Un amigo cercano ya entrado en los 60 y con varias sociedades conyugales a bordo, me confesó haber descansado el día en que la ciencia descifró el genoma humano y abrió la posibilidad de que la infidelidad fuese hereditaria.
Desde que engañó a su entonces esposa, aún en plena luna de miel, llevaba consigo un remordimiento que parecía no tener fin hasta que el bendito genoma le dio la absolución.
En algo puede tener razón: el fenómeno del “cacho” parece obedecer a comportamientos regidos por la genética, pues hay personas en las que se constituye en un acto compulsivo e incontrolable. Es decir, la inclinación casi involuntaria por poner unos buenos “cuernos” viene a convertirse en lo que la insulina para los diabéticos.
Es más, la sabiduría popular ha fundamentado una teoría según la cual ser receptor de una traición es casi un paso insalvable en el siempre tortuoso camino del amor, y la sintetizan en la ya célebre frase según la cual “un amor sin cachos es como un jardín sin flores” o “un hombre sin cachos es un hombre indefenso”.
Sin embargo y aunque ya poco le importa por los años y porque no tiene “perrito que le ladre”, le comenté que anduviera con mucho cuidado porque, ya sea por amor o por honor, la infidelidad es, después del conflicto armado y los accidentes de tránsito, una de las mayores causas de muerte violenta en este país.
La infidelidad es tan antigua como el paraíso pero hoy se ha convertido en un problema de seguridad personal. Hay quienes optan por el suicidio como castigo a la conciencia del ofensor, con la esperanza de que el remordimiento sea peor que haberle matado.
Pero otros, aún con la obsesión a cuestas, creen vengar el honor con despiadados procedimientos que van desde el envenenamiento hasta el cercenamiento del miembro viril. Todo depende de la forma en que sea notificada la infidelidad. Es decir, si es in fraganti o luego de una exhaustiva investigación.
Machetazos, balazos, puñaladas, bebedizos y hasta maldiciones de muñecos con alfileres hacen parte del amplio espectro de métodos para exterminar a la persona que se debate entre el amor y el odio, y seguro que a mi amigo no le serviría algo así como que “no es mi culpa; lo heredé”.
Lo cierto es que nadie está exento. Hombres y mujeres aplican la infidelidad con intrepidez, con la diferencia de que a los hombres infieles se le da el impropio y denigrante apelativo de “perro”, mientras que en las damas se conoce como “liberación”.