Y QUÉ TAL SI ENVEJECEMOS JUNTOS


Cabernet Sauvignon

  • "Los amorosos juegan a coger el agua, a tatuar el humo, a no irse". Jaime Sabines

En la quietud de una noche como tantas, entre copas de Cabernet Sauvignon y los acordes nostálgicos de Luis Eduardo Aute, dos almas contemplan el reflejo de su historia compartida. Una tabla de quesos reposa sobre la mesa, testigo silencioso de esta conversación entre miradas que ya no necesitan palabras para entenderse. Treinta años han transcurrido desde aquel "sí, quiero" pronunciado en el altar, cuando sus corazones, impetuosos y llenos de esperanza, decidieron latir al unísono bajo la bendición divina.

Como diría Pablo Neruda: "Te amo como se aman ciertas cosas oscuras, secretamente, entre la sombra y el alma". Así comenzó esta travesía, con la intensidad de quien cree saberlo todo sobre el amor, pero apenas está descubriendo sus primeras letras.

Los primeros pasos

Se conocieron cuando el mundo parecía infinito y las promesas eran fáciles de hacer. Dos años de noviazgo bastaron para convencerse de que habían encontrado en el otro la pieza que completaba su puzle existencial. Ella con 24, él con 28 años; ambos pensando que eran ya adultos completos, sin saber que la vida apenas empezaba a tallarlos.

"Juventud, divino tesoro, ¡ya te vas para no volver!", escribió Rubén Darío, y qué cierto resulta cuando se mira en retrospectiva. Se casaron creyéndose gigantes, ignorando que eran apenas niños vestidos con trajes de ceremonia y sueños demasiado grandes para su experiencia. Pero en esa inocencia residía también su fortaleza, esa capacidad de creer que todo es posible cuando se ama sin reservas.

El vaivén de los días

Los primeros años fueron un torbellino de descubrimientos. Aprender a compartir espacios, sueños y silencios. Descubrir que el otro no es perfecto y amarlo precisamente por sus imperfecciones. Como bellamente expresara Octavio Paz: "Amar es combatir, si dos se besan, el mundo cambia, encarnan los deseos, el pensamiento encarna".

Llegaron los hijos, esos seres que transformaron su amor en algo más profundo y desafiante. La casa se llenó de risas, llanto y un caos hermoso que consumía las horas del día. Sin darse cuenta, pasaron de ser amantes a ser también compañeros de batalla, enfrentando juntos las noches sin dormir, las preocupaciones económicas, las enfermedades infantiles y las pequeñas victorias cotidianas.

No todo fue color de rosa. Como toda relación humana, vivieron épocas de distanciamiento emocional, momentos en que la rutina amenazaba con sepultar la pasión bajo capas de costumbre. Hubo días en que se miraban como extraños compartiendo un mismo techo, cuando la comunicación se reducía a cuestiones prácticas y el enamoramiento parecía un recuerdo difuso de otra vida.

Jorge Luis Borges parecía hablarles directamente cuando escribió: "No estar enamorado es un largo suicidio parcial, un estado de ausencia y lejanía de un amor". Y en esos períodos de sequía emocional, cuando el desenamoramiento acechaba como una sombra silenciosa, fue la decisión consciente de permanecer, de reconstruir puentes, lo que los salvó del abismo.

La travesía hacia el amor maduro

Con el paso de los años, descubrieron que el amor, lejos de ser un estado permanente de excitación y arrebato, es una decisión diaria. Un compromiso que se renueva cada mañana al despertar y encontrar al otro, con sus arrugas crecientes y sus canas incipientes, y elegirlo nuevamente.

Antonio Machado lo expresó con precisión cristalina: "Todo pasa y todo queda, pero lo nuestro es pasar, pasar haciendo caminos, caminos sobre el mar". Y así fueron trazando su sendero particular, un camino hecho de momentos compartidos, de batallas ganadas y perdidas, de secretos susurrados en la oscuridad y promesas mantenidas a pesar de todo.

El amor adolescente dio paso a un sentimiento más profundo, menos idealizado, pero infinitamente más valioso. Aprendieron a valorar la compañía silenciosa, la comprensión sin palabras, la seguridad de saber que hay alguien a quien le importas incluso cuando no estás en tu mejor momento. Como bien decía Robert Louis Stevenson en El extraño caso del Dr. Jekyll y Mr. Hyde: "Ámalo cuando menos lo merezca, porque quizás es cuando más lo necesite."

