El Nelson Mandela, o cómo convertir violencias en sonrisas


Un domingo es para mí el día de fútbol venteado (por televisión, pues ya el cuerpo no da para jugarlo), lecturas ligeras, series detectivescas de Netflix y conversaciones con los hijos e hija desperdigados por nuestras Américas, todo acompañado de intempestivas siestas. Nada de eso ocurrió el domingo pasado, fue un día diferente: volví con Anamarta al barrio Nelson Mandela, que no visitábamos hace cinco años y pico, invitados por nuestra amiga Catherine Dunga y Kitambo, la fundación que enlaza a Colombia con África, para asistir a la charla de un escritor congolés, In Koli Jean Bofane, tocayo mío por lo de Juan en francés.

El día transcurrió en medio de esa magia que estalla cuando se unen el Caribe con el África de donde salimos todos: unos hace doscientos o trescientos mil años, otros hace apenas doscientos o trescientos. El Nelson Mandela cumple 30 años de fundado y para celebrarlo se convocó a los niños para pintar el barrio de sus sueños. El dibujo que acompaña este escrito es uno de los que plasman esos anhelos infantiles de un barrio unido, sin violencia, amoroso, con parques, hospitales y calles pavimentadas, todo lo que, en resumen, deseamos para nuestros barrios, nuestras ciudades, nuestro país y nuestro mundo. Los adultos tendemos a complicar los sueños, cuando deben tener la simplicidad y la profundidad de los pintados por estos niños y niñas de un barrio que, a pesar y por encima de todo, se ha hecho a sí mismo.

A los dibujos siguió la conversación con Jean bajo un frondoso y maternal palo de bonga (los machos también podemos ser maternales). Ahí, bajo ese árbol fraterno, nos enteramos de sus comienzos como escritor cuando tenía cincuenta años y decidió que no estaba dispuesto a que nadie más hablara por él. Su primer libro, con el atractivo título (Jean, entre muchas otras labores, fue publicista) de Por qué el león ya no es el rey de los animales, fue un libro escrito para los niños, que son para él (y para todos nosotros) el futuro, siempre y cuando aprendan desde muy temprano a tener su propia voz. Después pasó a escribir una novela para adultos, consciente de que, a su edad, o escribía un libro que fuera un hit inmediato o su voz no tendría tiempo, ni espacio para ser escuchada. Y bateó de jonrón con su novela Matemáticas Congoleñas, que presentó en el Festival Hay de comienzos del presente año.

Oír a Jean bajo la bonga gigante tiene connotaciones especiales, pues es un árbol cuyas raíces son tanto africanas como americanas. Es tan nuestro como lo es de ellos, es decir, es de todos, al tener una distribución natural en ambas regiones tropicales. La ceiba nos cobijó el domingo con la sombra milenaria que ha cubierto ambos continentes, tan lejanos en el espacio y tan cercanos en la sangre.

La cereza de este sabroso pastel dominguero se dio cuando Berli y Humberto, dos vecinos del Nelson Mandela que conocíamos, nos invitaron a su casa, a pocas cuadras del palo de bonga, a disfrutar de unos frijoles rociados con la champaña del Caribe colombiano: el jugo de corozo, y con las historias de cómo han construido su hogar en este barrio al que llegaron hace dieciocho años.

Viendo a los niños del vecindario; a Catherine y a Jean; a los adultos mayores del barrio y de otros de Cartagena; a Berli, Humberto y Camilo, su hijo, caí en la cuenta de que el Nelson Mandela es un sitio donde la violencia se ha transformado en sonrisas, gracias a las ganas, el esfuerzo y los sueños de sus habitantes. Sonrisas que cambian un domingo y endulzan, para siempre, la vida.


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