La tiranía del sello: Cuando el trámite mata el derecho


En el papel, Colombia es un Estado social de derecho, un Estado garantista. Nuestra Constitución consagra derechos fundamentales como la salud, la educación, el trabajo y la justicia. Pero, en la realidad práctica, muchos de estos derechos se pierden en el laberinto del trámite, del sello, de la firma, del duplicado, de la fila eterna y del “pase mejor mañana”.


 

Esta no es una crítica dirigida a un funcionario ni un ataque ideológico al Estado. Es una reflexión sobre una estructura que, en lugar de acercar los derechos al ciudadano, muchas veces los aleja. La burocracia, pensada como un mecanismo de orden y control, ha terminado por convertirse en una muralla que separa a las personas de las soluciones que necesitan. El resultado es un Estado que administra procedimientos, pero que muchas veces olvida el propósito humano detrás de cada documento. Como bien lo afirma Alba Balaguera, mientras exista la burocracia y los procesos eternos con nuestras entidades públicas, nuestro Estado nunca podrá cumplir su papel pleno de autoridad garantista de nuestros derechos fundamentales.


 

Cuando una persona mayor espera años para que le reconozcan una pensión que le pertenece por derecho, no hablamos de eficiencia institucional: hablamos de negligencia estructural. Cuando una madre no puede acceder a una cita médica para su hijo por no tener un papel firmado en original por un funcionario ausente, el problema no es solo de trámite, es de sensibilidad estatal. El derecho existe y lo tenemos figurativamente, pero acceder a él es una batalla que muchos no logran ganar.


 

Por supuesto, los procesos y controles son necesarios. No se trata de eliminar los procedimientos, sino de cuestionar cuándo estos dejaron de ser herramientas de garantía para convertirse en excusas para la inacción estatal. En lugar de facilitar el acceso a los derechos, muchos trámites hoy solo protegen la forma, no el fondo. Y en ese exceso de formalismos y legalismo, el ser humano se pierde.


 

Vivimos en una cultura en la que el “sello” o la “autorización” parece tener más valor que la necesidad real. Una cultura donde lo urgente puede esperar porque el sistema “está caído”, donde el derecho cede ante el trámite eterno, y donde la dignidad del ciudadano se supedita a la disponibilidad del funcionario. Hemos normalizado la ineficiencia como si fuera parte natural del proceso democrático, cuando en realidad la contradice.


 

Hemos acudido a entornos privados para poder hacer valer nuestros derechos por nosotros mismos, en lugares donde se deben pagar cantidades inmensas de dinero, en vez de acudir a nuestras propias instituciones, que somos nosotros mismos quienes financiamos: pagando el arroz con el IVA, yendo a un restaurante y pagando el impuesto al consumo.


 

No basta con digitalizar trámites si la lógica sigue siendo la misma: complicar lo sencillo, posponer lo necesario, llenar los procesos de requisitos para justificar estructuras que no responden a la gente. Transformar la burocracia es una urgencia ética. El Estado debe volver a pensar en las personas, y no en los formularios. El éxito de una institución no debería medirse por cuántos documentos genera, sino por cuántas vidas mejora.


 

La burocracia no puede seguir matando y reprimiendo el derecho. Porque cuando el trámite se convierte en obstáculo, el Estado deja de ser garantía y se convierte en castigo. Mientras sigamos creyendo que justicia es igual a firma, sello y radicado, seguiremos condenando a los más vulnerables a una espera que, muchas veces, es eterna.


 


TAMBIEN TE PUEDE GUSTAR