Río Atrato

Quibdó, el edén inconcluso


De un momento a otro, el cielo de Quibdó cambia de oscuro a brillante, como si alguien en las alturas cerrara y abriera caprichosamente las cortinillas de un reflector.

Por eso se me antoja que el clima es engañoso. La primera impresión, bajo la espesura grisácea de las nubes, hace creer que la brisa y el sol compasivo son la nota preponderante en el ambiente de la ciudad.

Pero de repente surge la luz y, a los pocos segundos, estalla un aguacero acompañado de truenos, relámpagos y rayos que rasgan a lo lejos la infinitud de la carpa celeste.

Transcurridos algunos minutos, se extingue la lluvia y la vida sigue sucediendo como si nada.

Otras veces no truena, no hay brisa, ni lluvia, pero la humedad que emerge del río Atrato y del bochorno selvático es una presencia pesada y angustiante que solo podría calmarse con el regreso de un nuevo aguacero. El calor fatiga a fuego lento. Y ese aguacero tan esperado es probable que aparezca a la mañana siguiente, aunque en forma de una llovizna afilada, casi imperceptible a la vista, pero engorrosa para la piel.

Mientras una voz gangosa anuncia que el avión está a punto de aterrizar, lo primero que se divisa por las ventanillas no es una pista, ni un mar, ni edificios puntiagudos sino una alfombra inmensamente verde conformada por las copas de los árboles gigantes que constituyen el patrimonio natural no solo de Quibdó sino de todo el departamento del Chocó y de la Costa Pacífica colombiana.

Otras voces a mis espaldas, revestidas del tono que distingue a la ancianidad, arrojan un dato que no recuerdo haber leído antes en enciclopedia alguna: “Quibdó es el segundo sitio más lluvioso del mundo”.

Textos periodísticos que llegaron a mis manos en épocas menos difíciles coincidieron en describir el lugar común de la pobreza chocoana, la abundancia de los ríos, la explotación de la minería o la exuberancia de las expresiones musicales, como si se tratara de un paisaje inamovible, a pesar de las arremetidas del progreso mundial y el avance desenfrenado de la tecnología.

Se me ocurre que el pequeño avión en el que nos transportamos, y desde el cual diviso caminos de un agua parda entre los espacios que dejan los árboles, podría ser una muestra de ese progreso lento que ha tenido Quibdó en donde aún no pueden aterrizar aeroplanos de mayor escala.

A medida que se acerca el descenso, la alfombra vegetal va desapareciendo y en su lugar emergen cientos de viviendas rústicas con techos de un zinc oxidado hasta que el avión toca tierra y empiezan a divisarse rostros que aguardan detrás de las barreras de vidrio del Aeropuerto El Caraño.

Ahora no hay sol ni lluvia. El calor es incipiente. Un desfile de taxis amarillos ofrecen sus servicios a los recién llegados. Desde las ventanillas de esos vehículos se ven las calles abriéndose en ondulaciones y curvas que hacen entender la naturaleza del terreno quebradizo donde se levanta Quibdó y sobre el cual, en unas cuantas horas, desfilarán cientos de comparsas carnavalescas en honor a San Francisco de Asís, el santo patrono del municipio.

Hemos llegado a Quibdó en plena efervescencia de las Fiestas de San Pacho, que el año pasado fueron declaradas por la Unesco Patrimonio Cultural e Inmaterial de la Humanidad, por lo cual se presume que los quibdoseños no han ahorrado esfuerzos para botar la casa por la ventana.

A unos pocos metros del hotel en donde se detienen los vehículos del servicio público está la Avenida Primera, que, a su vez, le falta poco para ser parte de las orillas del río Atrato. Las aceras de la avenida empiezan a ocuparse de espectadores de todas las edades, pero el ambiente es notablemente distinto al de los carnavales del Caribe colombiano: nadie se arroja harina ni espumas; no hay buscapiés ni se escucha el estallido de alguna carpeta de pólvora; la gente murmura, pero no baila ni grita, ni enloquece con el paso de las comparsas, ni con el repicar de la música que emiten las bandas que aquí se conocen como chirimías. Nada. Ciertos momentos suelen parecerse a la solemnidad de una procesión católica o a la opacidad de un cortejo fúnebre.

Tal vez los que más exteriorizan el entusiasmo son los visitantes, la mayoría provenientes del interior del país, preferiblemente del departamento de Antioquia, aunque algunos dicen llevar varios años viviendo en Quibdó.

