Los desplazados de Membrillal.

“Uno nunca termina de huir”


En el barrio Membrillal, zona industrial de Cartagena, viven Luz Estela Méndez y Fredy Godoy, un matrimonio bogotano que vino desplazado desde la vereda Baraya, en el departamento del Huila.

Tienen cuatro hijos. El mayor, Dylan, aparenta unos 11 años y ha llegado a entender muy bien lo que significan las palabras “desplazamiento”, “violencia”, “guerrilla”, “pobreza” y “hambre”, mientras que sus tres pequeñas hermanas aún conservan la capacidad de sonreír, sin perturbarse ante los dramáticos relatos que sus padres traen a colación cuando tienen que rememorar los detalles de su tragedia.

Se conocieron y se casaron en Bogotá, pero empezaron a vivir y a trabajar en la localidad de Buenavista (Tolima), en donde, después de ahorrar cierta cantidad de dinero, atendieron los consejos de allegados que les hablaban de tierras fértiles y de buenos negocios en el departamento del Huila.

Dylan tenía algunos meses de nacido cuando sus padres llegaron a la vereda Baraya y compraron una finca de nueve hectáreas en 23 millones de pesos, que en poco tiempo se vieron retribuidos por la generosidad de la tierra en donde sembraban todo lo que la geografía y el clima permitieran, pero especialmente el café.

“Las cosas marchaban tan bien —cuenta Luz Estela— que decidimos seguir teniendo hijos. Así nacieron las tres niñas. Todos iban al colegio, por todos respondíamos y nunca nos faltaba nada, hasta que a los guerrilleros se les dio por pasar por nuestra finca”.

Eso sucedió a comienzos del año 2004, recuerda Fredy, quien confiesa que al principio no le causó incomodidad el que los hombres de las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (Farc) estuvieran por esos lados haciendo sus caminatas:

“Como nosotros sabíamos que éramos personas de trabajo, que no molestábamos ni le pedíamos nada a nadie, pensamos en que nada malo nos podía pasar. Pero luego ya no sólo pasaban por la finquita, sino que llegaban y pedían agua, azúcar o sal. Después, entraban y se quedaban un buen rato y hasta había que prepararles sancochos y otras comidas. Eso sucedía cada dos semanas o cada quince días.

“A los seis meses apareció el Ejército Nacional. A los guerrilleros los identificábamos porque tenían brazaletes que decían ‘Farc’, pero a veces no los llevaban y eso hacía que cuando llegaran los soldados nos confundiéramos un poco, pero gracias a Dios nunca notaron nuestra confusión —eso creo—, porque cuando preguntaban por los guerrilleros les decíamos serenamente que no los habíamos visto; y cuando los de las Farc preguntaban por los soldados, decíamos lo mismo. Y se retiraban sin ningún problema. Sin embargo, un día se presentaron los de las Farc, pero ya no en el tono amistoso que utilizaban cuando les preparábamos los sancochos, sino con maneras agresivas. Sin avisar, se nos metían por el patio a cualquier hora. Ponían a un guardia a vigilar en la terraza o en un lado de la casa. Nos interrogaban de manera grosera, dizque porque les estábamos sirviendo de informantes al Ejército. Nosotros negamos las acusaciones, pero ellos insistían en que le estábamos colaborando al Gobierno. Así que empezamos a pensar en recoger todas nuestras cosas y en mudarnos de ahí, porque presentíamos que en cualquier momento nos harían salir de cualquier forma. Pero no nos dieron tiempo. Un día se presentaron mostrando más despotismo que las veces anteriores. Me dijeron:

—Venimos a informarle que necesitamos esta finca.

—Bueno—les respondí un poco confundido—, ustedes saben que nosotros siempre estamos a la orden.

—Usted no ha entendido. Lo que queremos es que se vayan. Y agradezca que no los matamos, porque tienen cuatro niños pequeños.

—Entonces, espérennos a que recojamos nuestras cosas.

—No. Váyanse ya. Y pónganse las pilas que el tiempo empieza a correr.

El comandante de la cuadrilla miraba el reloj y nos gritaba que nos apresuráramos, porque el tiempo estaba corriendo; y si se cumplía el tiempo, no respondían. Nunca supe cuánto tiempo nos habían dado para que nos fuéramos, pero sí sentía que el corazón se me quería salir por la boca. Todo el cuerpo me sudaba frío. Dylan y Luz Estela lloraban y cargaban a las niñas. De pronto me acordé que en mi recamara tenía guardada una caja fuerte en donde depositaba el dinero de mi trabajo, porque me parecía que ahí estaría mejor que en un banco. Incluso, también había guardado dos pistolas, pero cuando ya las tenía en mis manos, dos guerrilleros, quienes se me habían ido detrás sin que me diera cuenta, me las quitaron y también se quedaron con el dinero.

