Imaginarse a Rafael Ricardo viviendo en Bogotá es un poco difícil, después de haberlo visto residenciado en Cartagena con todas las parafernalias tropicales que ello implica.
Es un poco difícil, sobre todo cuando se conoce el talante dicharachero, procaz y chistoso que matiza la personalidad del acordeonista, en esencia cuando se le ha visto en medio de una parranda, no solo tocando su acordeón o cantando, sino riendo a carcajadas o contando anécdotas chispeantes de su propia vida de músico o de la de algunos de sus conocidos.
Pero es así. Lleva varios años viviendo en Bogotá. Tal vez los mismos de la desaparición de su estadero “La terraza de Rafael Ricardo”, que funcionaba todos los fines de semana en la Calle del Arsenal, del barrio Getsemaní, hasta donde llegaban cartageneros y turistas (sobre todo del interior de Colombia), que todavía tenían entre sus nostalgias el sentimiento almibarado de las canciones que hizo famosas con el cantante Otto Serge, durante toda la década de los ochenta.
La suya fue una aventura artística bastante afortunada, con todo y que el panorama de la llamada música vallenata estaba siendo dominado por cantantes, acordeonistas y compositores de los departamentos del Cesar y la Guajira, quienes muy poca estimación mostraban (al menos en público) por la música que se hacía en las sabanas de Bolívar, Sucre y Córdoba.
Era como un desdén que tomaba fuerza en los festivales que se organizaban —y que todavía se organizan— en la región del Magdalena Grande; y el que un nativo de San Juan Nepomuceno, y el otro de un municipio cercano llamado El Guamo, pretendieran tomar un pedazo del pastel que estaba saboreando el vallenato moderno, era considerado casi que una osadía.
Y más osada todavía era la decisión de incluirse en la onda de ese vallenato utilizando un acordeón piano, que solo se le había visto, en los años sesenta y en contadas ocasiones, al compositor valduparense Gustavo Gutiérrez Cabello. Y mucho más atrevido era afrontar paseos románticos con otra sonoridad y con la voz melosa de Otto Serge, pese a que lo que estaba cobrando sintonía en las emisoras y en los conciertos vallenatos eran los temas de ese corte.
Pero lo de Rafa y Otto era diferente. Tan distinto que tenía todas las posibilidades de que fuera rechazado por el público de ese entonces. Pero sucedió al revés: el éxito llegó tan rápido y tan abundante que apenas sí había tiempo para cumplir conciertos, recoger canciones y volver a los estudios de grabación para lanzar al mercado un siguiente long play, que también terminaría cobrando ventas millonarias.
Y no sólo eso: en la disquera Codiscos (la empresa en donde originaban sus producciones) Ricardo no únicamente se convirtió en una de las estrellas del ambiente discográfico, sino también en una especie de asesor artístico, de cuya mano salieron otros intérpretes, que también eran apoyados en sus grabaciones con los arreglos geniales que el sabanero creaba para los productos de quienes apenas se iniciaban.
Pero, pese a los años que ha permanecido en ciudades como Bogotá, Medellín y Cartagena, el acordeonista conserva aún las maneras y la dicción campechanas de los ancianos que en los pueblos del departamento de Bolívar cumplen el diario ritual de despedir la tarde recostados en un taburete de cuero y madera, que parece ser el inspirador de las anécdotas que les cuentan a sus compadres.
Por eso es difícil imaginarlo viviendo en Bogotá. Pero vive allá. Nicolás de Federmán se llama el barrio en donde se levanta el edificio blanco y triste donde está su apartamento. Unas semanas atrás habíamos conversado por teléfono para esta entrevista, pero solo hasta ahora se presentó la oportunidad de hacerla cara a cara, aunque el maestro decía no tener inconvenientes en hacerla por internet.
