Un perrero tras la puerta


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Fue a mediados de 1970 cuando me enteré de que tenía un abuelo materno llamado Maximiliano Pacheco Palacios.
Y me enteré de una manera no muy grata que digamos. Eran como las 7 de la noche. Me había pasado el día en la casa de mi abuelo paterno, pero cuando llegamos a la Calle Lomba, del barrio Getsemaní, encontramos a mi mamá llorando sentada en una cama. Al lado estaba una de sus primas.
Alguien había escuchado en la emisora Radio Libertad el siguiente anuncio: “Se les avisa a los familiares del señor Maximiliano Pacheco que este falleció en la población de Caracolicito, Cesar”. Mi papá hizo algunas preguntas y luego se quedó callado viendo cómo lloraban las dos parientes cercanas del abuelo ignoto.
Lo siguiente que recuerdo es que me despertaron más temprano que de costumbre. Lo sabía, porque el cielo aún estaba oscuro y hacía mucho frío. Creo que por eso me pusieron una franela y, encima de ella, una camisa de tela gruesa. No recuerdo más.
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Supongo que todo el viaje me la pasé durmiendo, porque lo que viene a mi memoria fue cuando quedamos a la orilla de una carretera destapada, cubierta por un polvo fino y amarillo que se alborotaba al paso continuo de buses y camiones que parecían internarse en unas montañas azules que yo alcanzaba a divisar a lo lejos.
Luego, llegamos a una finca rodeada de árboles descomunales, desde los cuales caían unas espinas semejantes a los cuernos de un buey. “Ese es el caracolí”, dijo mi mamá como si hubiese leído mis pensamientos, al tiempo que conversaba con dos mujeres y un joven flaco, alto, ensombrerado y con el rostro igualito al de los indios que peleaban contra John Wayne en las películas del Teatro Padilla.
Unos minutos después, el joven (quien se ofreció de guía para encontrar al abuelo Maximiliano) se colgó un machete en la cintura, casi al mismo tiempo en que mi mamá expresó, como si de nuevo me hubiera leído la cocorra: “ese machete es por si nos sale algún animal”. Pero la advertencia no me asustó, por dos cosas: estaba distraído con una bandada enloquecida de loros que cruzaba de un lado a otro; y porque siempre tenía la certeza de que si estaba con ella ninguna cosa mala tenía por qué ocurrirme.
Ahora que lo pienso bien, el abuelo Maximiliano no estaba en el propio Caracolicito, corregimiento del municipio de El Copey (Cesar), sino en una parcela rodeada de montes y cercana a ambos territorios. En medio de la parcela había un rancho con techo de palma y paredes de madera, de donde salió el abuelo seguido de un tumulto de mujeres, niños y perros que por primera vez veía en mi vida.
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El abuelo Maximiliano era alto, blanco y dueño de una voz de trueno que hubiese sido suficiente para alinear a cualquier insurrecto, pero me cuentan que en sus años de fortaleza no se conformaba con rugir. También combinaba el regaño con un perrero que siempre estaba colgado al respaldo de la puerta.
Al día siguiente regresamos a Cartagena, después de comprobar con suficiencia que el abuelo Maximiliano estaba más vivo que que el que dio la noticia en Radio Libertad, incidente con el cual pasó bromeando toda la mañana en medio del humo blancuzco que producía la hornilla de su rancho.
Había mujeres caminando de un lado a otro, y una cantidad impresionante de perros que se apostaban al rededor de la cocina, pero la única voz que se oía era la del abuelo vestido de pantalón kaqui y camisa manga larga.
Supongo que nuevamente hice el viaje durmiendo, porque cuando desperté estábamos en el Edificio David, del sector La Matuna, tomando un taxi hacia la Calle Lomba. Aún atrapado por la pesadez de la somnolencia, recordé cuando mi mamá le prometió al abuelo que regresaríamos... y nos demoraríamos un tiempo más largo.
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Ese anuncio se cumplió dos años después, en un mes de junio. Esta vez los recuerdos son más claros. Al viaje se unieron mis dos hermanos. Mi papá nos acompañó al barrio El Espinal, donde quedaban las oficinas del Expreso Brasilia. Eran como las 6 de la mañana, pero desde la carretera Troncal de Occidente se veían claritos los techos de las casas de El Socorro, puesto que en el barrio Santa Mónica no existía ninguna Plazuela, ningún centro comercial, ni ningunas torres fregándole la paciencia al paisaje, ni al bosque hermosamente verde que se expandía por esos contornos.
