Los habitantes del corregimiento de La Boquilla se hallan entre dos disyuntivas: vender sus propiedades a los grandes inversionistas o dejar que sus dirigentes comunales los defiendan.

Un fantasma recorre La Boquilla


La señora Elida García Martínez empezó a temer por el destino de su vivienda después de haber visitado las oficinas de la empresa Electrocosta, con la idea de que le explicaran el porqué de una facturación que ella está segura de no deber.
Doña Elida, de 85 años de edad y residente en el Barrio Arriba, La Boquilla, hace parte de los 17 mil habitantes de ese corregimiento que actualmente se debaten entre la disyuntiva de vender sus casas a los grandes inversionistas nacionales y extranjeros o confiar en los dirigentes comunales, quienes dicen estar dispuestos a defenderlos hasta las últimas consecuencias.
A pesar de su edad y de su escasa escolaridad, ella ha comprendido, al igual que la mayoría de sus vecinos, que La Boquilla está contemplada como zona de uso público, para la que, desde hace unos años, se cocinan fantásticos megaproyectos turísticos en los que no tienen cabida ninguno de los habitantes del corregimiento, a no ser que por algún malabarismo de la suerte los inviten a participar, pero como jardineros, cocineras, choferes o vigilantes, “nunca como accionistas o gerentes”, tal como lo analizan los miembros de las diferentes organizaciones de afrodescendientes que operan en Cartagena.
“A mí no es que me preocupen mucho los servicios públicos —asegura doña Elida—; y la prueba es que el único que tengo es el de la luz, pero para vender hielo, oír las noticias y ver la novelas de la noche. Pero si me siguen llegando esos recibos tan caros, voy a pedir que me la quiten”.
En efecto, lo primero que uno se encuentra, antes de entrar a la vivienda de doña Elida, es un aviso pintado con letras azules en donde reza, “se vende cubeta”.  A juzgar por los manchones de pintura vieja, parece que en algún tiempo la casa fue rosada; y en otro momento, blanca. La ventana de la recamara principal, con marco de madera descolorido y cruzado por varillas de hierro oxidado, está sellada con tablas corroídas por la intemperie que les viene imprimiendo el color oscuro de las cosas abandonadas.
Oscuro también es el interior del aposento. En un rincón, tapando una parte de la ventana que mira hacia la terraza, está una nevera de ocho pies color crema, que a veces cojea sobre el desnivel del piso de tierra, encima del cual, y al otro extremo de la sala, hay una mesa larga que soporta a un televisor pequeño, cuyo cable está remendado en varias partes con pedazos de cinta aislante de color verde.
Desde la pequeña terraza obstruida por promontorios de una tierra amarilla, reseca y dura se percibe un olor a humo que invade la sala y las dos recamaras; y crea un espacio azuloso entre la puerta del patio y la pequeña cocina, en donde arde un pequeño fogón de leña, en el que doña Elida cocina para Carlos Acosta García, su hijo menor, quien vive solitario en una accesoria contigua; y  también para “Doscientos”, un perro amarillo y viejo que a veces la acompaña por el día y pasa la noche en casa de una vecina.
Cuatro sillas construidas con desechos extraídos de otros objetos de madera terminan de completar el desmedrado patrimonio de doña Elida, quien sigue relatando que en el mes de febrero una de sus cuatro hijas se enfermó de cáncer en el recto. Los médicos le efectuaron una operación que, supuestamente, eliminaría las células deterioradas y le prolongaría la vida, pero en cuanto se aplicó dos de las treinta inyecciones que le recetaron para continuar el tratamiento, su salud empeoró hasta llevarla a la tumba.
