Mirando desde las nubes, Providencia es sólo un promontorio de tierra a quince minutos de la isla de San Andrés.
Una avioneta de color blanco, con capacidad para 17 pasajeros, es la señalada para el transporte hacia la pequeña isla. Cuando alcanza las alturas y se cuela entre nubarrones inconmensurables, la nave se estremece. Las mujeres gritan y los hombres tratan de amansar en silencio las ganas de sentarse en un inodoro.
Abajo, el océano se torna amenazante y oscuro. Algunas nubecillas proyectan archipiélagos de sombras sobre el agua salada. Unos minutos después, el mar recobra sus amables colores, sus verdes diamantinos y hasta se siente la brisa que hace cantar las palmeras.
Desde arriba, Providencia parece una maqueta poblada de casitas semejantes a palomares, sobre la abundancia de cerros que retan el océano. En la soledad del Mar Caribe algún pescador sigiloso ignora el rugido de los motores de la avioneta, que está a punto de aterrizar a lo brusco sobre una pista rodeada de malezas y tierra amarilla.
Pisando el asfalto, las sonrisas vuelven a los rostros. El calor de Providencia es casi el mismo de Cartagena, aunque la brisa de la inmensidad suele volverlo un poco más piadoso. El aeropuerto El Embrujo tiene el agradable aspecto de una casa campestre: su arquitectura inglesa y la vegetación que lo rodea reafirman la misma impresión.
El creole, una mezcla de inglés con francés y algo de holandés, es el idioma de la isla, aunque también puede escucharse un trabajoso castellano, que aun así no impide que se resuelvan las necesidades de comunicación con los forasteros.
A unos pocos metros de la entrada a las instalaciones de El Embrujo pasa la carretera circunvalar de Providencia, serpiente fuliginosa con rayas negras, anaranjadas y blancas que le da la vuelta a la isla, como si fuera el cinturón de esa seguridad que tanto proclaman los nativos.
A medida que la camioneta del servicio público avanza devorando la vía, el paisaje va dejando atrás iglesias, chalet, abismos, tiendas de artesanías y casas de veraneo, pero, ante todo, muchas extensiones de tierra baldía o sembrada de árboles y arbustos, como en una estampa reiterativa del paisaje tropical.
Desde las alturas, y comparada con San Andrés, Providencia es relativamente pequeña, pero sus habitantes se permiten dividirla en sectores como Santa Isabel, Puebloviejo, Buenavista, Aguamansa, Sur Oeste, Casa Baja, Punta Rocosa, La Montaña, Pueblo Libre, San Felipe y Aguadulce, entre otros.
Aguadulce es también la zona del hospedaje. Unos quince hoteles, pertenecientes a nativos, reciben a visitantes nacionales y extranjeros en cualquier época del año, pero todos guardan las mismas características: en vez de los grandes edificios que resaltan en las fotografías de las ciudades más turísticas del mundo, en Providencia se levantan acogedoras casas de campo que se sumergen en una quietud y cierto silencio que sólo es interrumpido por el ruido del mar, el viento entre los cocoteros, los pájaros dulceros y los grillos de la noche.
“Providencia es una caja mágica, una caja de sorpresas”, dice Josephine Hunffintong, la administradora de Hotel Miss Elma, que se levanta a las orillas de una playa quieta y cantarina en donde, desde las primeras horas de la mañana, se alcanzan a ver los torsos y espaldas coloradas de algunos turistas incansables y asombrados por el sortilegio que la isla ejerce sobre ellos.
No se sabe con certeza si el sol de Providencia es perezoso o trabajador empedernido. Lo que sí está claro es que a las 6 de la mañana todo permanece oscuro, como cuando en Cartagena son las 4 de la madrugada. Pero nunca se esconde a las 6:30 de la tarde, como cualquier continental pudiera esperarlo, pues el reloj marca las 7 de la noche y la pelota de fuego todavía flota agonizante en el extremo filoso que enrojece el horizonte.