El viaje demoró 11 horas.
Las carreteras eran destapadas y rodeadas de monte. En Barranquilla aún no estaba el Puente Pumarejo sino un ferry al que cargaban de vehículos de todos los tonelajes y se demoraba cruzando el Río Magdalena oloroso a taruya y adornado por manchas de pisingos, garzas volando entre los girones de calor, canoas de madera oscura y la gritadera de los vendedores de cuanta vaina, quienes alcanzaban a colarse sin permiso en los pasillos de los buses.
Almorzamos en Fundación (Magdalena). Allí también había vendedores y tenderetes donde compramos bolsas de unos panes robustos y hediondos a vómito, un tufo que brotaba de un queso amarillo esparcido sobre el lomo de las hogazas.
Había cantinas llenas de hombres calzando abarcas y saboreando cervezas al son de una música extraña, que años después supe que la tocaban unos hermanos de apellido López: “Cuanto te quiero que pienso/sin saber lo que he pensado...”, fue una de las melodías que se me quedaron como banda sonora de ese viaje, en el que también logré almacenar la voz de un viejito de apellido Polo, quien contaba que anoche a la medianoche Marleny le dio una flor. Había rostros mohosos, tal vez por el calor del averno; y el ambiente era agitado, sobrecargado de multitudes, casetas de menjurjes indígenas y carros apretujados sin ninguna dirección.
Eran las 5 de la tarde cuando quedamos en la misma carretera destapada de la primera ocasión. No recuerdo esta vez quién nos acompañó a la parcela del abuelo, pero de nuevo nos recibió la recua de mujeres y el ejército de perros que, al parecer, tenía como única misión en la vida rodear al abuelo Maximiliano.
Al día siguiente, la mañana fue esplendorosa e impregnada de un perfume montuno que se mezclaba con el aroma a café con leche, mientras en algún transistor sonaban las mismas canciones que habíamos escuchado en las cantinas de Fundación.
El camino hacia una de las quebradas del Río Guatapurí estaba enmarcado por la bullaranga de los monos y las cotorras que volví a remememorar cuando leí el pasaje de José Arcadio Buendía abriéndose paso entre la manigua para fundar Macondo. En el agua fría del río había piedras lisas y grisáceas que nosotros llamamos “chinas”; y unos pecesitos de cola roja que nos mordían los pies mientras intentábamos nadar entre las mujeres desnudas, quienes aprovechaban el paseo para lavar las coletas finqueras de sus maridos.
Había una hora imprecisa, tal vez la del sol caliente, en la que el rancho del abuelo Maximiliano se llenaba de unas avispas pequeñas y coloreadas con anillos amarillos y rojos, que no molestaban a nadie. Más bien parecían otro elemento de la campiña. En la noche se reunían los tíos a contar anécdotas de sus pueblos bolivarenses o de sus fortunas y desventuras en la gran Región de Padilla.
Cuatro años después, el abuelo Maximiliano murió en mi casa del barrio El Socorro. Mi mamá emprendió el mismo viaje para rescatar su figura en ruinas y su voz que ya no tronaba como en los tiempos del perrero tras la puerta. Volví a recordarlo muchas veces cuando me tocaba embarcarme en el ferry de Pasacaballos; o como cuando fui el Festival del Jazz en Mompox; o como cuando viajaba de regreso de Santa Rosa del sur; o como cuando escucho a Jorge Oñate prometiendo que “si algún día sufro un desengaño/me voy lejos de esta región/como pájaro que vuela alegre/y aún estando herido no lo encuentran”.
Esa canción me lo recuerda, porque él también fue herido por una decepción familiar. Se volvió errante y murió errante. Su recuerdo --la verdad-- no me es grato. Me despierta pesares que llevo mal amarrados con cintas de lágrimas. Porque sigue errante, nebuloso y huidizo en mi memoria de niño. A veces, “...en la inmensidad se pierde, como si no llevara penas”.


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