El ruido, ese resplandor de la fisonomía caribe que nos hace repudiables entre los andinos y cada vez más entre nosotros, está seriamente amenazado, por lo menos en materia de estridencia musical.
Y con el ruido, la decoración cultural de los “barrios populares” en los que la música de los picós hace parte del paisaje urbano del fin de semana.
Las causas: el auge de la lucha contra la contaminación auditiva, por un lado, y la violencia que puede llegar a propiciarse con el éxtasis de música y alcohol, por otro.
Esa lucha anti picós ha empleado, inclusive, argumentos popularmente difíciles de digerir, según los cuales el exceso de sonido es perjudicial para el desempeño sexual masculino, a no ser que la teoría en cuestión se refiera a los ruidos insistentes de una cama desajustada o a los alaridos propios de la batalla sexual, en cuyo caso no creo que alguien se detenga a reparar el daño o exigir silencio.
Pero yendo a lo esencial, las autoridades ambientales han prestado especial atención a los altos niveles de sonido, sobre todo en bares, cantinas, almacenes y buses de transporte público, y ello está muy bien.
Sin embargo, desde la orilla de la antropología caribeña vale preguntarnos si no estaremos desnaturalizando un espacio simbólico de la comunidad.
¿Qué sería de las esquinas, calles y terrazas de pueblos y ciudades en las que desde hace décadas se escuchan los himnos de la salsa, por ejemplo, si se le prohíbe el volumen necesario para dejar constancia de la protesta social que ello representa?
En el caso de Cartagena, ¿no será ese ritual, muchas veces violento, una forma de resistencia social frente a la marginalidad impuesta por una identidad equivocada?
¿No será el ruido del picó el único goce realmente libre (excepto por el mar) de un espacio público? o ¿será el picó tal vez la única noción de espacio público para buena parte de la ciudad?
Saludable y ambientalmente el ruido del picó puede ser perjudicial, pero culturalmente identifica tiempos y lugares e invita a un acto de rebeldía, ocasional y desgraciadamente desvirtuado por la violencia, lo que por supuesto hace al picó más censurable que el propio ruido.