión, esta vez en el Hospital Bocagrande, en donde el cuerpo médico determinó una intervención quirúrgica inmediata.

“El haber salido de la Madre Bernarda y llegado al Hospital Bocagrande me hizo pensar que finalizarían mis dificultades. La operación fue en julio de 2005, pero estuvo lejos de ser exitosa, porque para intervenirme me instalaron unos tubos que servirían para el drenaje de mi cuerpo mientras me operaban. Pero cuando los retiraron, no habían drenado nada. A los tres días de haber salido del quirófano me empezó un dolor en el pecho que se fue incrementando con el paso de las horas. Duré tres días con ese dolor, pero las enfermeras, los médicos y hasta el director del hospital me decían que era un cobarde, que todo mundo aguantaba un postoperatorio, menos yo”.

Al tercer día, el enfermo, quien estaba recluido en la Sala de Cuidados Intermedios, gritaba con toda su garganta y todos sus pulmones, pateaba las paredes y tiraba al suelo todo lo que tuviera cerca. Diez minutos después, uno de los médicos que participaron en la operación solicitó los exámenes de Luis Carpio, volvió a examinarlo y descubrió que tenía alojados en la zona pleural, y muy cerca al corazón, 400 centímetros cúbicos de un líquido que no alcanzaron a drenar los tubos que le retiraron antes de tiempo.

“Faltó poco para que muriera, pero me operaron de emergencia en la noche. ¡Cómo estaría de mal!”

Una vez dado de alta, comenzó a considerar la posibilidad de entablar demandas en contra de las entidades que tuvieron que ver en toda esta historia, lo que en efecto se hizo realidad bajo la asesoría de la abogada Victoria Rosales, quien presentó la demanda contra Saludcoop, el laboratorio que ejecutó la prueba Western Blot y contra la Madre Bernarda. En enero del 2008 se concretó una conciliación extraprocesal con Saludcoop que a la postre indemnizó a los demandantes, concluyendo así el proceso contra esa entidad. Pero dicho proceso continúa en contra de las otras dos entidades y se encuentra ad portas del período probatorio.

“De otra parte —agrega la abogada— estamos adelantando conversaciones con el Dadis para eliminar el registro según el cual mi cliente es paciente infectado con Sida, pues ya quedó claramente establecido que fue un mal diagnóstico, una información falsa”.

Sin embargo, el demandante considera que nada de lo vivido durante los cinco meses en que cargó la pena de un Sida que no padecía, es superior frente al percance que sufrió en Panamá, hacia donde partió después que su empresa fue clausurada, lo que se le convirtió en otra odisea, ya que nunca pudo conseguir que otra empresa lo contratara, no obstante su magnífica hoja de vida y experiencia laboral.

“En Panamá seguí trabajando como experto en líneas vivas o cables de máximo voltaje. Un día estaba manipulando dos de ellos. Uno se me soltó, hizo mal contacto con el otro y ambos produjeron una explosión que incendió una buena parte de mi cuerpo. Caí inconsciente al suelo. Los compañeros, que ya estaban instruidos en esta clase de emergencias, me dieron los primeros auxilios y me sacaron la lengua, que me había tragado, como sucede en estos casos. Cuando me reanimaron, me llevaron a una clínica y allí permanecí un mes con el cuerpo en carne viva”.

Lo que más recuerda es que “el dolor de esas quemaduras no puede compararse con ningún otro. Es muy superior. Yo permanecía en una sala fría, con tres grados bajo cero. Diariamente me metían en una tina con agua fría para que los pedazos de piel quemada se me cayeran, pero ese es un dolor que de tanto que duele, ya no puede doler más.”

Sus planes futuristas volvieron a derrumbarse cuando decidió regresar a Colombia. En Panamá tenía todo listo para contraer matrimonio, pero el incidente de las quemaduras le hizo cambiar el rumbo y se encuentra trabajando en Cartagena en el área de la electricidad, pero de instalaciones internas. “Con las de alta tensión no me meto más”, dice y agrega que “si después de todo lo que pasé estoy vivo, es porque Dios me tiene una misión especial. Toca descubrirla”.


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