De todos es bien conocido que, si algo ha distinguido el pontificado de Francisco, el primer papa jesuita y también latinoamericano, ha sido la sucesión de signos con los que pone de manifiesto su deseo de tener una Iglesia pobre y para los pobres. El papa de la Iglesia católica ha resultado ser una figura inspiradora y, quizás por eso, desafiante tanto para los líderes mundiales que no pueden ser indiferentes como a quienes predican en la vida cotidiana su decisión de orientar su vida desde el encuentro con Jesús y la experiencia del cristianismo.
El papa Bergoglio no ha sido indiferente a las situaciones más urgentes del mundo y sus imágenes al besar enfermos, visitar cárceles, rodearse de inmigrantes o abrazar madres vuelven a resonar en la conciencia indiferente de la humanidad de hoy. Se puede estar de acuerdo con el Papa Francisco aun en medio de las diferencias religiosas. El papa argentino es un signo y un líder con capacidad de hablar a los católicos, pero también a otros cristianos, a creyentes de distintas religiones o a no creyentes. Es, quizás, porque le habla a esa naturaleza común que todos compartimos.
Francisco se conmueve ante la tragedia de las migraciones: tragedia porque en muchas ocasiones no corresponde a un auténtico deseo de movilización sino a la inevitable consecuencia de la guerra, el hambre o la falta de oportunidades. El papa no se ha quedado callado ante la aparición de tantos populismos que abogan, en sus propias palabras, por construir muros en vez de puentes. ¡Allá el que no quiera entender! Bergoglio se la ha jugado por visitar los lugares que requieren de un signo de esperanza y reconciliación: ha visitado Colombia en medio de la incertidumbre de su proceso de paz, ha visitado un país de mayoría budista como Bangladés para defender a una minoría musulmana, ha puesto los ojos en el silenciado pero sangriento conflicto centroafricano.
El papa no ha querido ocultar las gravísimas incoherencias de su Iglesia: al contrario, yendo más allá del mea culpa se propone abrir nuevos caminos en los que las personas valgan más que las Instituciones. Como fue en la época de Jesús. De esa manera ha puesto a pasar colores a la Curia Romana haciendo que, al menos, se empiece a cuestionar sobre su capacidad de servicio. Ya es hora de que la Iglesia Católica deje de vivir las antiguas épocas del Imperialismo. Francisco ha abierto las puertas para recibir a los mismos excluidos por la Iglesia: ha ofrecido, aunque tímidamente, una mano amiga a los homosexuales; ha empoderado a las mujeres aún con el peso de una estructura de poder eclesial en la que se le invisibiliza; ha manifestado su dolor y vergüenza por los abusos sexuales y de poder de parte de miembros del clero y de la vida religiosa.
En este pontificado cada gesto cuenta. Y como el tiempo apremia, también deja claro que se trata de un proyecto de largo aliento. A algunos les ha parecido escandalosa la manera en la que el papa va gobernando la Iglesia. Y han tenido que actuar con claridad en su contra. A muchos les ha parecido por lo menos contradictorio que un grupo de cinco cardenales haya hecho públicas unas “dudas” que más parecían mordaces críticas después de haber reafirmado el poder papal casi al nivel de un absolutismo teocrático en los papados anteriores. Francisco lo nota, lo sabe, y por eso quiere involucrar a toda la Iglesia en el proceso de renovación y conversión.
Por eso su más reciente signo es una opción por una Iglesia construida del lado del que siempre ha estado: del de los pobres, los marginados y los excluidos. La creación de sus más recientes Cardenales son un bellísimo homenaje a la diversidad de la Iglesia.
Francisco ha querido honrar a Irak con el cardenal Sako, el país cuya guerra sigue viva, pero cuya preocupación internacional pareció extinguirse. Irak ya no le duele al mundo, pero sí al papa y a quienes creen que la guerra no puede ser nunca la solución a un conflicto social. El papa ha honrado a los sacerdotes, religiosos y teólogos que no se encierran a defender su fe como si las razones para las guerras religiosas se siguieran necesitando, sino que salen a dialogar con franqueza y cercanía. El rostro de curas bondadosos y dispuestos al diálogo más que a la imposición sobresale en su prefecto de la Doctrina de la Fe, su vicario para Roma o su limosnero pontificio.
La Iglesia, con estos recientes nombramientos cardenalicios, ha volteado su mirada a Pakistán, un país de mayoría musulmana, para recordar que lo más importante no es ganar adeptos al cristianismo sino ser posibilidad de construcción en la diversidad. Francisco hace recordar que en América Latina hay dos gritos desgarradores: el de tantas pobres víctimas de las injusticias que pueden verse reflejados en las manos del antiguo minero y lustrabotas boliviano que ahora se ha convertido en Cardenal, y el del Amazonas que ve cómo se desgarran sus bosques y sus gentes ante hachas criminales y fusiles despiadados como los que amenazaron al nuevo Cardenal peruano.
Habrá que seguir el anuncio alegre y esperanzador de Francisco en medio de un mundo que a veces pierde orientación porque se embriaga de poder, violencia y miedo. Y a este camino, que a mí por lo menos me apasiona tanto, están invitado todo aquel que sepa acoger, integrar, acompañar y proteger.