“En ese momento —recuerda doña Elida—, yo no tenía cabeza para otra cosa que no fuera atender la enfermedad de mi hija. Pero cuando murió, volví a ponerme al frente de mi casa y de pronto me mandaron un recibo de luz en donde me decían que debía un millón 232 mil 910 pesos, por los tres meses que no cancelé cuando estaba aturdida con el cáncer de mi muchacha. Al día siguiente me fui para Electrocosta, en la calle Don Sancho, para que me explicaran qué estaba pasando, pero lo que me dijo la mujer que me atendió fue que yo ya tenía mi casa perdida, por cuenta de esa deuda. Le pedí que hiciéramos un convenio de pago, pero no me paró bolas. Discutimos un buen rato; y al final le dije: ‘mire, lo que sí le digo es que la única forma de que me quiten mi casa, es mochándome la cabeza con una rula”.
Al decir esto último, la voz de doña Elida sube de tono, su rostro moreno se desfigura y, con la boca, hace una mueca que deja ver sus dos únicos colmillos amarillentos y gruesos. Su ropa, manchada por el tizne de la leña; sus pies descalzos y su cabello recio y completamente encanecido, dan noticias de la apatía que caracteriza a los ancianos boquilleros como ella.
“A estas alturas —dice en voz baja— a uno le aburre estar ajetreando con estas cosas. Y más cuando después de haber trabajado tanto para levantar a ocho hijos, vivo sola y sin un trabajo fijo que me ayude a resolver mis problemas. Pero de todas formas no dejo de trabajar, porque me atrevo a hacer de todo, menos revolcarme con un hombre”.
Marcial Acosta López fue el primer y único hombre con el que doña Elida asegura haberse “revolcado” para parir a las cuatro mujeres y cuatro barones, de los que “nada más me quedan seis, porque se me murió una hembra; y uno de los varones se fue para Venezuela hace como diez años y más nunca he sabido de su vida. Para mí es como si estuviera tan muerto como el papá, que después de tanto jodernos para levantar a los pelaos se volvió mujeriego y tomador. Por eso lo dejé. Murió hace doce años, pero nosotros ya teníamos 33 de separados”.
Al igual que muchos ancianos en La Boquilla, doña Elida carece de una pensión, no pertenece a ninguna organización que vele por la tercera edad ni recibe ayuda económica de los hijos. Reciclando desechos y juntando fierros para vender en el único depósito que tiene el corregimiento, consigue dinero para la comida y para pagar la energía eléctrica, que nunca había dejado de pagar hasta que se presentó el percance con su difunta hija.
Afirma que lo único que le importaba era la electricidad, “pero ahora, con esa deuda, lo que quiero es que la quiten, porque la semana pasada se le salió el gas a la nevera; el pedazo de grabadora que tengo por ahí, a veces no funciona. Y el televisor, también quiere sacar la mano”.
La de doña Elida es una de las tantas casas de La Boquilla que se están hundiendo por culpa del enorme agujero que dejaron los arrieros de arena,  cuando en lo que hoy es el barrio Bocagrande empezaron a construirse los edificios y las casonas de las familias adineradas de Cartagena.
“Los constructores —cuenta Milton Jiménez, un dirigente comunal— contrataban cuadrillas de boquilleros para que sacaran arena del sector La Boca, una especie de canal en donde se encuentran el mar y la Ciénaga de la Virgen. Sacaron tanta arena que allí quedó como un hueco que ha ido absorbiendo la tierra del resto del pueblo; y por eso, muchas casas se están hundiendo”.
No obstante, eso tampoco parece importarle a doña Elida. Más bien, el puñado de facturas de Electrocosta que sostiene en la mano derecha son los que constituyen el epicentro de sus cavilaciones actuales. Y no es para menos: el día en que le anunciaron que podría perder su vivienda, recordó los nueve pesos que debió ahorrar a pulso para comprarle el terreno a Julio Lambis, un finquero del barrio Crespo, quien tenía propiedades en la entrada de La Boquilla.
“También me acordé —afirma— que después de comprado el terreno, me levantaba todos los días a las tres de madrugada a recoger caracuchas en la playa. Cuando ya tenía un saco lleno, las llevaba al barrio El Cabrero para vendérselas a unos artesanos que trabajaban en El Centro. De El Cabrero, me iba para el mercado de Getsemaní a comprar hojas de tabaco y con ellas hacía unos cigarros que repartía en las tiendas de La Boquilla. Así fue como levanté la casa y terminé de criar a mis hijos, para que ahora vengan los de Electrocosta a botarme de aquí como a cualquier perro”.

