A las puertas de una farmacia cuyo edificación cubre una de las esquinas de la rotonda Dupont Circle, una anciana andrajosa pide dinero extendiendo la mano izquierda, con la que arropa un vaso plástico de color blanco.
Ella es uno de los tantos indigentes que habitan las calles de la ciudad de Washington D.C. y, al igual que sus compañeros de infortunio, pernocta en las plazas, a los pies de las puertas metálicas de los almacenes que cierran a las 5:00 de la tarde; en los callejones que separan un edificio de otro, o en los pasillos del tren subterráneo. Lo que recoge durante un día de diligencias pedigüeñas le sirve para pagar los tres dólares que cuesta ingresar al subway.
Por su apariencia, se puede adivinar el peldaño que ocupa en la escala social de la ciudad en donde vive, pero conserva en el rostro, curtido por el humo de los automóviles, cierta dignidad que le permite abrir y cerrar la puerta de la farmacia para que entren y salgan los clientes. Un oficio que nadie le ha encomendado, pero que asume como una justificación para que las monedas caigan en el recipiente que, con su blancura, hace resaltar lo mugriento de la mano que lo sostiene.
Unos metros más allá, en el centro y en los alrededores de la rotonda de Dupont Circle, estudiantes, funcionarios, músicos, obreros o simples jugadores de ajedrez ocupan los bancos de la plaza o se tumban en la hierba fresca, mientras el sol sigue bajando por detrás de los edificios que se mantienen desde hace décadas en las orillas de las avenidas. Las rotondas de Washington se asemejan a soles cuyos rayos serían las calles que desde ellas se desprenden.
A medida que avanza la tarde sobre Dupont Circle, aumenta el número de indigentes. Son hombres y mujeres que podrían pasar de los 40 años. Entre ellos no hay niños ni jóvenes, pero todos tienen el mismo aspecto de desgracia y ese mismo aire de demencia que soportan todos los desarrapados del mundo.
“Estoy seguro de que Washington no quería eso”, me dice un muchacho costarricense, perteneciente a la comunidad estudiantil de Georgetown, aunque también labora como guía de turismo para una firma estatal que atiende a visitantes internacionales, en su mayoría empleados públicos de gobiernos extranjeros.
Se llama Darío. Dice haber llegado desde muy niño a los Estados Unidos. Aquí asumió toda su escolaridad y actualmente estudia lenguas extranjeras para contar la historia local y nacional en distintas sonoridades y ritmos.
Se refiere al general George Washington, el primer presidente de los Estados Unidos y uno de los guerreros que hicieron posible que el naciente imperio norteamericano se independizara de la corona inglesa.
“El general, que era masón, quería que Washington fuera como un cuadrado perfecto”, me dice Darío, como activando una grabación que ha repetido muchas de veces.
“El cuadrado —prosigue— es uno de los símbolos de la masonería y, según los deseos del general, la ciudad debía quedar planificada de esa manera y con los ángulos apuntando hacia los cuatro puntos cardinales. Para eso contrató los buenos oficios de un ingeniero francés llamado Pierre Charles L’Enfant, quien hubiera cumplido a cabalidad las peticiones del general, si no es porque el estado de Virginia reclamó unos terrenos que años atrás había donado. Por eso, el mapa de Washington aparece interrumpido por uno de sus costados. Es como si un niño le hubiese dado un tijerazo a su cometa”.
Pero a pesar del tijerazo que menciona el estudiante, la planeación casi perfecta de la ciudad puede verificarse en la zona histórica y comercial que está cruzada por anchas calles, parques verdes, monumentos y edificaciones tradicionales en donde siempre desembocan las oleadas de turistas que quieren ver con sus propios ojos y palpar con sus manos la Casa Blanca, el Capitolio Nacional, el río Potomac, el Lago de las Mareas, el obelisco en homenaje a George Washington y los monumentos a Thomas Jefferson y a Abraham Lincoln.
