[inline:villahermosa01.jpg] A las 4 de la tarde del último miércoles del mes de abril, un grupo de vecinas del barrio Villa Hermosa terminó de empacar en cajetas de cartón los pocos utensilios de cocina que antes colgaban de las paredes de madera de sus viviendas. En la calle, otro grupo, pero de niños vestidos como para un paseo, esperaba a las cuatro mujeres, mientras en el cielo una mancha de nubes oscuras debilitaba la presencia del sol. En la terraza de tierra apisonada de una de las viviendas, un bombillo se encendió dejando ver las gotas de lluvia que empezaron a precipitarse, reforzando así la brisa fría que hacía bailar las ropas colgadas en los tendederos de los patios. Inmunes a la incipiente lluvia, el grupo de niños alcanzó a observar hacia el final de la calle a varios de sus vecinos cargando cajetas, sacos, bolsas de plástico o empujando carretillas pequeñas hacia la carretera por donde pasan las pocas busetas y buses que trafican trabajosamente por esas zonas. Desde hace unos cinco años, y por esta misma época, el ritual de empacar las pocas pertenencias, organizar a los niños y cerrar las casas hasta nueva orden se cumple en Villa Hermosa desde el mismo instante en que el invierno esgrime su amenaza helada desde la pesadez del cielo. Y fue el invierno el que enseñó esa costumbre, que sólo se puso en práctica dos años después de la fundación del barrio. Muchas familias recuerdan aún los estragos de los primeros aguaceros que estrenaron Villa Hermosa: el profesor Félix Salgado Cassiani, encaramado en una silla de plástico —para así evitar el contacto con el agua que había inundado su vivienda— alcanzó a observar por la ventana un río de agua sucia que arrastraba cilindros llenos de gas propano, colchones, neveras, sillas de madera, bafles de equipos de sonido y restos de las cercas de tablas que marcaban los linderos de los patios. “Nunca en mi vida —recuerda el profesor Salgado— había visto tanta agua corriendo por una calle, ni tantas casas inundadas, con las corrientes subiendo por las paredes hasta alcanzar los 80 centímetros”. Ese mismo día, pero en las horas de la tarde, a los oídos del docente llegó la noticia de un niño de seis años de edad a quien, tal vez por un descuido de sus padres, las corrientes arrastraron hacia el arroyo de Policarpa, uno de los barrios aledaños a Villa Hermosa, cuyas aguas desembocan en la bahía de Cartagena. “Parecía un muñeco de trapo cuando el agua lo hundía y lo sacaba, pero nadie pudo salvarlo”, decían los vecinos del profesor, quien horas más tarde se enteró de que el cuerpecito del infante fue rescatado por una cuadrilla del Cuerpo de Bomberos del Distrito en las aguas de la bahía. El luto fue general en el barrio. Rodeado por asentamientos igualmente subnormales como Nelson Mandela, Policarpa, Arroz Barato, Puerta de Hierro, Albornoz, Membrillal, Henequén y la empresa Termo Candelaria, el barrio Villa Hermosa es otro de esos nuevos asentamientos de campesinos desplazados por la violencia paramilitar y guerrillera, que rige hasta en las comarcas más insospechadas de la Nación. De ahí que, al igual que Nelson Mandela, Villa Hermosa sea una especie de micro país, con moradores provenientes desde las zonas rurales de todos los departamentos de la Región Caribe y del interior de Colombia. Después del percance del niño que arrastraron las corrientes, en los posteriores inviernos los moradores se acostumbraron a ver sus calles semejando enormes estanques de un agua marrón, a través de la cual sobresale la hierba cortante que reinaba en los predios de lo que antes fueron grandes haciendas ganaderas. No hay una sola vivienda en Villa Hermosa cuyos habitantes no tengan dos o tres pares de botas pantaneras que desde el mes de abril vuelven a salir de sus escondrijos para enfrentar las calles inundadas del agua y el barro que dejan los aguaceros. Al igual que contra los estragos del invierno, la dirigencia comunal de Villa Hermosa viene luchando para que el Gobierno Distrital y los propietarios de los terrenos en donde se levanta el barrio se pongan de acuerdo para su legalización. Pero, mientras tanto, la otra lucha consiste en sortear las abundantes masas de agua que el invierno arroja desde el cielo, poniendo en movimiento los arroyos que bajan del municipio de Turbaco y del barrio Henequén. Carlos Rhenals Franco, presidente de la Junta de Vivienda Comunitaria, explica