Los servicios, otra estrategia

Cuando doña Elida regresó de las oficinas de Electrocosta, se dirigió a la residencia de Simón Casanova Caballero, el presidente del “Consejo de Comunidades Negras de La Boquilla” y del “Concejo Local de Planeación”, quien también fue inspector del corregimiento y presidente de la Junta de Acción Comunal.  
Casanova Caballero, abogado y pastor de la “Iglesia Cristiana de La Boquilla”, goza de un notable aprecio entre los boquilleros, por las diferentes campañas que ha emprendido durante más de 20 años, principalmente en pos de que sus coterráneos  no se dejen vencer por lo que él llama la “presión urbanística” que se cierne sobre la zona norte de Cartagena.
Diariamente recibe visitas de moradores de los diferentes sectores del corregimiento, quienes, como doña Elida, confían ciegamente en que él resuelva, con sus conocimientos y sus palabras altisonantes, lo que para muchos es fácil que se escurra como el agua entre los dedos. “No se preocupe, nadie le va a quitar su casa”, le aseguró  a doña Elida sentado en uno de los sillones del bien organizado apartamento que posee en el segundo piso de su templo.
Al lado de la iglesia de Casanova también funciona una enorme casa de su propiedad en donde se guardan los desayunos  que el “Instituto Colombiano de Bienestar Familiar” (ICBF) destina a los niños pobres de La Boquilla. Pero, así se trate de un templo cristiano, la prosperidad de Casanova Caballero se presiente ruidosa entre tantas viviendas feas, calles destapadas, niños barrigones, desempleados matando el tiempo a punta de partidas de dominó, mujeres averiguando chismes en las esquinas y montones de basura entre el monte y los solares baldíos que nadie aprovecha para algo productivo.
Sin embargo, Simón  Casanova se ha ganado el respeto de la dirigencia comunal de Cartagena; y, hasta el momento, nadie ha comentado irregularidades en su contra. Él coincide con los líderes afrodescendientes de la capital de Bolívar en  que el cobro exagerado de los servicios públicos en La Boquilla es otra de las estrategias del Estado para presionar a los moradores a que vendan sus predios a los inversionistas y constructores.
“La Boquilla está declarada estrato uno —dice Casanova—, pero eso parece no importarles a las empresas de servicios públicos, pues es absurdo que a esta comunidad lleguen facturas de agua y de energía eléctrica en 50 y hasta 120 mil pesos”. 
Dice Simón Casanova que “a partir de la conformación de La Boquilla como un corregimiento de Cartagena, debieron pasar como treinta años para que instalaran la energía eléctrica; después, otros treinta para que pusieran el agua potable; y otros 25 para que instalaran el alcantarillado. Pero nada de eso fue puesto para favorecer a la comunidad.  Al contrario: más bien respondió a la urgencia que tienen los grandes inversionistas por apoderarse de la zona norte de Cartagena. Es decir, los servicios públicos no son para que nos quedemos, sino para que nos vayamos”.
Para el pastor Casanova, un acompañamiento importante que han tenido los cobros exagerados de los servicios públicos son las legislaciones que ha creado el Estado para favorecer a los inversionistas.
“En el caso de La Boquilla —explica el pastor—, los inversionistas actúan sin temores, porque el Plan de Ordenamiento Territorial para Cartagena no incluye a las comunidades negras, tal como lo contempla la Ley 70 de asentamientos afrodescendientes. Según esa Ley, todo el que vaya a desarrollar proyectos dentro de una comunidad de ese tipo, debe consultar con sus miembros e incluirlos en  el proyecto, en caso de que éste sea aprobado por todos. Pero el POT ignoró todo eso. Por eso, instituciones como la ‘Corporación Autónoma del Canal del Diqu’e (Cardique) otorgan licencias a diestra y siniestra sin consultar con nosotros”.
Como abogado, y en compañía de diferentes expertos en el tema, Casanova dice haber encabezado, desde el año 2000, varias comisiones de trabajadores comunitarios de La Boquilla para entablar acciones populares,  de tutela y de cumplimiento, con el fin de obligar al Estado a que defienda al corregimiento.
Mientras tanto, la cantidad de hombres y mujeres que se ven por las calles de La Boquilla a cualquier hora, constituyen el signo de los altos índices de desempleo que sufre la comunidad, pues la mayoría vive de un turismo precario que sólo se da los fines de semana con grandes dificultades, empezando porque la zona playera en donde se levantan las casetas que fungen de restaurantes y estaderos, fue declarada por el Gobierno Distrital como zona de alto riesgo, lo mismo que cuatro de las siete calles del pueblo y los sectores Mar Linda, Boquillita y Villa Gloria, que, según los expertos, se encuentran en franjas de bajamar.
“Sin embargo, en esas zonas empezarán a construir dentro de poco —asegura Simón Casanova—. Ya estamos enterados de que no sólo piensan levantar grandes complejos habitacionales sino también centros comerciales, hoteles y zonas recreativas para los turistas. Pero mientras eso sucede, no podemos trabajar con tranquilidad en las casetas, porque la Policía constantemente amenaza con que las va a tumbar. Eso comprueba, una vez más, que el Estado crea las legislaciones únicamente para jodernos y favorecer a los foráneos”.
Según los dirigentes comunales, el renglón de la pesca está desapareciendo, debido al paso de los barcos pesqueros y a que la Ciénaga de la Virgen fue prácticamente asesinada por el anillo vial y la bocana estabilizadora que el gobierno Holandés construyó hace ocho años a la entrada del corregimiento, con el supuesto objetivo de descontaminar a ese cuerpo de agua. 
Por tal razón,  los boquilleros han optado por otros dos renglones: organizarse para construir criaderos de peces para vender en los lujosos restaurantes de la zona turística; o ceder a la presión de negociar sus propiedades, hecho éste que ya se viene concretando desde el año 2000, con más de cien solares vendidos a los inversionistas, según datos de Simón Casanova.
Otra de las estrategias que la dirigencia comunal, con Casanova a la cabeza, busca para defender sus intereses es lograr la titulación colectiva de los predios que ocupan los 17 mil habitantes de La Boquilla, pues ninguno posee escrituras que acrediten su propiedad sobre los terrenos, tal como lo hace saber doña Elida, quien reconoce que nunca se preocupó por ese documento, desde que le otorgaron una minuta en el Instituto Geográfico Agustín Codazzi.
Desde otro ángulo, la presidenta de la “Red para el Avance de las Comunidades Afrodescendientes”, Sindis Meza Pineda, califica de falta de sentido de pertenencia el que los boquilleros cedan tan fácilmente a la venta de sus propiedades, razón por la que, dice la dirigente que “urge implementar un programa de ayuda psicosocial, mediante el que los nativos asuman su condición de comunidad afro y su identidad, para que se mantengan unidos y puedan defender sus derechos, entre esos el respeto a su permanencia de más de un siglo”.