El frío de diciembre se siente en el recinto como si las paredes exhalaran un aliento álgido que todo lo dificulta. Incluso, noto al personaje un poco más lento, más reposado para hablar, tal vez por las mismas dificultades respiratorias que le conocí unos diez años atrás en Cartagena, cuando la fama de su glotonería era compartida entre los músicos, locutores y empresarios que coincidían con él en los sitios de sus giras y hasta miraban de cerca cómo arrasaba con las mesas de fritangas, los sancochos y los asados que se le ponían por delante.
Pero ahora, conversando en otro tono, me entero de que no solo tiene afición por la buena música y la buena mesa, sino que también es un fanático de la gramática, la ortografía y la buena escritura, renglones que dice haber aprendido en sus años de estudiante de bachillerato en el colegio católico que le encomendaron sus padres.
De hecho, estando en Cartagena aprovechó la aparición de un canal local de televisión para fundar un programa de música vallenata dividido en varias secciones, en donde la más atractiva era una en donde se analizaban letras de canciones. Y fueron muchos los compositores que terminaron mal parados ante los conocimientos del sanjuanero.
Entre recuerdos y chistes, su esposa, una santandereana de rostro hermoso y ademanes carreñanos, se luce con un plato típico de su región en el que reina, además del buen gusto y la sazón, el picante mexicano que simula un tizón de candela en cuanto hace contacto con la boca. Pero el acordeonista la saborea como si se tratara de un pudín de manzanas.
En varios ángulos del apartamento hay, a guisa de ornamentación, elementos típicos de la cultura sabanera, pero también algunas carátulas de los discos que grabó con Otto Serge, que nos hacen recordar los días en que canciones como Tú verás, Señora, El mochuelo, Luna, Lejanía, Tú, Esposa mía y Serenata, entre otros, le rajaban los corazones a jóvenes y adultos con puros sablazos de sentimiento.
“Un verso bien sutil y dirigido...”
“Mucha gente —asegura Rafa Ricardo—, sobre todo mis colegas músicos, cree que mis conocimientos musicales vienen de la academia. Y tal vez lo preguntan cuando escuchan mis discos y descubren uno que otro arreglo profundo, de esos que se salen de lo común. Pero no. Yo nunca estuve en ningún conservatorio. Jamás tuve un profesor de música; y lo que manejo ahora, y siempre he manejado en mi carrera, es producto de las inquietudes que tuve desde que era niño”.
El maestro se apresura a hacer esa explicación cuando lo entero de que, en alguna oportunidad, el compositor sanjacintero Adolfo Pacheco —su gran amigo— lo recordó en mi presencia, como un niño prodigio. “Y no era mentira —agrega sin falsas modestias—: yo fui excelente estudiante, tanto en la primaria como en el bachillerato. Pero cuando llegué a la universidad, terminé abandonando la carrera de Ingeniería Civil, porque la música me absorbió del todo.”
—Pero, de todos modos, debe de haber tenido sus modelos en la música a quienes admiraba…
—Sí los tuve. Por ejemplo: durante mi niñez me aprendí muchas rancheras de Miguel Aceves Mejía, José Alfredo Jiménez, Antonio Aguilar, Javier Solís, Cornelio Reina y muchos otros mexicanos que invadieron toda la región. Es más, me atrevo a decir que el vallenato tiene mucha influencia de esa música hasta en sus letras, porque el despecho siempre está presente en los paseos románticos, como lo estaba en los corridos mexicanos. Aparte de eso, creo que la música me viene por herencia, ya que siempre he considerado que el oído musical se hereda; y yo obtuve ese legado por parte de ambas familias, la materna y la paterna.
Mi papá, Gumercindo Ricardo, tenía hermanas que cantaban; y me dicen que su mamá tocaba el tiple. Cecilia Barrios, mi mamá, tiene una voz lindísima. Sus hermanos también cantan y saben hacer voces. De otra parte, y haciendo un retroceso, no recuerdo un instante de mi vida en que no estuviera haciendo música. Pero fue estudiando en el Instituto Rodríguez, de San Jacinto, cuando me di cuenta de que me fascinaba la música. En ese tiempo, viajar de San Juan a Cartagena era una verdadera odisea, porque la carretera era destapada y no existía el puente de Gambote, sino un ferry. El viaje se demoraba hasta tres horas. Así que cuando alguien de Cartagena nos iba a visitar, ya nosotros lo sabíamos con 30 días de anticipación. Y el regalo que yo pedía era una violina y un cancionero.