Salimos de la casa únicamente con lo que teníamos puesto. Dos guerrilleros nos acompañaron hasta la carretera y nos embarcaron en un bus. No se me olvidan sus caras. Se despidieron como si fueran nuestros amigos de muchos años atrás. En ese momento íbamos pensando en marcharnos para Venezuela en cuanto pudiéramos, porque la idea era alejarnos a toda costa de lo que nos recordara la tragedia y la pérdida de nuestras pertenencias.

El bus nos dejó en una estación de Neiva. Allí hablamos con varios choferes y les contamos nuestra situación. Creo que como nos veían con los niños, sucios y llorones, se condolían de nosotros y nunca nos negaban lo que pedíamos. Nos llevaron a Bogotá. Por un momento pensamos ir a donde nuestros familiares, pero no quisimos, porque mi mamá estaba muy delicada de salud y se hubiera muerto de sólo ver que su hijo, después de haberlo tenido todo, estaba en la calle como cualquier pordiosero.

En Bogotá duramos tres días pidiendo limosna en las calles, aguantando frío y hambre, pero con lo poco que nos daban comprobamos comida y dormíamos en hoteles baratos. Bueno, los que dormían eran los niños. Luz Estela y yo duramos un montón de días en los que no cerrábamos los ojos, creyendo que los guerrilleros se iban a aparecer en cualquier momento. Por eso creo que el desplazado siempre se la pasa huyendo. Es como un trauma.

Cuando reunimos un presupuesto considerable a punta de limosnas, nos fuimos para Barboza (Santander). Allí permanecimos 15 días viviendo en un hotelito que nos pagaban las Hermanas de la Caridad. Ellas se portaron muy bien con nosotros. Pero como nuestra idea era la de irnos para Venezuela, un día recogimos lo poco que teníamos y salimos hacia Bucaramanga.

En Bucaramanga duramos 15 días en la calle y tres días durmiendo en la terminal de transportes, porque el dinero que habíamos recogido pidiendo limosnas no nos alcanzaba para pagar los pasajes para venirnos para la Costa. Luz Estela hablaba con los choferes, pero decían que el viaje era muy costoso y que no podían llevarnos de caridad. Al tercer día en la terminal, un conductor se ablandó y nos dijo: ‘está bien, suban al bus, pero ocupen el último puesto y no se me muevan de ahí para nada’.

Llegamos a Cartagena el 14 de junio de 2005 en la noche, con sólo 20 mil pesos en los bolsillos. Pero nos extrañó que no veíamos hoteles por ninguna parte, porque uno en el interior oye decir que en Cartagena hay muchos hoteles. Pero un taxista nos explicó que estábamos a las afueras de la ciudad y que los hoteles estaban en el Centro Histórico y en Bocagrande. Entonces le contamos nuestra historia y nos llevó por cinco mil pesos a la calle de la Media Luna, al ‘Hotel Londres’.

Desde el principio, la gente se portó muy bien con nosotros. Por primera vez empezamos a sentirnos libres y sin los ojos de los guerrilleros encima de nosotros. Allí duramos un mes. Yo salía todos los días a rebuscarme en cualquier cosa. Después, hablamos con la ‘Red de Solidaridad’ y nos consiguieron un albergue en el barrio La piedra de Bolívar. También nos daban un mercadito bien nutrido y empezamos a alimentarnos como desde hacía tiempo no lo hacíamos.

Cuando empezamos a trabajar de nuestra cuenta, reunimos un capitalito y, por tratar de buscar lo económico, conseguimos una casita alquilada en el barrio La Candelaria. Pero eso fue una pesadilla. La gente nos recibió mal. Nos tiraban piedras. Nos robaron dos veces. Nos atacaron a los niños. Mejor dicho: debimos buscar amparo policivo, porque esa gente no aceptaba tener a unos cachacos desplazados que de pronto les iban a llevar problemas.

Afortunadamente, nos conocimos con varios miembros de la Iglesia Adventista y fueron ellos quienes nos trajeron a Membrillal, donde ya tenemos seis meses viviendo. Aquí tenemos nuestro negocito de comidas rápidas y con eso educamos a los niños. Tratamos siempre de olvidar lo de Baraya, aunque fueron más de 60 millones de pesos los que se nos perdieron con ese despojo”.


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