Un problema con historia

El 28 de marzo del presente año, la alcaldesa de Cartagena, Judith Pinedo Flórez, quien también es presidente de la “Asociación Nacional de Alcaldes de Municipios Afrodescendientes” (Amunafro), tocó el tópico de los  inversionistas y el desplazamiento de los cartageneros hacia los extramuros de esta capital.
Al respecto, enfatizó en que dicha “problemática avanzó porque en ninguna de las pasadas administraciones se le hizo frente. Y en estos momentos tenemos en marcha una política de hacer presencia en todos los planes y proyectos turísticos pensados para Cartagena, pero con el firme propósito de que las comunidades sean incluidas dignamente. Es lo mismo que está pasando con la zona de Bazurto. Para muchos, el mercado debe salir de ahí. Pero para nosotros, debe mejorarse para que favorezca a los barrios aledaños, lo mismo que los centros comerciales y demás avances urbanísticos que se piensan implementar”.
Es posible que muchos boquilleros, como doña Elida, ignoren que el problema del desplazamiento de los pobres en Cartagena esté ligado a las políticas de desarrollo, y que esas mismas políticas vienen siendo practicadas desde hace 88 años, según lo expresa el historiador de la Universidad de Cartagena, Lascario Jiménez Lambis, quien, a la vez, es nativo de La Boquilla.
De acuerdo con Jiménez, en el siglo XIX los terrenos en donde hoy se levantan barrios exclusivos como Bocagrande, El Laguito y Castillogrande eran zonas ocupadas por pescadores afrodescendientes, quienes vivían de la pesca y de una incipiente agricultura que les permitía subsistir en medio de las pocas exigencias cotidianas del momento.
Entrado el siglo XX, más exactamente en 1920, llegó a Cartagena la empresa petrolera “Andian National Corporation”, cuyos operarios rellenaron y acondicionaron gran parte de los terrenos de Bocagrande para construir las imponentes viviendas en donde se aposentaron mientras laboraron en esta ciudad. En ese momento, las familias adineradas tenían sus residencias en los barrios Manga y Pie de la Popa.
A finales de 1940, los trabajadores de la Andian abandonaron la ciudad, sin desarmar sus casas, las que fueron ocupadas por varias de las familias pudientes de Manga y Pie de la Popa, con lo que comenzó la verdadera urbanización de Bocagrande, El Laguito y Castillogrande, pero también el primero de los desplazamientos de las comunidades pobres, con la excusa del desarrollo.
Dice Lascario Jiménez que una parte de la comunidad de pescadores partió hacia la isla de Tierrabomba,  mientras que la otra se asentó en la parte exterior de las murallas que bordean lo que ahora es la avenida Santander. Esos nuevos asentamientos pesqueros fueron bautizados como El Boquetillo, Pekín y Pueblo Nuevo, que fueron arrasados a principios de los años 50, cuando se construyó el Hotel Caribe, pues la Administración Municipal del momento pensó en la construcción de un malecón que comunicara al naciente hotel con aeropuerto del barrio Crespo.
Ese malecón no fue otro que la avenida Santander, que empezó a construirse, mientras que las comunidades nuevamente desplazadas se dividieron en tres partes: un grupo se asentó en el para entonces muy tradicional barrio de pescadores El Cabrero; otro grupo se asentó en lo que hoy es el corregimiento de La Boquilla; y un tercer grupo terminó de poblar lo que  años atrás había empezado como el barrio Chambacú.
Un tercer desplazamiento se presentó a finales de los años cincuenta, cuando todos los pescadores del barrio El Cabrero vendieron sus propiedades, acosados por los elevados costos de los servicios públicos y el impuesto predial, por lo que comenzaron a ocupar predios en los terrenos de La Boquilla, mientras que ya se fraguaba la erradicación del sector Chambacú, la que se hizo efectiva a mediados de los años 70, cuando a la vez se anunció la construcción, en esos terrenos, de grandes y modernos complejos deportivos que aún hoy en el siglo XXI no se materializan.
Una parte de los antiguos habitantes de Chambacú ocupó las viviendas que el Instituto de Crédito Territorial (ICT) construyó para ellos en lo que hoy son los barrios República de Venezuela y Chiquinquirá, en la zona sur oriental de Cartagena. Otra parte se mudó para sectores que hacen parte del barrio Canapote, en donde los terrenos pantanosos produjeron enfermedades respiratorias y cutáneas, sobre todo a la población infantil.
Para algunos dirigentes comunales de La Boquilla, los planes de conquista de la zona norte de Cartagena  comenzaron a diseñarse desde que se efectuó la erradicación de Chambacú, pero también se habló de otra conquista encaminada hacia corregimientos de la bahía como Tierrabomba, Bocachica y Barú, en los que, actualmente muchas familias han vendido sus predios a inversionistas nacionales y extranjeros que vienen cocinando enormes megaproyectos turísticos para el futuro.
“Si esas firmas inversionistas se hubiesen basado en la Ley 70 de comunidades afrodescendientes, estarían obligadas a aportar un componente social a todos los corregimientos de Cartagena en donde piensan desarrollar sus proyectos —dice Simón Casanova—, pero como se basaron únicamente el POT, ahora nos toca luchar a brazo partido para que respeten nuestros derechos”.