La flora providenciana no es muy diferente de la que brota en las ciudades costeras de Colombia. Cualquier visitante puede encontrarse, además del infaltable palo de coco, las matas de bonche, yuca, guanábana, mango, almendra, plátano, tamarindo, roble, mamón, papaya o el milagroso arbusto del noni, que, mucho antes de que se convirtiera en la panacea comercial del siglo XXI, ya era utilizado como medicina por los antiguos nativos de la isla.
Pese a que por las calles de Providencia ruedan buses amarillos y largos, como los escolares que se ven en las películas gringas; y camionetas importadas de Miami, para el transporte de pasajeros entre un sector y otro, la reina de la carretera es la motocicleta.
Pero no existe el mototaxismo. Al menos no existe con el mismo desorden y desmesura que se ve en Cartagena, Montería o Sincelejo, ya que en la isla todavía sobreviven los sentimientos de solidaridad y altruismo que dejaron los pasados pobladores, según lo explica Rosendo Archbold, un navegante retirado, quien es ahora el mayordomo del Hotel Miss Elma.
“Aquí —dice—, todo es de todos. Nadie tiene inconvenientes en regalarte una carga de yuca, un kilo de carne o una mano de plátanos, si la estás necesitando para tu casa, con la seguridad de que cuando tú tengas, también harás lo mismo con tus vecinos. Es más, a veces uno va atravesando el patio de algún paisano y si ve una piña o una patilla y la necesita, la arranca y después le avisa al dueño; y no pasa nada. Lo mismo sucede con la moto: si tu vecino —o cualquier otra persona que encuentres en la carretera— tiene una, solo tienes que pararlo, le dices para dónde vas y te lleva sin cobrarte. Tú sabrás si le pagas o no”.
A lo largo y ancho de la isla hacen parte del paisaje viviendas hechas con tablas en donde predominan colores como el verde suave, el azul celeste, el amarillo, algunas veces el rojo o el color naranja. Esas casas están montadas sobre pilotes que en un principio fueron de madera, pero en cuanto el “desarrollo” empezó a romper fronteras, los nativos también rompieron esos viejos sostenes para reconstruirlos con cemento, triturado y varillas de hierro.
Dice Gerardo Britton, uno de los maleteros que pululan por los pasillos del aeropuerto, que, a diferencia de las viviendas del Chocó, los pilotes de Providencia no fueron construidos para evadir las agresiones del mar, pues eso nunca ha sucedido.
“Nosotros —afirma— aprendimos de los antiguos colonizadores ingleses a hacer casas sobre pilotes. Y ellos lo hacían por dos razones: la primera era el deseo de construirlas cerca del mar, pues levantarlas en las cimas de los cerros dificultaba y demoraba el traslado hacia los barcos que quedaban anclados en los pequeños muelles. La segunda razón era ecológica, aunque de pronto en ese tiempo no se usaba esa palabra. Pero la idea era no destruir los cerros haciendo cortes y mesetas que los debilitaran. Y esa idea ha continuado hasta ahora”.
Las palabras de Britton le dan fundamento a las de doña Josephine, quien, aparte de calificar Providencia como una “caja mágica”, aclara que el turismo que la isla ofrece es en gran parte ecológico, por la cantidad de plantas exóticas, aves marinas, animales terrestres y variedades del océano que aún se conservan y que sirven también para alentar el turismo del que viven muchos isleños.
La pesca, la agricultura, el comercio y el sector público son los otros renglones para el sostenimiento de la vida en Providencia. Pero, para beneficio de los cinco mil habitantes que, aproximadamente, posee la isla, el Estado ofrece 60 empleos en la Administración Municipal, los que el mismo gobierno cuida con celo, pues desde que el visitante llega al aeropuerto de San Andrés, con la intención de embarcarse de nuevo hacia Providencia, le entregan un permiso de turismo en el cual van consignados los días que permanecerá en la isla y el lugar que escogió para hospedarse.
“Si después de esos días no te has marchado, la Policía te busca y te manda para tu casa. Pero para que eso no suceda, debes comunicarle a las autoridades tus intenciones de quedarte unos días más. Así, pues, que la persona que te esté dando posada debe responsabilizarse de tu estadía en la isla. La idea de todo eso es que el territorio no se llene de tanta gente, como está pasando en San Andrés”, explica Gerardo Britton con cierta gravedad en el rostro.
Enero de 2008