Llegué el 18 de septiembre al Distrito Federal. La desaparición de los normalistas de Ayotzinapa acaeció entre la madrugada del 26 y el día 27 de ese mes. Pero antes, el 30 de junio, sucedió la matanza de Tlatlaya, población ubicada en el Estado de México. Una matanza perpetrada por elementos del ejército mexicano donde cayeron 22 personas, 3 menores de edad entre ellos. Este acontecimiento es clave porque fue la prensa independiente la que investigó y denunció el hecho, en el cual se trató de encubrir a los responsables.
Había, pues, un malestar colectivo previo a la desaparición de los estudiantes. Un descontento motivado por la evidente alianza entre clase política y narcotráfico en los tres niveles de poder institucional del país. Una alianza favorecida por el desmonte paulatino del Estado y la consecuente falta de garantías para el goce efectivo de los derechos. Un proceso que lleva 30 años, que converge con hechos relevantes en la historia reciente como las consecuencias que trajo la firma del Tratado de Libre Comercio entre México, Estados Unidos y Canadá; o, con la formación y surgimiento de la guerrilla Zapatista, ambos acontecimientos en 1994.
De manera que la desaparición de los estudiantes es la gota que derramó el vaso. Primero hay que entender la importancia de las Escuelas Rurales Normalistas en México. Estas son hijas directas de la Revolución Mexicana lideradas por Villa y Zapata entre 1910 y 1917. Las escuelas aparecieron con el propósito de formar docentes que defendieran los ideales de la revolución y la reforma agraria entre otros logros y conquistas, de las pretensiones de los terratenientes. A mediados de los años 20 se organizaron 29 escuelas por toda la República Mexicana y fueron robustecidas por el presidente Lázaro Cárdenas en los años 30, con la idea de defender la constitución de 1917, la primera carta magna socialista que aparece en el mundo (y que con reformas y todo está vigente). Desde siempre las escuelas rurales normalistas fueron una piedra en el zapato. A las escuelas las vienen cerrando poco a poco, en la actualidad quedan 17 de ellas. Una de las escuelas más comprometidas es, precisamente, la de la población de Ayotzinapa ubicada en el Estado de Guerrero a hora y media de Acapulco y a cuarenta minutos de Iguala, donde desaparecieron los estudiantes.
Aquel 26 de septiembre los estudiantes normalistas, los Ayotzinapos como les dicen con desprecio, se estaban preparando para asistir a la marcha del 2 de Octubre, que conmemora la matanza de estudiantes universitarios en la Plaza de Tlatelolco acaecida en 1968 en el Distrito Federal. Aquel octubre sesentero fueron a la marcha miles y miles de estudiantes de la UNAM, del IPN entre muchas amas de casa y oficinistas, mucha gente del común. El batallón Olimpia fue el encargado de ametrallar a cientos de personas. Nunca se supo la cifra exacta, hay gente que habla de trescientos muertos. Los documentos oficiales señalan veinte muertos y en textos históricos y de prensa se señala al presidente de la época como directo responsable de la masacre: Gustavo Díaz Ordaz. Ir al Distrito Federal implicó para los de Ayotzinapa apropiarse de tres buses interurbanos: se trata de una práctica bastante común en México que, sin embargo, no implica asesinar estudiantes. La gente de a pie cree que, para desplegar una cortina de humo sobre los acontecimientos de Tlatlaya, se quiso crear una situación crítica con los estudiantes normalistas. Justo cuando pasaban por la vecina ciudad de Iguala, fueron capturados por la policía con la justificación de evitar que sabotearan un acto oficial llevado a cabo en ese instante por la primera dama del pueblo: María de los Ángeles Pineda Villa, hija de uno de los narcotraficantes más poderosos del estado de Guerrero, el Clan de los Beltrán Leyva. Los tres hermanos de María de los Ángeles también pertenecen a la organización. De manera, pues, que junto con su esposo José Luis Abarca, el alcalde de Iguala, detentaban el poder en todas sus dimensiones de la manera más arbitraria, abusiva e impune. Así pues, la Policía de Iguala le entregó los estudiantes al grupo narco-paramilitar Guerreros Unidos.
Es Carmen Aristegui, la valiente (e incómoda para el poder) periodista mexicana quien denuncia los hechos y alerta sobre la trágica situación. Entre la profusa información que comenzó a circular en la efervescencia de las redes sociales, apareció la foto del desollado de Ayotzinapa. Antes de seguir una importante advertencia: la foto la pueden conseguir en internet, pero, es de una escabrosidad y de una brutalidad tal, que serán testigos del nivel de degradación y deshumanización a que ha llegado la guerra contra las drogas, que es una guerra contra la gente, contra la gran mayoría de nosotros. No cualquiera puede ver la foto, les pido prudencia en su análisis. Se trata del estudiante Julio César Mondragón Fontes, quien tuvo la osadía de escupir en la cara de uno de sus captores. De 22 años, dejó a su joven esposa junto a una bebé de 15 días de nacida. Esta foto es clave porque, hasta las clases medias y acomodadas de siempre se indignaron frente al gobierno del Estado y el Federal, los cuales, se desentendieron de los acontecimientos por espacio de diez días. Siempre calificaron como “hechos aislados y locales” la desaparición de los estudiantes. Es allí cuando aparece la masa descontenta, más allá de la población estudiantil y universitaria de todo México y se desata el profundo cuestionamiento al “Narcoestado”.
