La exclusión es uno de esos dolorosos fenómenos que la sociedad produce siempre con renovadas fuerzas. Parece que, en ocasiones, nuestra mirada hace un esfuerzo mayor por resaltar las diferencias en lugar de identificar las semejanzas. De esta manera, resulta para nosotros familiar la experiencia de habernos sentido discriminados o invisibilizados en algún momento de nuestras vidas. Posiblemente también nos resulte apareciendo en la conciencia algún momento en que hicimos parte del círculo social que excluyó a alguien más.
Hay quienes consideran esta actitud como completamente naturalizada y, desde esta posición, justifican sin sonrojarse que así es la vida y que, en palabras populares, “el problema de la rosca es no estar metido en ella”. No sospechamos, sin embargo, que lo que también es muy humano – aún más humano, diría yo – acoger e integrar: dar cabida y abrir círculos, en definitiva, abrirse a experiencias de inclusión.
Nuestra sociedad requiere de personas que se empiecen a sentir llamadas a proponer escenarios de confianza con los demás. Necesitamos dejar de vernos con tanta sospecha y de suponer que todos los que son distintos o ajenos a mí me resultan potencialmente peligrosos. No es cierto que el que viene de otra región a convertirse en mi vecino me vaya a dañar la tranquilidad de mi ambiente; tampoco es verdad que el que cree en una religión distinta es una persona que puede desviar los principios y las tradiciones de nuestro pueblo; es mentira que una persona con una orientación sexual diversa sea un pervertido capaz de corromper a los más inocentes; aún menos cierto es que por vivir en determinada zona de la ciudad una persona es más o menos que otra.
Estar muy atentos a nuestras actitudes, creencias y comportamientos es un requerimiento esencial si creemos con convicción en la necesidad de romper los círculos de exclusión y discriminación. Ninguna persona tiene el derecho de determinar lo que otra tiene que “hacer” y, mucho menos, lo que debe “ser”. Esta actitud es, en sí misma, un ejercicio violento por el que hemos tenido que sufrir como sociedad. Superar las dinámicas de exclusión no es sólo un interés de grupos mal llamados “minoritarios” como se suelen tratar a las comunidades afro, los campesinos, la población LGBTI o las personas con capacidades diferentes.
Estar atentos a no permitir, ni en nosotros mismos ni en los demás, actitudes de discriminación nos llevará a una transformación sistémica en nuestro entorno que no se preocupe por corregir, normatizar o subordinar a lo que es distinto, sino que valore las mismas diferencias como una fuente de construcción de nuevos espacios y nuevas fuerzas que no hagan sentir a nadie como si fuera extraño o, peor aún, como si no existiera.