Todos los días estamos escudriñando en la muerte, en sus números, en sus causas, en su sevicia pero muy poco en la facilidad con que se muere en este país, en esta ciudad, y sobre todo, en el apego que le hemos llegado a tener.
Hace unos años, en Bogotá, una señora detuvo su carro en el semáforo. Llevaba mil cosas en la cabeza, menos la posibilidad de morir. Las mil cosas, la cabeza e incluso la muerte misma terminaron retorcidas entre los hierros del carro, debajo de un bus escolar cuyo freno terminó siendo la vida de los dos conductores.
Hace varios años también un niño en Montería y una niña en Villavicencio, para quienes el colegio no representaba amenaza diferente a la del regaño de sus profesores, murieron al caerle encima una pared, al primero, y un árbol sobre su aula, a la segunda. No pudo ser un ladrillo o una rama que avisara del peligro. No, ¡tenía que ser toda la pared y todo el árbol!
Y qué tal aquellos veintitantos niños del Colegio Agustiniano de Bogotá que hace ya más de una década fueron aplastados por una máquina de construcción en un accidente tan absurdo y fantástico que parecía una mentira sacada de esos dibujos animados a los que les cae encima cuanta cosa hay en el mundo.
También en Bogotá, dos niños y su madre fueron brutalmente asesinados por su padre y esposo sin más razón que una supuesta amenaza sobre su vida si no cumplía con el triple crimen. ¿Cómo explicar que el miedo frente a la supuesta amenaza no lo tuvo a la hora de exterminar a su familia? Otros tienen el coraje de matar y suicidarse después.
El año pasado en Cartagena una persona perdió la cabeza, literalmente, cuando un taxi golpeó el listón de madera que ésta cargaba en su hombro, justo en la parte exacta para que el listón girara con tal fuerza y puuuff… se acabó.
Y por supuesto, nunca faltan los rayos que sin saberlo, andan por ahí, impunes, como todos los rayos, alcahueteándole los caprichos a la muerte, ni siquiera de la noche a la mañana, sino, precisamente “en menos de lo que dura un rayo”.
Ahora bien, cuando no es el infortunio es la fascinación por la muerte, esa que parece invitar a los motociclistas en esta ciudad y que atropella o anda buscando postes y paredes para detener la locura de tanta imprudencia. A la gente le ha parecido fascinante matarse o matar a otros en accidentes de moto que cada vez son más intencionales porque las circunstancias son tan absurdas que parecen advertirlo todo mucho antes de que pase, y la escena ya obedece a un ritual de irresponsabilidad, alcohol y vanidad para dominar la velocidad.
En este fenómeno la lógica no encaja porque aquí morir abrazados a los hierros retorcidos de una motocicleta no responde a la relación causa-efecto, pero tampoco a la casualidad. Es decir, no hace parte del ciclo normal de cualquier cosa, como las inundaciones tras el invierno, por ejemplo, ni se trata de mala suerte. No, esto es un peregrinaje frenético hacia los límites de la vida.
En fin, es muy fácil morir sin presentirlo, sin imaginarlo y casi sin sentirlo, especialmente entre nosotros los colombianos, para quienes las muertes naturales y fortuitas son extraordinarias frente a la carnicería de la guerra. Por eso la única muerte que todavía nos sorprende y conmueve es la ocasionada por la mala suerte. La de la violencia ya parece justificada.
Parecemos tener una necesidad incontenible de exterminarnos cada vez con más fuerza y menos razones. Los muertos se olvidan pero las ganas de masacrarnos y la creatividad para hacerlo aumentan con los años.
Hace 70 años lo hacíamos a punta de machete sólo porque unos eran azules y los otros rojos; después porque ambos habían traicionado a los del machete y eso ameritaba una revolución… Al machete y el fusil se sumaron las pipetas de gas y las minas quiebrapatas.
Todos estos eran métodos muy lentos y selectivos para acabarnos a todos rapidito. Había que buscar algo contundente, masivo, de corte internacional, y llegaron los carrobombas. La consigna fue que las ciudades sintieran lo que las pipetas producían a diario en los pueblos.
Y luego, unos señores que decían autodefenderse y defender a las víctimas indefensas decidieron jamás permitir que la guerrilla acabara con el país: ¡ellos también querían acabarlo! Es más, debían ser ellos y no otros. Entonces vino la motosierra.
Eso de que “para morirse sólo hay que estar vivo” aplica para justificar lo fácil que es morir por una enfermedad, pues por lo demás, ya no se trata únicamente de estar vivo sino de huir permanentemente de la muerte.
Estamos inmersos en ella, nos tiene atrapados. Le hemos rendido tanto culto que se siente a gusto entre nosotros y no sólo llega cuando le invocamos. Es decir, cuando no le ayudamos sea por la imprudencia del alcohol o la velocidad o por la irracionalidad de la violencia, ella aparece bajo el manto oscuro de la casualidad, como diciéndonos “se lo merecen”, o parodiando la vieja canción: “para que no me olvides…”