A mediados de Octubre, la Corte Suprema de México, niega una consulta popular respecto a la privatización, o no, de la emblemática empresa estatal PEMEX (Petróleos Mexicanos). Una empresa que constituye uno de los fundamentos de la fuerza soberana de la República, cuando el petróleo fue nacionalizado por el gobierno del presidente Lázaro Cárdenas en los años 30. Lo anterior enrarece mucho más la vida nacional. No obstante, el presidente decide reunirse en Los Pinos con los padres de los estudiantes desaparecidos. Según lo registrado en la revista Proceso se trató de una reunión compleja para el presidente Peña Nieto, toda vez que no contó con ambiente cortesano, sino cargado de fuertes y dolorosos reclamos.
En este revuelto octubre surge un acontecimiento cultural de gran envergadura, como lo es el estreno de la película “La Dictadura Perfecta” en cientos de cines de todo México. Una sátira política con gran vigor crítico, protagonizada por Damián Alcázar y dirigida por Luis Estrada, el mismo director de las extraordinarias películas: La Ley de Herodes (1999) y El Infierno (2010), las cuales recomiendo y se pueden encontrar en internet. En esta película se desnuda la perversa relación entre gobierno, narcotráfico, sector privado y medios de comunicación en su macabro y muy eficiente propósito de capturar y someter el Estado de derecho a los intereses de la más baja estofa. En quince días la película alcanzó una taquilla de más de cuatro millones de espectadores.
En ese entonces, aparece el denominado escándalo de La Casa Blanca, una gigante mansión, cuya propiedad, al parecer, relaciona a la Primera Dama de la Nación con el oferente chino que participó y ganó la convocatoria para construir el primer tren de alta velocidad del continente: México – Querétaro. En principio eran 16 oferentes, pero, se descartaron 15 y el trámite lo cursó el oferente único. Un día miércoles, se anunció el ganador. Al día siguiente, jueves, el Ministro de Transportes y Comunicaciones defendió el proceso. Y, al día siguiente, viernes, se anuló todo el proceso de manera inexplicable. Ahora, la Primera Dama, tras fuertes cuestionamientos de la prensa crítica y opositores, anunció devolver la glamurosa Casa Blanca. Días después el presidente Enrique Peña Nieto viajó a China para el encuentro del G-20 y, según la prensa, tuvo que sortear una incomodísima y muy penosa visita de Estado. En la prensa crítica mexicana de revistas como Proceso y periódicos como La Jornada se pueden conocer detalles. Carmen Aristegui, una vez más, fue una de las primeras periodistas en advertir semejante exabrupto sin nombre, ni vergüenza. La gente no aguantó más.
Las jornadas de protestas devinieron permanentes y masivas. El viernes 7 de noviembre el procurador José Murillo Karam ofreció una conferencia de prensa que paralizó al país, toda vez que se trató de datos e información de los estudiantes desaparecidos. El del procurador fue un evento errático y carente de credibilidad que enardeció aún más los ánimos colectivos, a tal punto que los quejosos quemaron la puerta principal del Palacio Nacional en el Zócalo de la Ciudad de México. Así como la gente quemó el edificio de la Gobernación del Estado de Guerrero e hicieron renunciar al gobernador. Como quemaron la Alcaldía de Iguala, la sede del Senado (Asamblea) del Estado y las sedes de los principales partidos como el PRI, el PAN y el PRD. Estudiantes y gentes del común se tomaron los distintos peajes de las carreteras nacionales, en especial las que se dirigen hacia estados como Veracruz, Michoacán y Guerrero y los declaran libres.
Ad portas de mi regreso a Colombia, el presidente mexicano advirtió que usaría la fuerza estatal para sofocar las protestas y en la prensa ya podemos ver su registro. “Ya estamos como en Colombia, o peor” con recurrencia me decían mis amigas y amigos mexicanos. Al respecto, siempre les comenté que en mi país es muy difícil manifestar la inconformidad en masa, tal y como va despertando México. Y mucho menos que filmen, se exhiba y acudan en masa a una película tan valiente como La Dictadura Perfecta. “En Colombia estamos peor” les respondí a mis colegas: “Estamos resignados a casi todo”. Bueno, no quiero ser tan radical, pues, de repente emergen espasmos, brotes: como cuando muchos rechazaron las fotos del alcalde Vélez en los colegios de Cartagena. O como cuando un señor, muy digno él, rompió a “monazos” una placa que simbolizó la lambonería, la sapería, la obsecuencia y la ridiculez perpetua de la élite local. O en la revuelta latente cuando se observan bajo el sol caliente, los enjambres de mototaxis.
Quedan preguntas. El próximo año son elecciones en muchos estados de la federación y los acontecimientos actuales hunden en la incertidumbre a poderosas casas políticas. El grado de inconformidad generalizada es tal que en todas partes se pide la cabeza del presidente. Cosas se han visto en los últimos veinte años: Ecuador, Argentina y Brasil. Hay gente en la sierra del Estado de Guerrero que ha visto camiones y camionetas con los estudiantes de Ayotzinapa, que los llevan de un lado a otro. Eso han dicho a algunos padres de familia y registrado en la Revista Proceso. Duele mucho México toda vez que es un país admirado y querido en todas partes. Duele México lindo y herido. ¡Vivos se los llevaron! ¡Vivos los queremos!