Cuando terminé el primero de bachillerato, lo que pedí como regalo fue un acordeón, que ni siquiera sabía tocar. Después, un primo mío, quien era guitarrista, se iba para los Estados Unidos y puso en venta la guitarra. Mi papá se la compró por cien pesos, a petición mía. Estando un poco más grande me compraron un acordeón profesional, bastante viejo y lo trajiné un rato, pero después lo abandoné.
Recuerdo que a San Juan iban a practicar Adolfo Pacheco, Nasser Sir y Santander Díaz, del trío Los Isleños. Cuando empezaban sus ensayos, el primero que estaba en la puerta observándolos era yo. Es que a mí todo lo que fuera música me subyugaba.
—Después de abandonar la universidad, ¿cómo inició su vida de músico profesional?
—En Cartagena, en un sitio que se llamaba El bodegón de La Candelaria. Allí tocaba con el grupo Los Armónicos, (Ángel Pupo, Libardo Narváez y Jorge Marrugo), un grupo de guitarra, melódica y violín, cuyos directores fundadores se habían ido para Estados Unidos y me dejaron casi que como líder. En una de esas veladas nos escuchó Guido Correa, uno de los administradores del estadero La Piragua, del barrio Bocagrande, que apenas estaba empezando. Cualquier día nos encontramos y me dijo que si le podía conseguir un grupo parecido a Los armónicos. Le dije que podíamos ser nosotros mismos. Solo tenía que asignarnos un taxi que nos llevara de La Candelaria a La Piragua y viceversa. Y así fue como inicié mi vida de músico profesional y hasta se me apareció la primera grabación.
—¿Quién se la ofreció?
—El folclorista Hernán Restrepo Duque nos hizo el contacto con la disquera Sonolux. Esa vez grabamos varios ritmos de la Costa Caribe, pero, más que todo, aires vallenatos. Todos cantábamos y tocábamos, pero no fue una experiencia muy gratificante, porque carecíamos de mucha pericia, y el resultado no fue el mejor.
—¿Cómo fue la unión con Otto Serge?
—Resulta que aquí en Cartagena vivía el compositor Fernando Meneses, quien siempre que hacía una canción, me la cantaba en mi casa. Yo le improvisaba arreglos con acordeón y guitarra y los grabábamos en casettes que él le llevaba a su amigo Israel Romero, quien en ese momento vivía en Barranquilla y ya era el líder de El binomio de oro. A su vez, Israel había conocido a Otto Serge en una parranda allá en Barranquilla y le gustó su estilo. Después, en una sesión de grabación de El binomio, Israel les comentó a los directores de Codiscos: “en Cartagena hay un tipo que toca acordeón piano y se llama Rafael Ricardo; y en Barranquilla, un muchacho que canta muy bien. Se llama Otto Serge. Únanlos.”
Unos días después fui a Barranquilla en busca de dos ejecutivos de Codiscos llamados Fernando López y Rafael Mejía, quienes, apenas supieron que yo era Rafael Ricardo, me dijeron, “le grabamos con Otto Serge en el acto”. Nos hicieron ir a Medellín y ni siquiera nos pidieron muestras. Creo que el nuestro ha sido el único grupo al que no se las han pedido. Creyeron ciegamente en la palabra de Israel Romero.
—Para ese entonces, ¿ya dominaba el acordeón piano?
—Sí, pero también el acordeón de cinco hileras con la que grabé después un long play con Lucho Vega. El acordeón de botones (o “vallenato”, que llaman) no lo domino mucho, aunque le saco algunas melodías.
