Megalopolis: O la megalomanía por todas partes


La última película de la gran leyenda del cine Francis Ford Coppola comienza con César, el personaje que representa Adam Driver, a punto de lanzarse desde lo más alto de un rascacielos de una gran ciudad (New York). Y justo cuando está por caer, decide para el tiempo con la fuerza su voz.  

Ni el más megalómano de los emperadores romanos ni ningún dios de la antigua Grecia o de la antigua Roma pudo parar el tiempo. Y este César moderno lo ha conseguido, así no más. Acto seguido la película avanza con una declaración de intenciones sobre Estados Unidos de América, emparentándolo a Roma como grandes imperios, y el peligro que corre el primero de venirse abajo, como en su momento le sucedió al segundo. 

Desde ese momento somos testigos de una hipotética sociedad moderna (muy estadounidense, por cierto) en la que gobierna un sistema clásico al mando del sospechoso alcalde Cicero (Giancarlo Esposito), quien defiende un estilo de gobierno más conservador, y en oposición se encuentra Caesar Catilina (Driver), científico, progresista y ganador del Nobel, que cree en un proyecto futurista donde habrá espacio y alegría para todos; como una especie de tierra donde fluye leche y miel. Pero, sobre esto hay que decir que, ante todo, es su proyecto, y quien sea que participe en él no es más que un personaje secundario que tendrá que adaptarse a sus obsesiones. Ni el amor por una mujer (ni siquiera el amor por dos mujeres) será suficiente para abdicar a su sueño; o se adaptan ellas a su objetivo, o quedarán atrás.  

 

Ahora, tanto por las referencias explicitas como por las implícitas a la antigua Roma y a los mitos griegos, de donde los romanos bebieron, vale la pena pensar como el mito atraviesa la que tal vez sea “The Last Dance” del director de Detroit.  

Sobre el mito, el filósofo francés Roland Barthes nos dice que ante todo es un tipo de habla, un sistema de comunicación que opera, básicamente, poniendo un significado (“concepto”) en la mentalidad de sus receptores, para que así lleguen a vivenciarlo como algo dado naturalmente. Ya expresó Barthes en su libro Mitologías 

“El mito es un sistema particular por cuanto se edifica a partir de una cadena semiológica que existe previamente: es un sistema semiológico segundo.” (121) 

O sea, el mito no elimina el significado original de una palabra, sino que lo mantiene disponible, pero lo vacía de contenido o lo empobrece hasta el punto de poder rellenarlo con un nuevo significado, el concepto. Este concepto no tiene una conexión directa con el significado original, y, además, está motivado históricamente, sin derivarse de la razón o la naturaleza. Para funcionar, el concepto requiere una cierta analogía con el significado original, robando su fuerza o viveza y dándosela al nuevo concepto implantado. Todo esto sucede en medio de una mezcla confusa o ambigua que mantiene una conexión implícita entre el concepto y el significado original.  

Fotograma de Megalopolis

Forograma de la película: 

 

Así, en Megalopolis el mito que busca rellenarse es el de una Roma nueva en esa sociedad enferma, sobre todo, enferma desde sus dirigentes: pues, así como en el antiguo imperio donde gobernaron seres tan ególatras y delirantes (como se asume que fue Calígula, por citar uno) también en la actual sociedad norteamericana del filme tenemos una serie de personajes que parecen disputarse los delirios de grandeza. ¿Será que el proyecto inicial de Megalopolis (que Coppola comenzó a escribir en 1980) tocaba tanto en la tecla de la delirante locura de los lideres políticos, o fue algo que fue adicionando a medida que el mundo fue liderado cada vez más por seres que buscan relucir ellos sobre el bienestar de sus países (Trump, Putin, y un largo etcétera)? Lo cierto es que la referencia a lo mítico está explicita e implícitamente a Pigmalión, a Cronos, a Pandora (y todos sus males, pero también la esperanza), pero solo bebe de ellos para exponer su variación en esa sociedad degenerada que tanto como en la antigua Roma adolece y tal vez más de las mismas enfermedades: corrupción, soberbia, envidia, amplia megalomanía.  

Mitos, símbolos, citas filosóficas, personajes que beben del pasado mirando hacia el futuro, todo eso junto a una desbordante propuesta cinematográfica donde muchas cosas se acumulan, a veces parece, de forma gratuita.  Más que una película, por momentos parece que fuéramos testigos de un reality show cinematográfico hilvanado con una amplia gama de recursos técnicos y digitales (algunos usados con aciertos, otros no tanto) y con una cámara que parece husmear en detalles de los personajes, tanto que por momentos parece que nos revelaran un chisme. 

Sin duda, una película que necesitará su reposo para valorarla en sus matices; sin duda, una obra de un octogenario director que no tiene nada que perder (no más que 120 millones de dólares que gestionó para poder filmarla) y que expone también su cierta dosis de megalomanía, tanto en la forma de explayar todos los recursos posibles para llevarla a cabo como por cierta identificación con el personaje de César y sus deseos recalcitrantes de llevar un proyecto a cabo. Megalopolis fue un sueño de más de 40 años de un director que tuvo el mundo a sus pies y que varias veces se cayó y se levantó. Megalopolis es el sueño hecho realidad de un hombre que siempre ha inspirado a los cineastas del mundo a creer en sus proyectos más personales, así sea que para hacerlos se tenga que poner en juego todo y algo más. Megalopolis, en la película, es también el sueño de un hombre obstinado. Tal vez, más allá de lo cinematográfico, sea esta una de las gratas cosas que nos deja esta película.   

 

Mitologías, Roland Barthes. Siglo Veintiuno (2016).   


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