En cada tramo del desfile, los hijos de los turistas saltan al ruedo para tomarse fotos o hacerse videos con los integrantes de las comparsas, cuyas vestimentas son imposibles de no apreciar, dada la majestuosidad y laboriosidad conque fueron confeccionadas, lejanas de la procacidad o de la imagen burlesca y estridente de otros carnavales.

La mayoría de los motivos hacen alusión a los guerreros de las tribus africanas, en tanto que una minoría revive la elegancia de las cortes españolas de los tiempos de la invasión ibérica a las tierras suramericanas.

El lugar más adornado de la Avenida Primera es el malecón del río Atrato, una especie de parque lineal hecho en concreto, con escalinatas, barandas de hierro, paraguas de colores y carpas, que serán el aposento de los tenderetes de comidas y bebidas que alentarán los veinte días de fiesta en honor a San Francisco.

Algunas tarimas de empresas comerciales fueron armadas a orillas del malecón, pero mirando a la avenida, como balcones privilegiados para que ciertos invitados especiales aprecien las comparsas sin que los agredan los rayos del sol.

A orillas del río, varias embarcaciones de madera, con motor fuera de borda, esperan ser ocupadas por nativos de los corregimientos y municipios ribereños. Algunos son indígenas de la etnia emberá, niños y adultos, que arriban todos los días a Quibdó a vender artesanías o a rebuscar la vida en la plaza de mercado, para retornar en la tarde a sus respectivos asentamientos.

Algunos viven en frente”, nos informan los artesanos que reposan bajo una de las carpas armadas en el malecón. Por ellos, nos enteramos que el grupo de casas de madera, montadas sobre pilotes del mismo material, que ocupan una parte de la otra ribera del río, conforman el barrio Bahía Solano, pero de inmediato nos aclaran que solo se trata de un caserío homónimo del municipio localizado en el centro de la costa chocoana.

Mientras las embarcaciones motorizadas cruzan de un lado a otro, sabemos que en tiempos de verano los niveles del río descienden, aunque conservan el peligro de su profundidad.

En invierno, el río desborda sus propios límites, lo que explica la construcción de las viviendas ribereñas sobre pilotes de madera o concreto.

Los conductores de las pequeñas embarcaciones consideran que el Atrato es un río traicionero, un feroz cuerpo de agua que podría extraviar a quien no sepa navegarlo, dado que cada ciertos tramos se bifurca y recibe diferentes nombres, tal como el que tenemos frente al malecón. Le dicen Río Quito. Y, en medio de esa letra “Y” que forma la escisión del Atrato, está una isla tupida de especies vegetales que nadie parece visitar, tal vez por no transgredir su verde virginidad.

En el centro de sus comentarios, pescadores y navegantes no cesan de comparar al Atrato con otro no menos importante: el río San Juan. Afirman que su trayectoria es mucho más recta, pero también exige pericia a los lancheros, dado que en sus entrañas guarda estructuras rocosas que causan más de un accidente, sobre todo en las noches y en las madrugadas.

Por el Atrato se puede llegar hasta Cartagena”, nos dice un lanchero, quien alquila su vehículo por 50 mil pesos, para pasear a los turistas en medio de las pequeñas islas y caminos que traza el río en las cercanías del municipio. También nos cuenta que, en algunas ocasiones, los narcotraficantes lo han usado como ruta de sus lanchas rápidas para alcanzar las fronteras con Panamá, adentrarse a Centroamérica y surtir los barcos que finalmente llevan la mercancía a Estados Unidos. Pero otras veces, cuando las lanchas son interceptadas por las patrullas fluviales de la Armada Nacional, los forajidos optan por lanzar la mercancía al río en aras de aminorar el peso de las embarcaciones y facilitarse la retirada a grandes velocidades.

Muchas de esas mercancías,

después de flotar a la deriva en algunas de las ramificaciones del Atrato, han ido a parar a los municipios ribereños del Chocó, en donde sus nativos las rescatan, en botes o nadando, y las transforman en exorbitantes cantidades de dinero que asimismo despilfarran en parrandas monumentales, imponentes camionetas y atuendos extravagantes, pero casi nada en el progreso de esas mismas poblaciones.

Los ancianos de la plaza de mercado relatan que algo parecido ocurrió en los tiempos del apogeo de la minería: los trabajadores solían amasar hasta 50 millones de pesos en una semana de labores, pero ni un céntimo se destinaba a las arcas del futuro o del progreso. El espíritu y la cultura inmediatista de los “afortunados” los empujaban a encerrarse en las cantinas de Quibdó y a ofrecer hasta dos millones de pesos por una noche de sexo desaforado. La siguiente jornada de trabajo comenzaba cuando la fortuna, diluida en botellas de Whisky y chorros de fluidos eróticos, se esfumaba de los bolsillos del minero.

