¿Quién no quería ser amigo de Edgar?


Que no se alegre la muerte porque su triunfo es vacío, pues, Edgar José Gutiérrez Sierra se lleva nuestro amor y con su amor nosotros quedamos. ¿Quién no quería ser amigo de Edgar? Fue mi profesor de Español y Literatura cuando cursaba décimo grado en el Colegio Fernández Bustamante, en un lejano 1985. Edgar era tan joven como sus estudiantes, desde entonces y hasta ahora. Fue la primera persona que le escuché recitar un Haiku, o mejor, varios Haikus: cortos poemas japoneses que leyó un medio día, casi a la una de la tarde, en medio del calor más espantoso y el hambre implacable de la hora. Pero me llamó la atención.

Me llamó la atención, también, un puñado de pistas cotidianas que no se dicen pero se recuerdan. Todos nos habíamos dado cuenta que Edgar llegaba al colegio en una diminuta motocicleta. Una Suzuki FZ 50, si no me equivoco era de color azul. De repente divisaba la particular figura de Edgar manejando su moto por ciertos puntos de la ciudad: el centro, el mercado de Bazurto, la avenida Crisanto Luque y el barrio Martínez Martelo. Divisaba al profesor desde los buses de palo y zinc del Alto Bosque. Se me aparecía en la mirada, en la película de ir viendo desde el bus lo que pasaba en las calles polvorientas, en la vida ajena. Un día vi que el profesor iba acompañado de una muchacha blanquísima, delgada y de pelo largo hasta la cintura. Una muchacha que lo abrazaba dulcemente por la barriga, mientras Edgar aceleraba por la esquina del Restaurante Asia, subiendo en dirección hacia El Prado.

Un día descubrimos a la salida del colegio, que el profesor había cambiado la ágil motocicleta por un Fiat Topolino que se varaba a cada rato. Yo alcancé a empujar ese carro, junto con otros estudiantes, sin lograr un despegue de alivio. Me acuerdo del mal humor de Edgar, de su frustración frente a semejante despropósito. Otro día lo escuché pensando en voz alta, en referencia al tipo que le vendió aquella pequeña cafetera infernal. “Que me devuelva mi plata” repetía y repetía. Fue una de las últimas imágenes que tuve de él, antes de abandonar la ciudad para continuar mis estudios universitarios.

Pasaron los años. A principios de 1993 busqué a Edgar, es decir, retomé la tarea de seguirle la pista. Fue cuando encontré su nombre como autor de ciertos artículos culturales en El Universal. Un día de ese año, me publicaron en este mismo diario un texto sobre algunos temas que aprendí de la cultura haitiana: su religión, su música y sus bailes. Creo que ese fue un punto central de contacto, porque Edgar, entonces, me interpeló. Mejor dicho, se acordaba de mí, como su alumno de Quinto de Bachillerato, pero, en especial, porque siempre creyó que Carlina Blanquicett era mi novia de colegio. “Compa, pero, usted tiene lo suyo en la escritura”, me dijo en relación al artículo; más bien,  aproveché el comentario para desmentir lo de Carlina. Ella nunca me hizo caso. Allí me enteré que aquella muchacha blanquísima era cachaca, esa que lo abrazaba en la FZ 50 se llamaba Carlina Camacho.

De inmediato comenzamos una conversación para actualizar las noticias de nuestras vidas y supe que estaba investigando el tema de Los Cabildos de Negros en la población de Bocachica, en la Isla de Tierra Bomba. Me pidió que lo apoyara tomando las fotografías del proyecto. De la mano de Edgar descubrí una ruta de marca profunda, la que va de los Cabildos de Negros de la Isla a los Cabildos de Negros de Getsemaní. Fuimos ocho o nueve domingos seguidos a visitar gente capaz de recordar en lo más hondo de la memoria ancestral. Allí nos encontramos a Manuelito, un anciano recio y muy sabio que conocía todos los toques del Cabildo.

Fue tan relevante la primera visita que al siguiente domingo, cambié la cámara de foto por una cámara de video y lo único que tenía que hacer era seguirle la pista a Edgar, tal cual, como lo venía haciendo cuando lo espiaba por la ventanilla del bus de palo del Alto Bosque. Subimos a La Popa, no la de Cartagena, si no la que queda en Bocachica. En lo alto de aquel cerro Manuelito nos adentró entre ruinas y monte hasta encontrar los vestigios de un altar a la Virgen de la Candelaria.

