Peatón Consciente


En diciembre del año 2014 recibí un aguinaldo que cambió mi vida. La vida diaria, digo. Que, si uno mira la existencia en su conjunto, cosas como un morral no son de gran relevancia en contraste con el nacimiento de un hijo, la muerte de un ser querido, graduarse de algo, o conocer al amor eterno. Morral, como el que recibí, se asocia al trabajo, a la escuela, a los recuerdos del bachillerato.

Justo cuando me lo entregaron caí en la cuenta que no usaba un morral de tirantas desde 1985. Transité, pues, por varios modelos que oscilaron entre el portafolio o el maletín con manigueta y el bolso que colgaba en mi hombro, o me lo terciaba. Cada uno de estos elementos supuso un atuendo distinto, en escenarios laborales específicos. Portafolio y maletines los usé cuando vivía en grandes ciudades y vestía de saco y corbata. Andaba por mis veintes y despuntaba mi experiencia docente. Ya llevo veinticinco años de profe, imagínese usted, comencé esta labor a mis veintidós en la Ciudad de México.

A mi regreso, adopté la vestimenta propia de un profe del Caribe. Me pareció práctico usar un maletín con tiranta. Tener las manos libres para sortear el trajín de la buseta, una experiencia que en los noventa era poco más soportable que ahora. Todo siguió igual hasta cuando apareció en mi vida el Chicamóvil. De manera que, para mí, el siglo XXI no comenzó en el año 2000, cuando nació mi primer hijo. Ni cuando tumbaron las torres gemelas, al año siguiente. Mi siglo comenzó cuando un amigo querido me hizo el favor de traerme un Renault 4 de Medellín en 2002, el Chicamóvil.

Seguí vistiendo igual. Un profe muy formal. Una estudiante que conocí hace como catorce años me lo describió al dedillo: “No se me olvida cuando vestías tus pantalones Pat Primo, tus zapatos negros, tus camisas manga largas recogidas al codo, tu maletín y tu paraguas que a veces usabas de bastón”. La verdad es que había olvidado aquellas prácticas del vestir: “Todo un gentleman” pensé. La estudiante me recordó así, cuando nos encontramos a principios de este año por la calle Segunda de Badillo. “¿Ajá Ricardo? ¿Estás de vacaciones?” Me interpeló, con toda razón. “No. Ahora ando así todo el tiempo. Este morral que me regalaron me cambió la vida” Le dije. Mi ex – alumna hizo un leve gesto de descompostura.

Y tenía razón. Luego de catorce años el Chicamóvil ya no existía y, en cambio, cargo mis cosas a la espalda en un morral. Y, en la medida de lo posible, ando en bermudas. Aquel aguinaldo del Fondo de Profesores de la Universidad de Cartagena –FONDUCAR-, llegó precisamente cuando me encontraba huérfano de Chicamóvil y, francamente, no sabía qué hacer con tanta cosa que debo cargar todo el tiempo. El bolso terciado era muy pequeño e incómodo.

Además, los rigores del calentamiento global hacen cada vez más mella en mi frágil humanidad. De manera que cuando recibí el morral de Fonducar, pensé: “Bueno, si voy a ser testigo de cómo se acaba el mundo en medio de una convergencia de catástrofes, entonces, me pondré cómodo”. Comenzó el primer semestre de 2015 y advertí que ya no caben más carros en el centro histórico (ni en ningún lado). Hay gente que llega y se tiene que regresar a casa, dejar el carro y venirse en taxi. De lo contrario pagas un dineral en estacionamiento. Muchas veces pierdes tiempo buscando parqueo. Eso sin contar trancones, los más absurdos.

Decidí convertirme en peatón consciente. Aunque esta ciudad no está pensada para caminantes. “¿Y por qué no usas bicicleta?” Preguntó mi ex – alumna. “Porque me aterra que me aplaste una tractomula. Fíjate, la ciudad no está pensada para ciclistas” Contesté. Con morral y bermudas comencé mi vida de caminante. A comienzos del 2015, cuando cruzaba por la Torre del Reloj, varios vendedores ambulantes me hablaban en varios idiomas: portugués, en francés y casi siempre en inglés. Varias ocasiones fueron risibles. “El vale, yo soy de aquí”. Les dije, hasta que se acostumbraron a verme en el paisaje.

Ando en buseta en las horas valle, me monto en colectivos y en ocasiones de urgencia monto en mototaxis. El bolso de Fonducar lo permite casi todo. He atravesado seis aduanas internacionales, he visitado varias poblaciones de nuestra región y así mismo voy donde el médico y al banco a pagar los colegios.

“Así debería vestir todo el mundo en Cartagena” o “Así debería vestir yo. Y no sé porqué no lo hago” Son expresiones que me han dicho varias veces, las más distintas personas. No se dan cuenta que el cuerpo es primero de uno, después de los otros. Me saludan con las camisas empapadas de sudor. En el morral de Fonducar cargo gafas oscuras, gorra, paraguas, algunos trabajos de los estudiantes, los recibos por pagar, papel higiénico, borrador y marcadores, zapatos de caminar largos trayectos y, a veces, un pantalón largo. Este último para cuando se ofrezca entrar a ciertas oficinas o reuniones; pues, la moda es clave en los lugares donde se escenifica la identidad y la actuación de la gente.

