Por: Gabriel Jaime Dávila Gómez
Yo, —para entonces funcionario de la Administración Postal Nacional, ADPOSTAL—, viví en carne propia aquel episodio que partió en dos la historia de Colombia. En 1985 ya conocía el valor del Estado desde sus entrañas: la disciplina de la rutina, la importancia del deber, el respeto por la institución. ADPOSTAL me enseñó el peso de una carta, la dignidad del sello oficial y la grandeza silenciosa del servidor público.
Por eso, cuando el Palacio de Justicia ardió, sentí que no solo se incendiaba un edificio, sino la fe de toda una generación que creía en la justicia como último refugio de la República.
La preparación y la crueldad
A las 11:30 de la mañana del 6 de noviembre de 1985, un comando del M-19 ejecutó la llamada “Operación Antonio Nariño por los Derechos del Hombre”. No fue un acto de rebeldía improvisado: fue una operación militar planificada, con inteligencia previa, logística armada y apoyo financiero externo.
Testimonios judiciales y fuentes diplomáticas norteamericanas revelaron vínculos de apoyo económico del cartel de Medellín, bajo el mando de Pablo Escobar, al M-19 para ejecutar la toma. No fue, como algunos pretenden hoy, una gesta romántica: fue un acto de terror que buscaba humillar al Estado y destruir simbólicamente el poder judicial.
Los insurgentes ingresaron por la puerta principal, tomaron rehenes —entre ellos magistrados, empleados, visitantes— y convirtieron la sede de la Corte Suprema de Justicia en un campo de batalla. Allí, en medio del humo y las explosiones, el magistrado Manuel Gaona Cruz fue asesinado por negarse a ser usado como escudo humano. Testimonios de sobrevivientes, necropsias y reconstrucciones posteriores ratificaron que su muerte ocurrió a manos de los insurgentes dentro del edificio, un crimen que representó el sacrificio de un togado que defendió su dignidad y la de la justicia.
Hoy, su familia continúa esa defensa con valentía. La reciente decisión judicial que ordenó rectificar escenas de la película “Noviembre”, donde se distorsionaba su memoria, reivindica la verdad frente a la ficción manipulada. No se trata de censura: se trata de proteger el buen nombre de quien cayó defendiendo la Constitución, no de permitir que la historia se reescriba desde la conveniencia ideológica o el morbo mediático.
La retoma: el deber de la fuerza frente a la barbarie
Ante semejante barbarie, el Estado no podía responder con camándulas.
La toma fue una acción de guerra, y la retoma lo fue también. Los militares que intervinieron —algunos de ellos héroes, otros traspasados luego por juicios mediáticos y políticos— enfrentaron la misión de recuperar el Palacio y salvar a los rehenes.
El general Rafael Samudio Molina, entonces ministro de Defensa, asumió la responsabilidad de coordinar la respuesta estatal. Décadas después, algunos han intentado presentarlo como símbolo de la represión, pero los registros judiciales cuentan otra historia: nunca fue hallado penalmente responsable, y la Fiscalía se abstuvo de imponerle medida de aseguramiento. La justicia internacional condenó al Estado colombiano, sí, por desapariciones y abusos cometidos durante la retoma, pero no por la existencia de una política deliberada de exterminio.
El país debía y debe asumir sus culpas, pero sin borrar las jerarquías de la verdad: el M-19 tomó el Palacio, el Estado lo recuperó, y en medio quedaron los inocentes.
La dignidad de los togados y la justicia sitiada
Desde mi puesto de trabajo en ADPOSTAL, entendía que cada sello, cada carta, cada trámite, representaba la fe en el Estado. Por eso dolía ver cómo el templo de la justicia era profanado. Los magistrados defendían algo más que su vida: defendían el principio mismo de la democracia. Su pluma, su toga y su palabra eran su único escudo, y aun así resistieron.
Décadas después, esa misma justicia ha vuelto a ser sitiada, no con fusiles ni tanques, sino con turbas que amenazan jueces, incendian simbólicamente tribunales y deslegitiman las decisiones judiciales desde la arrogancia ideológica o el populismo.
Son pequeñas tomas a la justicia, repeticiones modernas de la barbarie de 1985. Cada ataque a una sentencia, cada amenaza a un juez, cada intento de incendiar la institucionalidad con consignas, es una chispa del mismo fuego que devoró el Palacio.
Mi certeza personal
Desde esa Bogotá de contrastes, donde los pueblerinos buscábamos oportunidades y cultura, comprendí que la democracia no se defiende solo con discursos: se defiende con carácter. La preparación, la crueldad y los intereses oscuros del M-19 no daban espacio a la contemplación. No era una protesta social; era una guerra contra el Estado.
Por eso, cuando oigo a quienes hoy relativizan los hechos, intento recordarles que la historia no admite poesía donde hubo terror. El M-19 no entró a liberar al pueblo, entró a destruir el símbolo de la ley. El Estado, con todos sus errores, lo defendió. Y entre el fuego y el humo, hombres como Manuel Gaona Cruz murieron por la dignidad de la justicia, mientras servidores como Rafael Samudio Molina cargaron con el peso de decisiones que la historia juzgaría sin matices.
Conclusión
Bogotá fue —y sigue siendo— la ilusión de nosotros los pueblerinos: una ciudad de cultura, de oportunidades, de sueños. Pero ese noviembre de 1985 se convirtió en una lección dolorosa sobre lo frágil que puede ser la democracia cuando se enfrenta al fanatismo y la mentira.
Cuarenta años después, la verdad sigue siendo rehén de discursos interesados. Por eso escribo: para recordarlo, para oponerme al olvido, para evitar que los asesinos se travistan de héroes y los mártires sean sepultados bajo la propaganda.
El Palacio de Justicia ardió, pero de esas cenizas también nació una convicción: que la justicia, aun sitiada, no se rinde; que el Estado, aun herido, no se arrodilla; y que la verdad, aunque la quieran quemar, termina por iluminar.
Porque el verdadero fuego no destruyó la justicia: la purificó.
Y por eso sigo escribiendo —como testigo, como servidor y como ciudadano— contra el Holocausto de las Mentiras.