Responder a un modelo 

Tanto los líderes de las diferentes organizaciones afrodescendientes que existen en Cartagena, como el historiador Lascario Jiménez están de acuerdo en que las políticas de desarrollo que se piensan para Cartagena tienen como antesala el desplazamiento de las comunidades pobres, “porque para la clase dirigente de la ciudad, ellas no responden al modelo anglo-europeo que se quiere que el turista perciba”, dice Jiménez Lambis.
Para Jiménez Lambis, esa visión racista y excluyente explica el éxodo de familias tradicionales de zonas del Centro Histórico como San Diego, Santo Domingo y Getsemaní, en donde los servicios públicos alcanzan cuotas exorbitantes, lo mismo que el impuesto predial, dos cosas que hacen insostenible la supervivencia de la clase media en esas zonas.
Dice Jesús Puerta, trabajador cívico de Getsemaní, que el suyo es hasta el momento el único de los barrios del Centro Histórico que han cedido menos a las presiones urbanísticas, pero que, sin embargo, algunas casas ya han sido vendidas a foráneos de fuertes capitales, quienes sólo las ocupan en temporadas vacacionales o cuando se organizan eventos de mucha importancia internacional.
Por lo anterior, las calles del Centro Histórico suelen verse pobladas los días hábiles, tomando en cuenta que en esa zona todavía funcionan entidades públicas y otros espacios laborales que aglutinan gente durante el día, pero llegada la noche y el fin de semana, las calles aparecen solitarias y penumbrosas como en el más cruel retrato de una ciudad fantasma, abandonada y triste, pese a los millones de dólares que  pesan sobre ella.
A doña Elida García Martínez, una negra pobre y consciente de que le quedan escasos años de existencia, le importa poco lo que pase con el resto del mundo, mientras no se metan con ella o con la vivienda que levantó no sólo con su dinero sino también con los músculos de sus brazos y su espalda. Por eso, su más grande preocupación actual es que le retiren el servicio de la energía eléctrica y la dejen vivir tranquilamente.
Su apatía, su ancianidad y su baja escolaridad no la dejan estar pendiente de los avisos a página completa que se publican en la prensa local, anunciando la conquista de los territorios que ella, junto con sus compañeros pescadores, le robaron al mangle y a la ciénaga para que naciera lo que  todavía lucha por seguir siendo el pueblo de los boquilleros.
 


TAMBIEN TE PUEDE GUSTAR