De la primera visita, inolvidables son los Picós. Había uno en que sonaba la canción 'I’ve got you babe'. “¿Quién canta ahí?”, me preguntó Edgar. “El Viejo Lucky”, contesté en referencia al Rey del reggae africano. Cada domingo por la mañana nos recibía la tibia banda sonora musical de aquel Picó con un repertorio negro, antillano, africano. Seguí a Edgar en su periplo de entrevistas a las ancianas y a los ancianos que él trataba con sentimiento sacro, con devoción y mucho respeto. Llegó un momento en que  sentimos que teníamos un documental entre manos.

De Bocachica llegamos a Getsemaní. Más que al barrio llegamos donde su Cabildo, donde su reina vitalicia Nilda Meléndez; donde Miguel Caballero; donde el Profesor Escandón; donde toda la corte y sus virreyes, duques, duquesas, caballeros, matachines. Donde toda la gente del barrio que resiste el despojo inmobiliario, que amenaza la memoria de los negros y sus cabildos y que implacable cumple su propósito. De la mano de Edgar y siguiéndole la pista me encontré y me reencontré con un poco de gente firme: Pedro Blas, Emery Barrios, Kike Muñoz, Jorge García Usta, Efraim Medina, Jhon Jairo Junieles, Astrid Torres, Gabriel Pico Pupo “El Safari”, Sonia Burgos, Rómulo Bustos, Frank Arroyo y un poco de gente más que querían en pila a Edgar: Douglas Becerra, Argemiro Menco, Ingrid Blanco, Rafael Imitola, Eduardo García, el Profesor Arce, Emilia Amor. Un universo de amigos inolvidables, de inabarcable número...Edgar Rey, Hortensia Naizara...tantos y tantas.   

“Imagínate con la que me salió Edgar Alexander”, me confío una tarde de viernes en la Plaza de la Trinidad. Resulta que en nuestras andanzas por Bocachica, Edgar decidió llevar a su hijo de tres o cuatro años que se llama como él. En secreto guardábamos expectativa de cómo el niño asimilaría la experiencia. Un día Edgar Alexander se puso a descascarar las paredes de la casa familiar en el barrio Los Alpes. Por su puesto se ganó el regaño del padre, quien le preguntó por los motivos de semejante ocurrencia. El niño respondió que él quería que su casa se pareciera a la casa del Viejo Manuelito, a las casas de La Popa en Bocachica, que las paredes están descascaradas por el salitre. Aquel viernes en la plaza Edgar me confesó que la respuesta le conmovió tanto que lloró. Por nostalgia, por la alegría de vivir y aprender.

Aproveché dos elementos de toda aquella circunstancia: el espíritu andariego de Edgar y su carro. Tuvo un Chevrolet Sprint y una noche de miércoles nos fuimos al pueblo de Evitar, muy cerca de Mahates. Qué nombre tan extraño: supe entonces que la idea de sus fundadores era evitar conflictos, escaramuzas y peleas con las poblaciones vecinas. Edgar sabía que en Evitar hacen hablar los tambores de particular manera. Esa noche, cuando los tambores descansaban de su sesión de coros, nos hablaban a cada uno de nosotros. Nos preguntaban cosas y los tamboreros se reían de nuestro asombro.

Aproveché las andanzas de Edgar, su carro y sus saberes. Un día le dije que tenía que ir al Parque Tayrona a grabar algunas tomas en video. “Pon el carro que yo pago todo” Propuse. Llegamos en la tarde y en ese trasegar de caminos y senderos, llegamos a Playa Cañaveral. Nos tropezamos con unas piedras grises enterradas en el agua, como inmensos huevos prehistóricos. Se nos agotaron los temas de conversación, el sol estaba implacable y había sed. Vino el silencio. Había que atravesar la playa de un extremo a otro. La arena pesaba y cada vez se nos enterraban más los pies. Caminamos y caminamos y nos sentíamos en una banda sin fin de ejercicios aeróbicos. “Ricardo” Me interpeló. “¿En qué película estamos, que no llegamos? Me siento en una película del desierto” El apunte sirvió para reírnos y disfrutar un poco la situación.