—Sin embargo, en su primer L.P. con Otto Serge en la gráfica se ve un acordeón de botones, en vez del acordeón piano…
—Esa fue una idea mía. En ese tiempo yo consideraba que había varias clases de compradores de discos: el que conoce a los intérpretes y dice, “voy a comprar el disco de fulano”. Y lo compra sin pedir que primero se lo pongan para escucharlo. Está el que se mete en el estante de vallenatos y se pone a ver carátulas. Y el tercero es el que pasa por la vitrina y, si ve un disco de vallenato, es posible que se detenga. De acuerdo con eso, si veían un acordeón piano en la carátula del L.P. lo más probable era que no lo relacionaran con vallenato, porque muchos decían que los acordeones pianos servían solo para amenizar misas. Con esa carátula, yo sabía que, por lo menos, se iban a tomar el trabajo de escuchar el disco. El resto era asunto nuestro, porque después de pegado podíamos decir con cuál acordeón fue grabado y nunca más poner uno de botones en la carátula.
—A pesar de la abundante competencia, el L.P. pegó de cabo a rabo. ¿Cómo fue la selección de las canciones?
—De eso me encargué yo. En Cartagena tenía a Julio Rocha, tremendo compositor y amigo mío desde los tiempos de La Piragua. Allá en Valledupar algunos compositores sabían de mí, gracias a Israel Romero. En ese momento estaba de moda lo que llamaban El trío de oro, que lo integraban los compositores Hernando Marín, Máximo Movil y Sergio Moya Molina. Disco que se respetara, debía tener una composición de cada uno de ellos. Yo no tenía la oportunidad, porque no me conocía con Hernando Marín ni con Máximo Movil. Pero con Sergio Moya sí tuve acercamiento, porque él iba mucho a Cartagena; y cierta vez el productor Wady Bedrán lo llevó a mi casa.
En ese tiempo los compositores famosos no le daban canciones a todo el mundo. Ellos trabajaban para grupos ya reconocidos, porque era seguro que habría éxito. Por eso, Sergio Moya comenzó a evadirme. Después de tanto asediarlo, sacó un papelito de los bolsillos para mostrarme una canción que estaba haciendo. Era “Tú verás”, que me gustó mucho; y aunque no me hubiera gustado, de todos modos la hubiese grabado, porque se trataba de Sergio Moya. Él tenía pensado que se grabara a dos voces, pero cuando vi cómo la interpretó Otto Serge me dije que ponerle segunda voz era dañarla. En términos generales, no hubo mucho problema para escoger las canciones, porque seleccionamos dos temas legendarios: “Oye, corazón”, de Andrés Landero; y “Muchachas patillaleras”, de Tobías Enrique Pumarejo. Yo era muy amigo de Octavio Daza, quien me dio el merengue “Lo que soy por tu amor”. Y los temas restantes vinieron por recomendación de los otros compositores.
—Lo raro del L.P. es que la canción “Esperanza”, de Israel Romero, no la cantó Otto Serge sino Juan Piña. ¿Por qué?
—Lo que sucedió fue que, a pesar de que Israel Romero creía mucho en nosotros, los compositores siempre quieren ir a la fija; y Juan Piña ya estaba súper pegado, con orquesta y con vallenato, en todo el país. El propio Israel me dijo que quería que Piña le grabara su tema. No sé si fue ingenuidad mía o demasiada fe en lo que estaba haciendo, pero acepté el reto. Y era un reto, porque ¿qué tal que se hubiera pegado primero “Esperanza”? El long play hubiera llegado hasta ahí, porque Juan Piña era Juan Piña. Pero sucedió que primero se pegaron los demás y después el de Israel.
—¿En cuál lugar del país se notó primero el éxito?
—En varias partes, tanto en la Costa caribe como en el interior, pero con diferentes canciones. Por esos días, Alfredo Gutiérrez me grabó una canción llamada “Secreto de amor”, que salió en el primer puesto de un hit parade de 50 canciones que publicaba el periódico El Tiempo. Yo muy poco leía esos listados, pero como alguien me avisó lo de mi canción, se me dio por verificar.