Ellos pusieron la vida cara en Quibdó -dicen los ancianos-, porque todo el que quería vender cualquier bobada le ponía un precio altísimo, con la seguridad de que algún minero se la compraría sin ningún problema”.

Todos reconocen que el progreso ha sido lento, empezando porque hasta hace poco comenzó la cruzada gubernamental por el arreglo de las vías, lo que ha permitido el arribo de emigrantes de todas las regiones de Colombia, pero especialmente de Medellín y Pereira, desde donde en otros tiempos necesitaban hasta veinte horas para desplazarse hacia Quibdó, distancia que terminó por reducirse solo a seis.

El sol se va escondiendo tras las coronas de los árboles. Los botes, preñados de racimos de banano verde y de pasajeros con equipajes de diversos tamaños, siguen surcando el río, que a estas horas se le ha extinguido el destello del agua corriendo incesante, en agitada carrera hacia sus múltiples destinos.

Ahora, la conmoción se apodera de la Avenida Primera. Y no son las comparsas las responsables. Son los espectadores que se dispersan en diferentes direcciones, lo mismo que las motocicletas. Si algo excita al Centro comercial de Quibdó son las mototaxis con sus conductores y pasajeros sin cascos protectores ni chalecos reflectores, lo que impide identificarlos desde lejos, tal como sucedería en la Región Caribe. Y en esas condiciones, cualquiera en Quibdó podría ser mototaxista, cualquiera conduce a raudales, como si la idea fuera reventarse contra algo o contra alguien; como si el propósito fuera que nadie olvide que el sonido de la moto es lo que se impone por todas partes, por encima, incluso, de los equipos de sonido o de los gritos de la gente. La noche va cayendo y las motos van aumentando. Las romerías humanas ocupan las desordenadas calles y los pequeños centros comerciales, mientras otra llovizna, incapaz de espantar el calor, se va precipitando como si alguien lanzara una carga de arena desde lo más alto de la inmensidad.

Esta vez se hace necesario contemplar la noche desde lo alto de una ventana. El manto fino de la lluvia cae lento, pero abundante; sigiloso, pero demoledor, mientras la luna posa su estela amoratada sobre el río. A lo lejos, los fuegos artificiales marcan el inicio de un concierto con orquestas locales y foráneas, mientras los relámpagos enseñan visajes del cielo herido por la furia de alguna tempestad indecisa. Aun así, el calor permanece imperturbable.

 

***

Desde la ventana, la mañana se presenta coloreada por el renacimiento del sol, la fuga persistente del río y la profusa vegetación que parece estar regada por toda la ciudad. Los hilos de acero de la lluvia se siguen desgajando imparables. Impertérritos, sin embargo, peatones y motociclistas empiezan su marcha cotidiana por las calles del Centro. Mujeres de cuerpos incitantes y rostros graves aguardan detrás de los mostradores o en el vano de las cortinas metálicas de los almacenes. Su trato no suele ser el más dulce. La desconfianza y la falta de hospitalidad se les entremezclan en los ojos y en las maneras un tanto displicentes.

Un par de horas después, marchando hacia las zonas barriales, se comprueba que desde el Centro hasta los ámbitos populares siempre surge la impresión de una ciudad inacabada, en permanente obra negra, sin que ningún sitio sea mejor que el otro, aunque no son extraños los sectores en donde una mansión imponente puede estar en medio de un conjunto de viviendas de maderas viejas o de ladrillos desvencijados.

Esas mansiones casi siempre son de un político o de algún funcionario corrupto”, explican los quibdoseños cuando notan el desconcierto en los rostros de los forasteros; un asombro que surge, por supuesto, de la abismal diferencia entre un gran número de construcciones -siempre manchadas por las arremetidas de la intemperie- y escasas edificaciones semejantes a palacios, cuya imponencia es más que evidente y hasta insultante.

Llegamos al barrio Tomás Pérez, sobre cuyas calles destapadas y llenas de esquirlas de piedras se preparan unas cuantas comparsas infantiles que sacarán la cara por la comunidad en el desfile vespertino. Un grupo de lugareños, quienes consumen cervezas en la terraza de una tienda, nos explican que, durante los 20 días de fiestas, cada barrio debe aportar una o varias comparsas con sus respectivas chirimías, pero la prioridad la tienen los llamados “Barrios franciscanos”, entre los cuales, además de Tomás Pérez, se encuentran Kennedy, Las Margaritas, La Esmeralda, Cristo Rey, El Silencio, César Conto, Roma, Pandeyuca, Yesquita, Yescagrande y Alameda Reyes.

