Se están conmemorando 50 años del mayo del 68, quizás uno de esos pocos momentos en los que el protagonismo de la historia no se lo roba sólo una persona sino que lo contiene un movimiento entero. Han pasado 50 años desde que el asunto de la universalidad de la dignidad humana ha sido resaltada con más fuerza como nunca antes. Bañada con sangre de tantos héroes del momento, la libertad se asomó como la mejor de las esperanzas en medio de una sociedad que se debatía entre el miedo y el pesimismo. Las angustias cotidianas de la Guerra Fría ya habían provocado que empezaran a asomarse gritos de “no más”.
La conquista de los derechos humanos pareció más cerca que nunca. Esa esperanza por un mundo en paz ya no parecía tan lejana: de hecho tampoco la Luna lo parecía por las hazañas astronómicas logradas en ese año que, aunque cuestionadas después por el movimiento conspiracionista, permitieron elevar la mirada más allá del planeta que olía a sangre y armas por doquier. El arte, rebelde como cuando es auténtico, permitió el cuestionamiento de todo lo que, hasta entonces, parecía imposible de decir. Quizás fue ese aspecto de la visibilización de lo que antes no se quería ver lo que ayudó a crear un nuevo espacio de búsqueda de lo común que hay entre nosotros.
Me pregunto si las escuelas y universidades en Colombia están ayudando a comprender lo que significó para el mundo 1968. Alguien podrá debatir y señalar que no es necesario: que ese año resultó importante para los europeos o los norteamericanos. Puede que sea cierto. Entre las muchas desventajas que nos trajo el conflicto armado está el hecho de habernos sustraído (para bien y para mal) de una serie de dinámicas que se daban a nivel regional e internacional. Es aún más cierto que el Frente Nacional no permitió concebir algo distinto a las facciones oficiales que ellas representaban y significaron más que un ejercicio de reconciliación entre los eternos enemigos liberales y conservadores, una absolutización de su forma de concebir el país. Quizá por ello en el país resultó tan difícil que un movimiento de dimensiones tan significativas como el mayo francés, la lucha de Martin Luther King o incluso el aggiornamento que la Iglesia Católica se propuso para entonces.
Nos perdimos, posiblemente, la conciencia de la fuerza del diálogo. Lo que vendría en las tres décadas sucesivas sería la época más sangrienta y convulsionada de la historia de nuestro país. Perdimos la posibilidad de sentirnos escuchados y de tener el placer de tener respuestas, que se trate de comprender y de hacerse comprender.
Por eso, un posible homenaje que nuestras Instituciones educativas pueden hacer a tan significativo año es el rescate del diálogo en su interior. Las estructuras y dinámicas escolares y universitarias pueden hacernos avanzar en la eliminación de los prejuicios y de las palabras que deforman la imagen de los otros. El matoneo, la discriminación y el abuso, que lamentablemente se han convertido en prácticas cotidianas para algunos estudiantes y maestros, son el reflejo de una sociedad que requiere aprender a tener apertura y aceptación, valoración positiva de las inconformidades y, sobre todo, la superación del miedo a la diversidad. Una apuesta por la aceptación tranquila y gozosa de la diversidad no pone en peligro nuestra identidad propia sino que, al contrario, otorga un lugar mucho más valioso para que se haga manifiesta.