No es lo mismo actuar una guayabera que una bermuda, por ejemplo, pero, la primera no combina con un morral de aguinaldo como es el caso. Cuestión de gustos, de necesidad y de comodidad; sin olvidar, por supuesto, que un cuerpo vestido es portador de clase social y de estereotipos. De manera que voy vestido de peatón consciente.

Hay momentos y lugares donde veo cruzar alguien con un morral igual al mío, con el logotipo de Fonducar. Por supuesto, la Universidad es el lugar más común. Pero a veces los veo circular en el supermercado, en un barrio, en el cine, esperando la buseta, o metiéndolo en el baúl de un carro. Allí es cuando imagino que el morralito le cambió la vida a más de un profe en la Universidad de Cartagena.

Todo es cuestión de valorar la experiencia ciudadana en esta ciudad. Cuando uno es peatón consciente tiene que sacarle el quite a los efectos de las decisiones absurdas, mezquinas e irresponsables de los dirigentes, de los políticos, de los poderosos. Hoy, caminar por Cartagena, implica ciertos aprendizajes clave: negociar el precio de una carrera, antes de coger el taxi; antes de cruzar por la cebra, hay que hacer contacto visual a los choferes y motociclistas, para ver si te dejan pasar; caminar por la acera de la sombra; detectar la inminencia de un atraco; conocer los atajos, pasajes y callejones con aire acondicionado, como la Olímpica de la Segunda de Badillo; jamás sacar el celular en la buseta o en ciertas calles y sectores; esquivar las pilas de excremento, en especial, en horas de la mañana; y, siempre llevar menudo, nunca billete grueso.

Fíjese usted: A Colombia llegaron los carros, pero no las carreteras; llegaron los hospitales, pero no llegó la salud; llegaron las escuelas y universidades, pero no la educación. A La Guajira llegó la riqueza de El Cerrejón, pero también la desnutrición infantil. O, ¿Qué tal el alcalde Enrique Peñalosa diciendo que los buses de Trasmilenio son mejores que el metro para la movilidad de Bogotá? Y así es con todo: Los grandes señores vendieron la muy estratégica y soberana empresa pública de ISAGEN, con la excusa de obtener recursos para construir las carreteras. Yo, decidí caminar por la ciudad y, no sólo sortear la movilidad de Cartagena de esa forma, si no, apropiarme del mundo de otra forma también.

Con mis bermudas, mi caminata y mi morral soy consciente de la necesidad que el capitalismo tiene de controlar los cuerpos, de vestirlos, de uniformarlos. Como cuando esclavizaron los cuerpos de los africanos que llegaron a este puerto. Y ahora, camino bajo el sol caliente, en especial, el tramo de Chambacú hasta la calle de La Moneda y de allí hasta la Universidad de Cartagena, o hasta donde toque. Camino contra el sedentarismo, que es tan peligroso como una mala dieta. Y, si. Llegará un día en que última buseta sea chatarra y los sparrings, choferes y vendedores ambulantes se tendrán que acomodar en la marginalidad más extrema. Como peatón consciente habrá que acomodarse la nueva situación.

Eso sí, que los dirigentes y los poderosos no se llamen a engaño: los peatones conscientes, que somos gran mayoría, nos damos cuenta de las cosas. A Cartagena llegó Transcaribe, pero no llegó la infraestructura vial, ni mucho menos la infraestructura peatonal. Ahí es donde nos sacrifican a casi todos: al respecto las experiencias nos anteceden en Bogotá, en Barranquilla, en Bucaramanga, en Pereira, en Cali. Es cuestión de buscar la información y enterarse, porque por cuenta de la prensa local, eso nunca sucederá.

Y todavía, con el cinismo más descarado, ciertas editoriales de prensa y ciertos funcionarios públicos, nos echan la culpa de la falta de cultura ciudadana. Aparecen en prensa los regaños sociales porque somos desobedientes, somos insolentes y maleducados; siempre descalifican al de abajo, a los que vamos caminando. Pero ellos no miran arriba, allá donde se embolataron los cuatro mil millones de dólares por el sobrecosto de REFICAR. Si se comprueba, va a pasar a la historia como uno de los tumbes más escandalosos de la historia republicana de este país, comparable con la pérdida de Panamá en 1903. Pero, no. De eso no se habla, eso no aparece en las noticias, ni amerita un reproche si quiera.

¿Cultura ciudadana? Entonces (a ellos, dirigentes y mandamases) se les ocurre hablar de Bogotá, de Medellín, de Mockus, de Peñalosa: Y eso ¿qué tiene que ver con nosotros? Eso es allá con los cachacos, arriba de los páramos. Que vengan, que caminen aquí y sepan que los peatones conscientes tenemos claro que el verdadero cambio consiste en no robar.


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