Una vez concluidas las actuaciones de esos doce barrios, intervienen los nuevos sectores que, en los últimos años, han hecho crecer a Quibdó como un incendio. Cada barrio cuida con enorme celo los motivos de sus comparsas para después sorprender al público o evitar el plagio de alguna carroza o vestimenta.

Por eso, los constructores de carrozas se ocultan en otros sectores hasta que llegue el momento de exhibirlas. En el barrio Las Mercedes, verbigracia, se oculta el profesor Jorge Murillo López, quien afirma orgulloso que desde los 7 años de edad está participando de las fiestas, pero que fue solo hasta hace 30 años cuando se animó a construir carrozas y muñecos carnavaleros.

Este año armó una estructura en cuya base está sentado un muñeco que representa a Tomás Pérez, un negro sinuano que llegó al Chocó huyendo de los colonizadores españoles, pero fue capturado, decapitado y su cabeza expuesta a orillas del río Quito como advertencia para las posibles semillas de rebeldía.

En la sala de su casa, el profesor Murillo tiene preparadas las efigies de tres personas jugando cartas, mientras un mosquito gigante planea alrededor de ellas. “Esos son los políticos chocoanos -explica-. Y mire que mientras ellos se la pasan jugando, el pueblo padece dengue y paludismo”.

En un espacio entre la sala y la cocina reposan los bustos de cuatro músicos, entre quienes se identifica con facilidad al finado Jairo Varela con sus lentes, sus maracas y sus canciones que siempre hablaron del Chocó, aunque mencionaran otras cosas.

En la mayoría de viviendas de Tomás Pérez y Las Mercedes, en medio de globos de colores y arreglos florales, esplende la efigie de San Francisco. Lo trajo hace 368 años (siglo XVII) Fray Matías Abad, un cura franciscano de la orden menor, y casi enseguida lo impuso como el santo patrono de ese territorio. Más adelante se inventó las celebraciones anuales, a las que, en principio, solo asistían los indígenas que poblaban las orillas del río Atrato, pero en cuanto la corona española ordenó enviar africanos esclavizados para que trabajaran en la explotación del oro, esa nueva etnia fue integrada a tales manifestaciones, que no siempre gozaron del aprecio de la gente.

Cuando yo estaba pequeño -rememora el profesor-, a las fiestas de San Pacho asistía poca gente, porque la mayoría decía que esas eran cosas de vagabundos, borrachines y prostitutas, pero año tras año se fueron fortaleciendo y ahora todos los barrios participan”.

No obstante, este año la Fundación Fiestas Franciscanas se vio en calzas prietas para organizar las celebraciones, puesto que en cuanto los empresarios y comerciantes se enteraron de que las habían nombrado Patrimonio Cultural Inmaterial de la Humanidad, se negaron con desdén a hacer sus aportes, “porque creían que ese nombramiento significaba plata. Tuvieron que venir las directivas del Carnaval de Barranquilla a explicarnos que eso únicamente era una distinción que, en cierto momentos, podría ayudarnos a conseguir recursos con el Gobierno”, cuenta el profesor, quien asegura haber aprendido a construir carrozas bajo la orientación de Horacio Rentería, un quibdoseño de 70 años, quien permanece a la sombra mientras observa a sus alumnos dando los últimos toques a las carrozas de Tomás Pérez.

También enumera nombres como Mianco, Chan y Olaya, quienes, según él, junto con el profesor Murillo, son, desde hace varios años, los más prestigiosos hacedores de carrozas en la capital del Chocó. Cada cual trabaja sus temáticas para inspirarse año tras año, pero Murillo siempre se destaca por ser el crítico social de la gallada.

Precisamente, una de sus críticas tiene que ver con las prisiones en que se han ido convirtiendo las viviendas familiares en Quibdó. Casi todas están revestidas de rejas de hierro y aluminio por todas partes, como la natural consecuencia de la ola de desplazamientos forzados que han provocado guerrilleros, paramilitares y narcotraficantes. Desde los rincones más insospechados del departamento han llegado hasta la capital hordas de campesinos huyendo del fuego cruzado y de las matanzas a sangre fría. Gente pobre tratando de apaciguarse en una ciudad pobre, que ofrece pocas posibilidades de subsistencia digna, y en su reemplazo abre de par en par las puertas de la ilegalidad para los jóvenes desesperados que terminan empuñando armas de fuego y conduciendo motocicletas, que primero empezaron siendo el terror de las tiendas y grandes establecimientos comerciales.

