Es absurdo, les digo, porque una de las mejores terapias de la psicología positiva moderna para curar la depresión es evocar y tratar de repetir los momentos felices, y dejarse acompañar preferiblemente de buenos amigos.
Y diciembre es precisamente eso: recurrir a la nostalgia de las mejores cosas del pasado, reencontrarse y expresar gratitud a familiares y amigos.
Por eso siempre he creído que uno de los mejores remedios para las deficiencias del espíritu es inyectarse una dosis de hogar paterno, volver al nido cada cierto tiempo y si es en diciembre, mejor.
Ahora bien, si acaso a mis amigos decembrino-depresivos la Navidad no le basta, les sugiero que cuando despierten con la idea de que (como dice la canción) “el mundo fue y será una porquería ya lo sé”, piensen en dos cosas, para mí milagrosas en casos de depresión.
Una, que muchos padres de familias numerosas como la mía nunca tuvieron tiempo para quejarse por tristezas, arrepentimientos y sobre todo, pereza porque no terminaban de graduar a un bachiller cuando ya tenían que cambiar otro pañal.
Y la otra, que hay muchísima gente pasándola realmente mal, que necesita a otra gente con ganas de vivir y no amargada, ermitaña y fatalista. Ese es uno de los misterios del comportamiento humano: hay quienes a pesar de tenerlo todo, sienten que la vida es una carga. De ahí la teoría del vaso lleno hasta la mitad.
Sin duda los decembrino-depresivos, los que ven el vaso medio vacío, necesitan una dosis de buenos recuerdos y si no la tienen deben buscarla porque, como lo dijo García Márquez, “la vida no es la que uno vivió sino la que recuerda y cómo la recuerda”.