Sol de lluvia


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...La imagen en carne y huesos de una niña que eleva una bolsa plástica de color negro, amarrada a una cinta de casette, a guisa de cometa, es una de las primeras estampas que el sol de lluvia enciende sobre la punta de un cerro donde reposan impenetrables barrios que casi tocan el cielo. Y el cielo a veces se aleja y se acerca. Su mensajero principal es esa bola incandescente que viaja de oriente a occidente sobre múltiples caminos de luz, coloreando las chispas de agua de un invierno escaso, de un tiempo de brisas mezquinas, a las cuales la niña de la bolsa negra quiere conquistar tan inocentemente como le sea posible. A lado y lado de la calle asfaltada, que sirve para ascender hacia los impenetrables barrios de las lomas, varios señores toman cervezas a sorbos lentos, mientras conversan a gritos nimiedades que quieren superar la estridencia de los equipos de sonido. Las señoras, por su parte, acompañadas a veces de jóvenes y niños, concursan en el tumulto cotidiano que cada semana persigue a los carrotanques depositarios del agua que no existe en las cocinas de las casas ni en los baños ni en los jardines, donde un mundo de antiguas laticas de galletas sirven de recipientes a plantas de crisantemos, artemisas, helechos, nomeolvides, matandrea... la naturaleza fragmentada en las alturas de un promontorio de tierra poblado de casitas que se agarran con las uñas a los escarpados terrenos amarillos de donde brotan antiguas matas de zarza y matarratones azotados por la tierra que arrastra la brisa.
Sol de lluvia.
Calor lluvioso. La pericia de un discjockey hace que los sudorosos bailadores de una caseta improvisada sigan sudando a chorros en la efervescencia de una artillería discográfica cantada en un lenguaje que nadie entiende, pero que sabe transmitirse velozmente mediante los dialectos de la sangre ancestral. Afuera, las mesas de fritangas, alumbradas con mechones embotellados, muy a su pesar, adornan la calle pésimamente alumbrada por varios postes moribundos y uno que otro bombillo en las terrazas donde padres y hermanos mayores observan la trayectoria de las hijas que se alejan en dirección al baile. Es de noche. El sol de lluvia se fue perdiendo desde las cinco de la tarde, pero dejó las finas agujas de un aguacerito burlón que le saca sonido a la tierra ya casi blanda. En los charcos, una banda de ranas ejecuta una sinfonía interminable en competencia con los decibeles del enorme equipo de sonido que hace mover a las niñas morenas, a los jóvenes ataviados con ropas anchas y gorras cómplices que esconden parte de sus rostros, como si dejar la identidad al aire libre fuera uno de esos pecados mortales que se pagan a punta de cuchillo. Sol de lluvia. Carro de fuego que viaja de oriente a occidente acribillando las espaldas del hombre que carga bultos en sus hombros, del que empuja carretillas preñadas con sacos de arroz, del que se rebusca con miniaturas que se colgarían en las paredes de las cocinas ajenas, del niño que conoce los recovecos del mercado para saber ocultarse, hacerse invisible, mientras su corazón palpita de susto contra la cartera que acaba de arrebatarle a una dama desprevenida. El sol de lluvia castiga las espaldas de los alcatraces que aterrizan en los playones putrefactos que la basura va creando sobre las orillas de la ciénaga donde multitud de mujeres descaman pescado y acuerdan precios que ahuyentan la desleal competencia, todas unidas en un solo esfuerzo contra la soledad del diente inútil que sale de la boca. Así dicen las pobres indias de Los Andes cuando hablan de solidaridad. Así piensan las mariamulatas que colonizan los grandes árboles de los parques y las avenidas. Y así viven las negras gordas y sonrientes del mercado, mientras dominan los pescados aún vibrantes que cazadores marinos provenientes del otro lado de la ensenada, le han robado al mar con sus trasmallos y cordeles acostumbrados a herir los músculos de Poseidón. El sol de lluvia puede ser piadoso. En ocasiones suele serlo. Este domingo llevan a un niño a la tumba. Un niño que fue feliz en los tumultos que convocan las casetas. Un niño más entre los que no tienen chance para seguir viviendo hasta la vejez más lejana. El entierro pasa. Las gotas candentes del sol de lluvia inventan archipiélagos sobre el concreto. Otros niños detienen el armazón de sus barriletes cuando el sepelio acapara el panorama. Mujeres vestidas de negro y blanco los miran. Nadie saluda. Todos sienten. La negrita de la bolsa plástica amarrada a la cinta de casette a guisa de cometa, deja caer su pobre invento sobre la calle, como si fuera un pájaro triste. O acaso otro muerto sin historia y sin importancia...
Octubre de 2001


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