Y fueron los tenderos -principalmente los antioqueños- los primeros en convertir sus aposentos en cárceles que marcaran distancias entre ellos y los posibles delincuentes. Después, las viviendas familiares siguieron el ejemplo hasta convertir las zonas populares en innegables santuarios del aluminio y del hierro galvanizado, adornado y pulido, pero deprimente.

Las migraciones desmesuradas y el azote de la inseguridad produjeron otro tipo de delincuencia supuestamente erigida para devolverle la tranquilidad al quibdoseño: los grupos de “limpieza social”, cuya acción se acrecienta en los días previos a las Fiestas de San Pacho, antes de que la ciudad se llene de turistas que no deben percibir la realidad despiadada que se esconde detrás de cada comparsa o golpe de música. Unos días antes de que empiecen los carnavales, tres o cuatro presuntos bandoleros caen abatidos por los proyectiles de los “justicieros”, y la advertencia queda más que clara: o se portan bien o se mueren.

La salida de las carrozas y las comparsas está prevista para las 2:00 de la tarde. El cielo sigue brillante, sin asomo de lluvia, y se espera que permanezca así, por lo menos hasta que los desfiles terminen de lucirse.

Los marchantes se reúnen de nuevo en la Avenida Primera, pero, en lugar de dirigirse hacia el malecón, buscan las calles del Centro, que también están atiborradas de policías restringiendo el tráfico vehicular para facilitar el desplazamiento de las comparsas.

El agua del cielo se contuvo hasta las 6:00 de la tarde. De ahí en adelante empezó a aparecer menuda, pero tenaz, inacabable, hasta bien entrada la noche, aun con la pirotecnia rajando la profundidad del espacio sideral y fusionando sus rugidos con el estallido de las orquestas y la música de las camionetas que seguirían festejando hasta el primer asomo de la madrugada.

 

***

Un San Francisco con la mano izquierda mutilada, vestido de verde y tratando de consolar a un perro blanco es tal vez la figura más lúgubre que podría encontrarse en el malecón, unos metros antes de que empiece la plaza de mercado.

Desde el pequeño santuario cerrado en donde el San Francisco soporta la tristeza de este día plomizo, unas cuantas mujeres silenciosas observan las lanchas llenándose de pasajeros cuyos destinos están en los pueblos ribereños de las partes altas del Atrato.

Llovió desde la noche hasta la madrugada, y por los techos de zinc de las colmenas todavía se desprenden gotas que a veces se dan de bruces sobre los sombreros de las comerciantes que exhiben canastos de frutas, plátanos, bananos, el borojó, el chontaduro, la papaya o las raíces que hervirán en la sustancia de los sancochos del mediodía.

A la orilla del río no solo aguardan los botes de madera con sus motores. También hay planchones que demoran algunas semanas o quedan encallados para siempre entre el barro que dejan las aguas desbordadas durante los días más recios del invierno.

En una escalinata de concreto que conduce hacia el interior del mercado, varias familias de indígenas emberá ofrecen canastos, mochilas y collares, pero todo ensombrecido por la pesadumbre y el silencio inexplicables que habitan en sus rostros.

Algún transistor transmite boleros con los que se anima un grupo compuesto por vendedores de artesanías alusivas al Chocó; ancianos que comercian ropas de segunda mano o prendas deportivas con simbologías de famosos equipos de béisbol o básketbol.

Debajo de las escalinatas empieza otra puerta en donde hierven las comidas que consumen los viajeros antes de abordar las lanchas de sus derroteros. Hay niños invitando a entrar a las fondas iluminadas por bombillos macilentos, cubiertos por el humo y la grasa que despiden las ollas y los calderos.

En un corredor lleno del barro negro que dejan las pisadas de la clientela, un grupo de mujeres jóvenes y fuertes descaman pescados de todos los colores y tamaños, pero no abandonan los cigarrillos encendidos, ni las tazas de tinto humeante mientras se entregan a la faena que hace vibrar sus músculos oscuros, brillantes y henchidos del sudor que brota de las selvas que tienen por cabello.

Afuera, la música surge de kioscos que hacen las veces de cantinas. Las motocicletas se van amontonando en las entradas principales de la plaza, como esperando alguna matrona con canasta o cualquier cliente que logre que la jornada comience con el pie derecho.

Una voz extraña, un acento que no es quibdoseño, anuncia medicinas naturales como si fueran el milagro para todos los padecimientos, menos para la lluvia que reitera su poderío con gotas gruesas que hacen correr a medio mundo. Menos al San Francisco mutilado que aún no termina de consolar a un perro.

 


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