Es eso lo que ven en la televisión, en el cine y en los folletos de las agencias de turismo. Y la diferencia es casi ninguna. Washington permanece tan impecable como se ve en las fotografías. Pero si se quiere ver algo distinto, sólo habría que viajar hacia el sur, hacia los extramuros, en donde respiran comunidades que los citadinos llaman “barrios étnicos”, pues son habitados por negros norteamericanos, africanos, indios, japoneses, chinos y latinos pobres que no alcanzaron a abordar el transbordador del sueño americano.
La mayoría de ellos son los que deambulan por las calles, cargando sacos, cartones o latas que contienen sus desdichadas pertenencias. Llegan a la zona histórica cuando apenas despunta el día e instalan los parapetos en las aceras o en los parques, hasta que el sol decide esconderse silenciosamente.
“El que nunca ha venido, cree que en estas ciudades no hay limosneros”, me dice un músico cubano, quien junto con otros dos paisanos, un mexicano y un venezolano, se dedican todos los domingos en Dupont Circle a darle golpes a las tumbadoras y a las claves de madera para acompañar las viejas canciones que aprendieron cuando niños en las zonas rurales de la isla.
Dicen llamarse Invasores del 80. También aseguran que tocan todos los fines de semana en establecimientos nocturnos cercanos a la plaza, pero que no tienen inconvenientes en reunirse los domingos en Dupont Circle, con el único fin de divertir a la gente que poco sabe de la música afroantillana.
Para quienes ya los conocen, sus actitudes no son otra cosa que el disfraz que utilizan muchos pedigüeños para que la necesidad de recibir una moneda no se vea tan cruda ni tan menesterosa.
Automáticamente, me acuerdo de la anciana abriendo y cerrando la puerta de la farmacia.
“Algunos indigentes —me explica Darío, el estudiante— todavía sienten algo de vergüenza en eso de pedir dinero, ropa o comida. Por eso se inventan alguna actividad que justifique su vida en la calle”.
Las palabras del estudiante iluminan en el acto las escenas de hombres y mujeres en las esquinas y en las estaciones del metro, percutando ritmos extraños sobre tanques de plástico, haciendo de estatuas o de robots, pero el objetivo es el mismo: lograr que lluevan monedas y billetes sobre sus cajas o vasos desechables.
Ignoro si en la planificación que ejecutó el ingeniero L’Enfant también estuvo incluida la tranquilidad aparente y el silencio de 24 horas que arropa a Washington, ya que ni los numerosos automóviles que ruedan por sus calles y avenidas logran perturbar la espesa modorra sobre la que caminan docenas de seres humanos sin mirarse ni tocarse, y mucho menos hablarse.
El suave discurrir de las horas ni siquiera es interrumpido por las canciones de Invasores del 80, quienes desarrollan una rumba tras otra, a veces una guaracha, entre veces un son, ríen a carcajadas, pero la gente sigue imperturbable. El ruido de la fuente que ruge en el centro de la plaza es el mismo, monótono e inmodificable.
Los percusionistas de Invasores del 80 conocen a los extranjeros recién llegados, sobre todo cuando los ven escogiendo souvenires en los estantes de los almacenes, “porque agarran cada cosa y miran hacia el techo calculando el costo, según la moneda de sus países”, dice Rogelio, el más joven de los tres cubanos.
Algunos de los turistas —sobre todo los latinos— se les acercan en cuanto escuchan el golpe del cuero o de la madera, y terminan entablando conversación.
“Apenas podemos —afirman—, les decimos que en el centro histórico y comercial de Washington se puede caminar tranquilo de día y de noche. Incluso, se pueden tomar taxis con toda confianza, porque los taxistas son honestos. Pero moverse hacia los barrios del sur sin conocer, es una locura, chico. En esos distritos, las pandillas atracan y matan. El índice de homicidios en Washington es alto, aunque no parezca”.
Lo que tampoco se percibe a simple vista es lo que dicen los periódicos semanales que se venden en dispensadores instalados en cada esquina: los negros de Washington son una comunidad económica y políticamente poderosa, tanto como los veteranos de guerra, cuyas opiniones tienen peso en la toma de decisiones de la capital.
“Pero también es verdad que son negros y latinos los que más integran las pandillas de los barrios pobres”, anota Darío el estudiante de Georgetown.
Enero de 2008