En 1925 nació Omar Freitas Bertel al otro lado del río Amazonas. Un buen día cruzó la frontera y no regresó. Sin embargo, hace un par de años su hijo Omar, en una cuidadosa tarea de arqueología familiar, descubrió a los primos de Sao Paulo. Todo acaeció por un puñado de cartas olvidadas, pero guardadas por casi treinta años. El hijo siempre mantuvo la corazonada de un encuentro insospechado en algún momento de la vida. Pasó el tiempo, apareció el invento del internet y fue cuando se descifró el misterio de los primos en Brasil. En principio Omar me mostró las fotos. El parecido era impresionante entre su papá y aquellos primos. Uno de ellos llevaba años casado con una japonesa. Suena un poco exótico, pero, a diferencia del Brasil, el nuestro es un país aislado que siempre rechazó las migraciones. Por eso, cuando vi aquellas fotos, comprendí de otra forma la fuerza del mestizaje y el poder de la convivencia humana. Allí estaban retratadas las sonrisas sabias y felices de aquella pareja de indígena y asiática.
“¿Se murió el capitán del desorden?” Preguntaron mis hijos al enterarse del fallecimiento de Omar Freitas Bertel. Es un poco raro decirlo pero, la pregunta nos suscitó muchos recuerdos de alegría. Si bien, conocimos a Freitas Bertel hecho un cariñoso abuelo, siempre nos hizo saber y sentir el gusto por la vida y lo mejor de ella. Fue testigo el abuelo Freitas de uno de los episodios más relevantes de la historia mundial del siglo XX. Como suboficial de la Armada de Colombia, fue combatiente en la guerra de Corea. De manera que el abuelo lo que tenía eran cuentos para decir. Del tema casi siempre hablaba con asombro y muerto de la risa. En un principio me pregunté por qué un hombre que enfrentó semejante horror era tan apacible y picarón. Poco a poco descubrí que siempre tuvo miedo, que siempre se encomendó al buen Dios de los cielos, que siempre se conmovió ante el dolor. Lo que pasa es que tuvo la dicha de sobrevivir y vivir para contarla.
Debo confesar que envidio esa generación de Freitas Bertel. Aunque les tocó el escenario de un siglo en convulsión por las grandes guerras, también se gozaron en pleno la reinvención de la sabrosura. El abuelo Freitas siempre hizo su vida en las calles del mundo, hasta donde se lo permitieron las fuerzas. De manera que cualquier encuentro casual en una esquina o en una plaza, era exponerse a un gesto de cálida complicidad. Su saludo era más que un acto de cordialidad, era saber que uno contaba con él. Uno sabía que el abuelo Freitas era capaz de construir los vínculos humanos más firmes.
De eso me di cuenta una noche que me comenzó a contar un pavoroso episodio en el fragor de una batalla. Todo acaeció en la cubierta de un barco de guerra. Algunos compañeros inexpertos y desesperados, apenas asomaban, eran alcanzados por balas que destrozaban sus cráneos en el acto. Ver morir así a jóvenes de 19 ó 21 años hizo que el abuelo gritara y reprendiera a los que estaban a punto de enloquecer de miedo y hacerlos caer en cuenta de dos cosas: dónde estaba ubicado el enemigo y que también, había que conservar y mantener la más fría de las calmas y la más inteligente de las paciencias.
Paciencia, inteligencia y calma. Los soldados americanos le apodaron “Shorty”, por su baja estatura. Una palabra especial, porque más que una marca del tallaje de su cuerpo, era una marca de audacia y de su alegría por la vida. Ya en la placidez del Caribe, nosotros le decíamos “El Chori”. Así viajó por el mundo. Así vivió largos períodos en Suecia y en Alemania. Así formó su tibio y tranquilo hogar. Así le pregunté un día, que qué hacíamos con las mujeres. “Adorarlas”, me respondió con mucha seriedad. Y así, el día de su sepelio, me descubrí a mí mismo en la experiencia de escuchar el toque marcial titulado El Silencio. Una tonada que forma parte de la banda sonora de cientos de películas de guerra. De manera que conocía tales homenajes luctuosos por mi afición al cine, pero, por primera vez, aquel domingo, fui testigo del ritual cuidadoso de entrega de la bandera colombiana a la familia; de la guardia de honor en homenaje a su memoria; y, de aquella melodía de despedida entonada por el dorado de una trompeta.
Siempre fue vigoroso el abuelo. Un buen día, después de una divertida visita en su casa, se varó el chicamóvil al momento de irnos. Para quienes no saben, el chicamóvil era un venerable Renault 4 que me acompañó a lo largo de 12 años. Varios invitados habían partido. Pero el chicamóvil nada que prendía. Era de noche y hacía un calor de la puñeta. El abuelo Freitas se había quitado la camisa y el episodio despertó la solidaridad de la familia. Mi mujer se moría de la pena. De hecho, se lo habían advertido en su casa. Que no se casara conmigo. Y, al parecer, la familia tenía razón. Todo se corroboraba con semejantes capítulos bochornosos donde, en más de una ocasión, le tocó empujar el chicamóvil y esta no sería la excepción. Además de su esposa Aidé, el abuelo Freitas había acogido en su casa a una de sus hijas que se había casado con un médico tolimense, de risa escandalosa. De manera que todos a empujar el chicamóvil: el médico, la hija del “Shorty” y mi mujer. El pinche chicamóvil avanzó unos cien metros y ni se inmutó. A través del retrovisor observé a los tres empujadores a la expectativa. Más bien, me bajé del carro, lo empujé en reversa y les pedí el favor de guardármelo en el patio de la casa, hasta el otro día. Que qué pena la molestia. Para entonces el abuelo Freitas había sacado una completa caja de herramientas. “Vamos a arreglarlo”, me dijo. Ya dije que era vigoroso el abuelo porque así se veía. Cargaba una inmensa llave inglesa sobre su hombro derecho y se disponía a buscar una linterna. Para entonces, mi mujer había conseguido un taxi y me esperaba embarcada en el cojín de atrás con mis dos hijos. “Nada Capitán”, le dije. “Mejor mañana, cuando tengamos la luz del día”. Oscar, el mecánico que me acompañó por la mañana, conectó un cablecito al carburador y el chicamóvil prendió de una. El abuelo Freitas no estuvo allí para verlo, porque andaba por los rumbos del parque de Las Flores.
El pasado sábado 24 de julio, a los 90 años de edad nos dejó el abuelo Freitas. Se fue al parque de Las Flores. Allí está con su sonrisa cierta y hermosa. Cualquier día de estos, volteamos por la esquina y nos encontramos. Adiós capitán querido.