que desde Turbaco viene un torrente pluvial que cruza por los terrenos de la antigua hacienda Los Virreyes; posteriormente, inunda al 60% de Villa Hermosa, cruza hacia Policarpa y también lo inunda, para luego morir en las entrañas de la bahía. Al mismo tiempo, desde Henequén se lanza otro viaje de agua que inunda al porcentaje restante del barrio, ocupa una cuneta que bordea los predios de la empresa eléctrica Termo Candelaria, se encuentra con las aguas de Turbaco, juntas inundan Policarpa y se unen con las aguas de la bahía. Por el momento, los dirigentes comunales han dispuesto enormes tubos de asbesto a la entrada del barrio para darle algún desvío a las aguas, pero la solución ha sido poca. Lo último que hicieron fue acondicionar, con maquinarias e ingenieros, la vía que comunica Policarpa con Nelson Mandela para retener un poco las aguas que vienen desde Los Virreyes. “Esa avenida la bautizamos como ‘El Ancla’, porque la función que pretendemos que cumpla es que aguante la fiereza de las corrientes —dice Carlos Rhenals—. Pero el invierno por aquí es terrible. No sólo trae agua y barro, sino mosquitos, ratas y culebras que atacan a los niños. Y a los adultos también, si no nos ponemos las pilas”. Y desde que entró el mes de abril, una buena parte de las 1.800 familias de Villa Hermosa se está “poniendo las pilas” para salir de la zona hacia barrios como El Pozón, Nelson Mandela, Membrillal o Pasacaballos, en donde tienen familiares o amigos que podrían darles hospedaje mientras pasan las lluvias. Un promedio de 100 a 150 familias cumple el ritual de empacar sus pertenencias, organizar a sus hijos, cerrar sus casas y salir del barrio hasta que todo se normalice. En algunos casos, las familias de sectores sumamente vulnerables de Villa Hermosa, como el 24 de Julio, salen hacia zonas del barrio llamadas Villa Valentina, Central Uno y Central Dos, en donde los moradores han rellenado sus viviendas con zahorra, escombro y otros desechos de grandes construcciones, con el fin de ponerlas en altas posiciones en donde el agua no alcance a instalar su malsana presencia. “Es una especie de desplazamiento dentro de los mismos desplazados y dentro del mismo barrio. Algo así como una repartición de la miseria entre la misma miseria”, dicen los dirigentes comunales cuando tratan de explicar el éxodo que su comunidad practica todos los años desde que entra abril. Los primeros en salir son los niños. Los padres los envían hacia otras zonas, mientras planteles como la Institución Educativa Juan Bautista Scalabrini y el Colegio Comunitario Hijos del Rey se van quedando solos, obligando a los docentes a preparar talleres de nivelación para los estudiantes que reaparecerán con la desaparición de las lluvias. “Los estudiantes se van en abril y aparecen en julio, y hay que hacerles un curso de nivelación —explica el profesor Salgado—. Luego se vuelven a ir en octubre, huyéndole a la lluvia, y regresan a finales de noviembre. Aquí el curso de nivelación se demora hasta las primeras semanas de diciembre y alcanza la primera semana de enero”. Más tarde salen los padres cargando sus pocas pertenencias, pero es posible que también se queden. Lo importante es poner a salvo a los niños. Mientras tanto, con el éxodo, las calles del barrio se ven entristecidas por una cantidad de viviendas fantasmas, cuyas paredes de tablas se ennegrecen con el golpe de la intemperie, cuando no son arrancadas por los mismos vecinos. Algunas de las casas desocupadas son utilizadas también como letrinas públicas, tocándole a los propietarios la dura labor del aseo y la recuperación, en cuanto terminan las lluvias y las calles se resecan. Estebana Bonfante, una desplazada del departamento de Córdoba, quien dice estar cansada de las ONG que prometen ayudas y nunca cumplen, empezó a organizar su salida desde mediados de abril. Sus hijos se encuentran ahora en Pasacaballos, en casa de otros desplazados que son sus parientes lejanos. Dentro de poco se marchará ella, para evitar que le suceda lo mismo de hace seis años, cuando despertó en plena madrugada con el agua lluvia a ras de su cama, mientras su mobiliario menesteroso, su estufa y sus tratos de plástico y aluminio navegaban hacia la puerta de la calle como marionetas en las manos del aguacero. “Aquí me verán de nuevo en julio, si acaso”, afirma en voz baja, como evitando decirlo. Abril de 2007