La canción duró varias semanas en primer lugar, pero un día vi que también aparecía, en el puesto 21, “Mi sentimiento”, de Santander Durán Escalona, que estaba en nuestro L.P. Eso me sorprendió y me alegró. Pero me alegré más cuando empezó a subir hacia el primer puesto. Cuando lo hizo, duró cualquier cantidad de meses en ese lugar en el interior del país, pero en la Costa caribe se pegó “Tú verás”.
—También hubo muchos conceptos en contra. ¿Cómo los recibieron?
—Como cosa natural, porque los estábamos esperando. Pero aún hoy me parece que fueron más los elogios que los rechazos. A pesar de eso, en Barranquilla nos sucedió algo: estaba sonando en la banda A.M. Radio Universal, que era la líder y también manejaba un hit parade. Otto fue por allá a promocionar el disco. Se presentó con una montonera de primos y amigos, pero el programador le dijo que sintonizara la emisora a las 12 del día.
Cuando llegó la hora, Otto estaba almorzando. De pronto oyó un aviso de la misma emisora diciéndole que se comunicara urgentemente con el programador. En efecto, Otto lo llamó. El tipo le dijo que fuera por la emisora, pero solo. Cuando se vieron, le dijo que para poner el disco tenía que pagarle, a lo que Otto respondió: “entonces, no lo pondrás nunca, porque yo no tengo plata”.
Aparte de eso, a nosotros no nos pagaron gran cosa en Codiscos, unos quince mil pesos, y de ahí tuvimos que sacar diez para pagarle los coros a Juan Piña. Entonces nos tuvimos que resignar con que no se iba a escuchar el disco en Radio Universal. Pero resulta que la novia del programador comenzó a escuchar “Tú verás” en varias emisoras y le montó la cantaleta al novio para que lo programara en la Universal. Y así fue como terminó de pegarse, sin tener que poner un peso.
—Pero, Barranquilla le “pertenecía” a El binomio de oro…
—Eso es cierto. Y yo llegué a Barranquilla desconociendo el éxito que estaba cobrando “Tú verás”. Y me dijo Rafael Orozco: “ya nos vienes a joder con Tú verás”. Creí que era una de sus galanterías, porque él era muy buena gente.
Lo que siguió fue que nos invitaron al Coliseo Humberto Perea, al Festival de orquestas. Eso estaba repleto hasta las banderas. Al único grupo que pidieron que repitiera una canción fue al nuestro, con todo y que estábamos alternando con gente de peso como Juan Piña, El binomio, Silvio Brito, Los Betos, etc. Yo estaba nervioso, porque era la primera vez que me enfrentaba a tanta gente.
Cuando toqué las primeras notas de Tú verás, el público soltó un alarido estruendoso que no capté en el momento, sino al día siguiente, cuando Álvaro Ahumada (nuestro corista en ese momento), me puso un casette en donde había grabado la presentación. Se me erizó la piel. Creo que ese grito se oyó en todo Barranquilla. Es que el éxito nos llegó demasiado rápido.
—Algo que se les aplaude es que no dejaron de lado al folclor sabanero…
—Y la causa fue la amistad de casi hermanos que siempre hemos tenido Adolfo Pacheco y yo. Él era quien siempre me estaba incentivando para que no nos olvidáramos de la música sabanera, pero resulta que el más grande éxito que tuvimos en ese estilo fue “El mochuelo”. Por medio de Toño Guzmán, un primo de Otto, fue como me enteré que éste cantaba esa canción con berraquera. Ya ese tema lo había grabado Adolfo años atrás, pero medio se escuchó a nivel regional, porque en ese tiempo el vallenato no era tan nacional como lo es ahora. Una vez estábamos en una parranda en una finca en Medellín y me acordé de lo que me había dicho Toño. Entonces le dije a Otto que se cantara “El mochuelo”. Cuando se la oí cantar, le dije que teníamos que grabarla. En ese tiempo yo tenía el privilegio de seleccionar las carátulas de las producciones de Codiscos. Por eso puse a “El mochuelo” encabezando el disco. Rafael Mejía pensó que era un desacierto mío, pero cuando vio el exitazo que fue, me tomó mucha confianza y seguí organizando los trabajos de nuestro grupo.
