Las redes sociales se estremecieron este fin de semana con la noticia del suicidio de la Dra. Catalina Gutiérrez Zuluaga, residente de Cirugía General. En la plataforma X, se multiplicaron los mensajes de solidaridad con la familia, rechazo con la enseñanza de la medicina con base en el maltrato y cientos de historias de colegas con como ella sufrieron y sufrimos el maltrato o la humillación en algún punto de su formación médica. Minutos después se viraliza en redes la carta abierta de una colega que cuenta con doloroso lujo de detalles como el sueño de ser residente rápidamente se convirtió en una pesadilla de la que tuvo que desistir.
Ser residente en Colombia es el equivalente a ganarse la lotería a la inversa dado que son pocos cupos por lo que muchos se ven obligados a emigrar, tendrás que pagar una millonada en matrículas y claramente te va a cambiar la vida. Lamentablemente la alegría en algunos casos, dura poco, por el maltrato que ninguno de nosotros hoy puede negar que existe en muchas facultades. Pasa, todos los sabemos y quien lo niegue miente.
El fallecimiento de la Dra. Catalina pone al descubierto lo que los médicos escondemos bajo la bata blanca: la depresión afecta a cerca de 12% de los médicos del género masculino y hasta 19,5% del femenino. La American Psychiatric Association, reporta que hasta 40 médicos por cada 10,0000 mueren por suicidio al año, más del doble respecto a otras profesiones. Series de casos reportan que de un 15 a 30% de estudiantes de medicina y residentes experimentan síntomas depresivos. A nivel local, un estudio publicado por el Dr. Alexander Pinzón-Amado, Médico Psiquiatra, Profesor asistente del Departamento de Salud Mental, Universidad Industrial de Santander realizado en Bucaramanga encontró qué 15,7% de los estudiantes de medicina informó haber tenido por lo menos un episodio de ideación suicida serio a lo largo de la vida.
Nadie niega que en la formación médica debe buscarse la excelencia, pero no sé a quién se le ocurrió el disparate de creer que someter a los estudiantes de medicina y programas de formación especializada a comentarios hirientes o situaciones humillantes haría de ellos mejores profesionales, esto sin contar las jornadas extenuantes, o aún peor, ocasiones en que se hace caso omiso de situaciones personales tan delicadas como tener un padre o una madre en UCI o cirugía, donde simplemente se les niega el poder estar con sus seres queridos porque “el servicio es primero”, y no, lo primero es la gente. Ese tipo de atropellos no harán mejor médico a nadie; peor aún si se les alienta a hacer los mismo cuando sean jefes. Niéguenmelo si pueden.
Ser médicos es una extraña combinación entre la vocación y el martirio, dado que tradicionalmente se nos alienta a creer que debemos sacrificar nuestra salud, nuestro tiempo, calidad de vida y relaciones personales en pro de la vocación casi apostólica que escogimos al decir “si juro”, una falsa de ideación colectiva que se ha prestado para que ocurran tragedias como la que lamentamos el día de hoy.
La violencia académica en la formación médica debe ser rechazada y erradicada de todas nuestras facultades. Recae sobre quienes enseñamos a las nuevas generaciones de médicos una enorme responsabilidad, el deber moral de romper el ciclo de maltrato, perdonar las ofensas recibidas durante nuestra formación y no replicar en quienes tomarán nuestro lugar en la medicina una “metodología” que nunca hizo mejor médico a nadie. Si logramos que esto pase, Catalina no habrá muerto en vano.
Paz en su tumba.