Diario de motocicleta


No la que dispara desde las motos. Ese es otro tema y de esa muerte hablará la historia cuando la historia pueda hablar, sino la que atropella o anda buscando postes, paredes y carros para detener trágicamente la locura de tantas cabezas imprudentes.

Desde hace unos ¿diez? años para acá muchos cartageneros parecen fascinados con matarse o terminar matando a otros en accidentes de motocicleta cada vez menos accidentales y más intencionales.

Sí, intencionales, porque las circunstancias a veces son tan absurdas que parecen advertirlo todo mucho antes de que pasen los hechos.  ¿Hay demasiadas motos?, ¿es un negocio sin control?, ¿no hay espacio en las calles?, ¿la gente cree que es como montar bicicleta o caballitos de palo?, ¿o simplemente es el lado trágico de la vida?

Sea lo que sea, la escena ya parece obedecer a un ritual en el que se danza con la irresponsabilidad adornada por el alcohol y la anarquía en el tráfico vehicular. O tal vez inducida por la vanidad que produce la pericia para dominar la velocidad, algo similar a lo que buscaba satisfacer entre los jóvenes el ritual del cigarrillo: para ser aceptado y reconocido había que saber fumar porque eso los graduaba de “grandes” y se veía “superbien”.

¿Alguien lleva las estadísticas?, ¿hay alguna estrategia pública para evitar o disminuir la accidentalidad?, ¿hay alternativas para la relación desempleo-mototaxismo?

Demasiadas muertes fáciles y misteriosas hay ya en muchas calles cartageneras como para dejar la vida al capricho de la mezcla irracional de alcohol, velocidad, imprudencia y, por supuesto, mucha ignorancia y pedantería.

Por eso la lógica parece no encajar en este fenómeno porque aquí morir abrazados a los hierros retorcidos de una motocicleta no responde a la relación causa-efecto, pero tampoco a la casualidad.

Es decir, no hace parte del ciclo normal de cualquier cosa, como las inundaciones tras el invierno, por ejemplo, ni se trata de mala suerte. No, esto es casi un peregrinaje frenético, permanente e inconsciente hacia los límites de la vida, casi comparable con los suicidios colectivos inventados por los gringos para la salvación de los pecados, con una agravante: no hay lección que nos haga reaccionar.


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