Lecciones (mágicas) de democracia


Pudo haber sucedido en cualquier pueblo de nuestra mágica Costa Caribe. En medio del bullerengue electoral y a pesar de los años, una señora trata de hallar su puesto de votación y recurre a un oportuno “guía” de una campaña política cualquiera, quien a su vez le propone que teniendo en cuenta la precariedad de su salud, finja ser ciega para poder ayudarle a votar. Ella acepta con tal de salir pronto del caos.

El hombre queda pasmado con la espontánea actuación de la señora que, aun fuera del puesto de votación, continúa con la función hasta que decide preguntar: -Mijo, ¿será que ya puedo abrir los ojos? El hombre, boquiabierto, no puede menos que agradecer, antes que el voto, semejante desempeño teatral.

Días antes de las elecciones, un candidato es abordado por un hombre algo viejo que no le pide plata por su voto, tampoco un mercadito o un bulto de cemento y menos un empleo.

Su deseo iba más allá de aprovechar los regalos propios de la época preelectoral y de solucionar un día de hambre. Es más, me atrevo a asegurar que, en el fondo, su petición no tenía que ver con transar su voto. El viejo pidió que le consiguieran un burro nuevo. –No tiene que ser un burro costoso, pero sí nuevo porque el que tengo está jubilao- dijo.

En el afán por “convencer” al mayor número de votantes posibles, un joven decide abordar a un elector para comprarle su voto, con tan mala suerte que éste resulta ser un agente de la fuerza pública vestido de civil. El joven es prácticamente judicializado en el acto pero apeló favorablemente a que si iba a ser aprehendido habría que hacerlo con medio pueblo.

En el fragor de los días previos a las elecciones, una multitud de un acto político cualquiera solicita de su candidato unas palabras, como quien pide a su ídolo un autógrafo de recuerdo. El candidato, con excesiva franqueza, responde que ya todo está dicho y que la intención del público presente no es más que “montársela” para hacerle quedar en ridículo.

Fueron cuatro casos tan reales como fantásticos, pero inadvertidos entre tantos episodios de nuestras muy originales elecciones, y que sintetizan la evolución de lo que significó y significa la política local en nuestro país. Veamos por qué.

Del primer caso se podría decir que es un abuso y hasta un engaño, pero de lejos prefiero destacar de la señora la demostración de lo que la confianza representaba en la relación elector-candidato hace unas décadas, sin el ahora desmedido interés de la plata por el voto.

El burro también hace honor a esa conducta pero, además, representa la honestidad que alguna vez caracterizó al acuerdo tácito entre políticos y seguidores sin exigencias económicas imposibles de cumplir, y es un testimonio de que todavía hay gente para la cual sigue siendo digno aprender a pescar y no pedir el pescado.

El tercero es la traición a la que la costumbre socialmente aceptada del voto comprado, cuya impunidad ya hace parte de la decoración de la fiesta electoral en la que pocos agitadores políticos, como el joven en cuestión, tienen la inusual mala suerte de bailar con la ley.

Y el último caso, el del renuente orador, es la demostración contundente de que saber lo que piensan nuestros candidatos y convencernos de sus capacidades y compromisos es sencillamente un privilegio, tan escaso como un voto de opinión.


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