El nido vacío

Y de pronto, casi sin darse cuenta, la casa quedó vacía. Los hijos, esos seres que durante tanto tiempo fueron el centro de su universo compartido, alzaron vuelo para construir sus propias historias. La mesa se hizo más pequeña, los silencios más frecuentes, y ambos se encontraron frente a frente, redescubriéndose en esta nueva etapa.

Suena en eso la voz de Luis Eduardo Aute, cuyas melodías ahora acompañan su velada nostálgica: "Fue en ese cine, ¿te acuerdas? En una mañana al este de Edén James Dean tiraba piedras a una casa blanca, entonces te besé", y es entonces cuando las verdades emergen con más fuerza. Y la verdad que descubrieron es que, después de todo lo vivido, siguen prefiriendo la compañía del otro a cualquier otra alternativa.

El nido vacío, que para muchas parejas significa el fin de un propósito compartido, para ellos se ha convertido en una oportunidad. Una posibilidad de reconectarse sin las obligaciones parentales que durante tanto tiempo definieron su dinámica.

La pregunta retórica

Esta noche, mientras las canciones de Aute fluyen como el vino en sus copas, se permiten mirar hacia atrás con la sabiduría que solo otorgan los años vividos. Recuerdan a esos jóvenes ilusos que un día juraron amor eterno sin comprender realmente la magnitud de esa promesa. Sonríen ante la ingenuidad de creer que el amor sería un camino de rosas, cuando en realidad ha sido una sucesión de estaciones, cada una con su belleza y sus desafíos particulares.

Y en medio de esta noche de reflexión, surge la pregunta que da título a su historia: "¿Y qué tal si envejecemos juntos?" Una interrogante que, más que una duda, es una invitación. Una propuesta para continuar escribiendo capítulos de esta novela compartida que comenzó hace tres décadas.

Como diría Mario Benedetti: "No te rindas, por favor no cedas, aunque el frío queme, aunque el miedo muerda, aunque el sol se ponga y se calle el viento, aún hay fuego en tu alma, aún hay vida en tus sueños". Y aún hay amor en sus miradas, en sus manos que se encuentran sobre la mesa, en la complicidad de quienes han caminado juntos por senderos de alegría y tristeza.

El amor a prueba del tiempo

Envejecer juntos significa aceptar que los cuerpos cambian, que la energía disminuye, que las limitaciones físicas se hacen presentes. Pero también implica descubrir nuevas formas de intimidad, más profundas quizás, menos dependientes de la pasión arrebatadora y más conectadas con una comprensión que trasciende lo físico.

Gabriel García Márquez lo plasmó magistralmente en "El amor en los tiempos del cólera": "El secreto de una buena vejez no es otra cosa que un pacto honrado con la soledad". Y ellos han aprendido que incluso en compañía, cada uno debe hacer las paces con su individualidad, con sus miedos, con la certeza de la finitud que se hace más evidente con cada año que pasa.

Tres décadas de matrimonio les han enseñado que el amor, cuando es verdadero, no es un sentimiento estático sino un ser vivo que evoluciona, que a veces enferma pero también sana, que cambia de forma, pero conserva su esencia.

La respuesta en el silencio

No hay respuesta verbal a esa pregunta retórica que flota entre ellos. No es necesaria. La respuesta está en cada arruga que han compartido, en cada cana que han visto aparecer en el otro, en cada batalla que han librado juntos contra la adversidad. La respuesta está en la decisión renovada cada mañana de seguir construyendo una historia común.

Como escribió Eduardo Galeano: "La utopía está en el horizonte. Camino dos pasos, ella se aleja dos pasos y el horizonte se corre diez pasos más allá. ¿Entonces para qué sirve la utopía? Para eso, sirve para caminar". El amor perfecto es también una utopía, un horizonte inalcanzable que, sin embargo, da sentido al caminar compartido.

Al final de la noche, cuando la botella de vino está casi vacía y las canciones de Aute dan paso al silencio confortable de quienes no necesitan llenar cada espacio con palabras, sus manos se encuentran sobre la mesa. Una mirada lo dice todo. Sí, envejecerán juntos. Seguirán descubriendo nuevos matices en el otro, seguirán sorprendiéndose y defraudándose, seguirán eligiéndose cada nuevo día, honrando la historia que siguen escribiendo juntos.

Porque después de treinta años, han comprendido la profunda verdad que José Luis Perales cantaba con el alma: "Después de tantas horas de camino, tú sigues siendo playa, yo sigo siendo río. Y como siempre, sigo aspirando el aire que respiras. Me sigo enamorando en cada amanecer"


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