Después de aquel episodio de las paredes descascaradas de Bocachica, Edgar siempre cargó con su hijito. Sin embargo, aquella ocasión de nuestra “película en el desierto” Edgar Alexander se quedó durmiendo en el carro. Menos mal, porque semejante asoleada sin agua que tomar, tuvo su buena cuota de aguante. “Pon el carro que yo pago todo”, le propuse de nuevo. Llegamos hasta Mompox y en un restaurante cerca del mercado, Edgar Alexander pidió “Pollo a la Buena Mujer”. “Está muy bueno, tal y como dice el nombre”, dijo el padre después de comer el resto que el hijo había dejado de un plato muy generoso. “Es que en todos estos pueblos, todavía hay en la gastronomía una cultura de la abundancia”, me dijo Edgar. Aproveché de Edgar su andar, su carro, sus saberes y parábamos en ciertos ventorrillos de comida. “Es que hay que probar”, afirmaba ante el altar de una mesa de fritos al pie del Puente Pumarejo sobre el Río Magdalena. Más de un sancocho probé de las manos y de la cocina de Edgar.

“Carlina está embarazada”, me hizo saber. “Si es niño se va a llamar Sebastián”. Me hizo un par de referencias: La canción compuesta por Daniel Lemaitre “Sebastián rompete el cuero” y “San Sebastián de Calamarí” como inicialmente fue nombrada Cartagena. Esperó a su segundo hijo en medio de interrogantes que dieron lugar a su primer libro: “Fiestas: Once de Noviembre en Cartagena de Indias. Manifestaciones artísticas y Cultura popular: 1910 –1930”, cuyas galeras leí sentado en las escaleras de su casa. Había tanta información nueva que no sabía por dónde empezar, con el tiempo fui entendiendo mejor el acertijo temático de Edgar y la luz que encendió en el laberinto ignorado de los sectores populares y su cultura, es decir, de nosotros. “Bienvenido a casa Sebastián”, reímos  todos cuando  Edgar Alexander recibió con sencillas palabras al recién nacido. Lo bautizamos en la Parroquia de Los Alpes. Se prendió el equipo de sonido en la terraza y Edgar prendió su música selecta que en parte le suministraba Rafa Imitola gran sabedor de las músicas antillanas.Esas mismas músicas que escuchamos tanto en las bandas sonoras de la subida del Pie de La Popa y de La Popa entera y que Edgar documentó de muchas formas. Siempre mostró fascinación por los exvotos expuestos en la capilla de aquel Convento. Exvotos, ofrendas, mandas y promesas que narran milagros, testimonios, súplicas, esperanzas y anhelos.

Llevaba mi novia a su casa. Edgar nos apadrinó el matrimonio. Nacieron mis hijos. Apareció en escena el “Chicamóvil” y muchas veces llegamos en familia a la terraza de Los Alpes, donde llegaban amigos y más amigos. Siempre quise trabajar en la Universidad de Cartagena y en varias ocasiones le pedí a Edgar que me repitiera el cuento de cómo había entrado a un lugar que me parecía fascinante por su gente, por lo que hacían, por todo lo que hablaban y escribían. Todas las fechas se cumplen. Un día entré y fui feliz como Edgar. Entendí que la Universidad de Cartagena es un recurso muy sofisticado para luchar contra la muerte. Entendí que una Universidad como la de Cartagena se inventó contra el olvido, para preservar lo que pensamos y sabemos.

Se inventó para conservar el firme propósito de pensar el mundo desde aquí, desde esta periferia extrema, desde este confín colonizado del mundo. Prueba de ello, entre muchas, es el pensamiento, la vida y obra de Edgar José Gutiérrez Sierra que navega en el devenir de la memoria, junto a las huellas y pistas que todos los días dejan docentes, estudiantes e investigadores.

Soy testigo de la felicidad de Edgar por vivir, por gozar, por amar, por pensar, llorar y reír. Nos duele su partida porque pensar en Edgar, hablar con él, estar con él, siempre valió la pena por la alegría, por el interés, por la discusión, por las preguntas ¿Quién no quería ser amigo de Edgar? Por eso la muerte no se puede alegrar, su triunfo es vacío.                   


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