Capturar la risa de los niños en cualquier parte del mundo es común a la mirada humana. Pero encontrarla entre los niños de las zonas pobres de Cartagena es otra misión.
Pensar que existe la sonrisa a las orillas de una ciénaga gangrenada por los desperdicios de las ciudades. Creer que es posible la música que emiten los labios infantiles, a pesar de las pésimas condiciones de cientos y cientos de casas congestionadas de hacinamiento y escasez, es ponerle una gota de optimismo a la existencia.
Cualquiera diría —con algo de razón— que no hay motivos para reír cuando se está contemplando la desgracia de una cancha deportiva inundada hasta los tuétanos por los aguaceros, los verdines que la entristecen y la hierba que crece como símbolo del abandono y de las malas voluntades de los adultos.
Pero los niños sí lo hacen. Ellos sí saben descubrir en la risa el magisterio que enseña, a su vez, a encontrar en los signos de la adversidad otras formas de ser feliz. De ese modo, sus únicas preocupaciones están compendiadas en jornadas de caza y correndillas durante las cuales esa lagartija rosada se escapó entre las tejas de la casa; ese caracol, que rodó del barro hacia las manos morenas de la vecinita, tiene otra esperanza de vivir; o ese barrilete, con sus perendengues sonoros, también sabe sacarle música a las alforjas del cielo.
Los niños llenan de risas hasta las más duras obligaciones. Es por eso que arrear el agua desde la pileta hasta el estanque del patio puede volverse un juego únicamente contaminado por los regaños de los mayores, tumbas andantes que van cargando el cadáver del niño que fueron en tiempos impensables.
Las risas están en todas partes. Y si son de niños, con mucha más razón. Pero encontrarla entre los chicos pobres de una de las ciudades más pobres de Colombia, resulta una tarea que exige respuestas. Y esas réplicas no están únicamente en los dientes incompletos de los niños pobres, negros y marginados que se ríen de cualquier cosa.
También están en sus cabellos encendidos por el sol que se refleja en la mansedumbre de los charcos; o en sus ojos, tan rutilantes como monedas de incalculables valores. En fin, ese tipo de risa sólo se ve en la región más invisible de Cartagena: la paupérrima.