—Digamos que “El mochuelo” le abrió las puertas al long play, pero el paseo “Señora” terminó siendo el tema bandera de ustedes…
—El mismo Rafael Manjarrez, el autor, dice que ese ha sido el éxito más grande de su carrera como compositor. Se aparta un poco del estilo que él había dado a conocer con sus primeras canciones, pero terminó siendo su himno, aunque el día en que nos la cantó me dio la impresión de que no creía mucho en ella. Antes de “Señora” nos tarareó varias con la guitarra, todas muy buenas. Pero cuando cantó esa, le dijimos, “es la que nos interesa”. Él empezó a cantar otras, como para hacernos cambiar de idea, pero le insistimos con “Señora”. Luego nos confesó que no la había terminado y le dimos todo el tiempo que necesitara para ello.
De otra parte, y sin apasionamientos, no creo que aquí en Bogotá haya otra canción que, después de 24 años, suene como si hubiese salido ayer. En las emisoras suena a diario. Pero tú vas a una taberna y encuentras que no solo la cantan los adultos de 40 años, sino también muchachos que ni habían nacido cuando se publicó.
—Hablemos de Rafa Ricardo como cantante…
—Eso empezó desde que grabamos nuestro primer long play. Cuando íbamos a las casetas, nos dábamos cuenta de que no podíamos sostener una presentación solo con canciones lentas, que era lo que abundaba en ese trabajo. Entonces tocábamos canciones rápidas, pero de repertorios ajenos. Entre esas estaba un porro llamado “Magangué”, que no sé si era inédito, pero yo se lo escuchaba en San Juan al saxofonista Nelson Díaz. Me lo aprendí tal cual como él lo cantaba y con los mismos arreglos. Cuando lo interpretábamos en nuestras presentaciones, la gente respondía bien.
Un día le dije a Otto que lo grabáramos, aunque estábamos conscientes de que en ese momento hubiese sido un sacrilegio meter un porro en un long play de vallenato, como se hace ahora. Pero lo grabamos. En esa época, Otto estudiaba y no podía asistir a las grabaciones en un ciento por ciento. Había que prepararle las pistas para que nada más pusiera la voz y enseguida se regresara para Barranquilla. El porro se grabó con mi acordeón y el clarinete de Carlos Piña, pero no dio tiempo de que Otto le pusiera la voz. Esperamos varios días, pero nada que se daba la oportunidad de que lo cantara, hasta que dije, “no joda, yo lo canto”. Y lo canté. La canción quedó suelta en los archivos de Codiscos. Un día me dijo Rafael Mejía, “Rafa, grábate otra canción y publicamos un sencillo”. Me acordé entonces del paseo Sin ti, de Nafer Durán, que me gustaba mucho desde que era un niño. La grabé sin preparar arreglos, tocando lo que iba saliendo en el instante, pero quedó tan bonita que al sencillo lo nombraron disco del año. Nafer Durán dice que es la versión que más dinero le ha dado hasta el momento.
—¿Cuántos discos llegó a grabar cantando y tocando?
—Tres. En vista del éxito de “Sin ti”, Codiscos me llamó para que firmara como cantante, porque hasta esa fecha estaba solo como acordeonista exclusivo. Pero te voy a ser sincero: nunca le di mucha importancia a esas grabaciones, porque lo mío era con Otto. El éxito era con él y nunca me he considerado cantante. Eso es tan cierto que yo le ponía esmero a las canciones que iba a grabar con Otto, pero tomaba para mí las que sobraban de todo el repertorio que habíamos recogido entre los compositores. Después se me presentó un problema de nódulos en la garganta —que todavía lo tengo— y decidí dejar de cantar.
—Volviendo al acordeón, muchos creímos que con el éxito suyo saldrían muchos ejecutantes de acordeón piano. ¿Qué cree que pasó?
—Creo que el problema —por un lado— es la dificultad para tocarlo. Segundo, esos acordeones no son muy comerciales, son muy caros. Por eso compro los míos en casas de empeño.
Abril de 2007