La sabiduría popular nunca deja de sacudirnos el escepticismo. Hace algún tiempo, durante un viaje de Cartagena a Magangué hicimos parada en San Jacinto para satisfacer la caprichosa altanería del hambre…
Justo una casa antes del restaurante, un letrero en madera anunciaba la redención para cualquier quebranto de salud que ser humano alguno pueda padecer, incluyendo el cáncer del tipo que sea y pasando, por supuesto, por toda clase de maleficios, imposibles de revertir hasta para el mismísimo Harry Potter.
La lista estaba precedida, en letra más grande, del nombre del iluminado sanador: “El Indio Miguel”, así de sencillo. Seguramente era sólo el preludio de varias paredes atiborradas de diplomas y títulos que dan fe de los poderes curativos, pero afuera bastaba con saber que se trataba de “El Indio Miguel”, tal vez descendiente del célebre “Manuel María” de Guayacanal, inmortalizado en una canción vallenata.
Antes de ordenar la comida, uno de los viajeros preguntó a la anfitriona, obviamente con una dosis de ironía, si sería buena idea acudir al Indio Miguel para que le ayudara con algunos problemas del corazón, “afortunadamente más sentimentales que físicos”- aclaré yo.
Y ahí empezó la historia. –¡Nooo mijo, no diga eso! Pídale a Dios que le ayude. Esas cosas las soluciona Dios, no el indio ese. No crea en esas cosas- dijo la señora alarmada.
Preocupada más por nuestro atrevimiento que por el menú, replicó: -Vea, tenga fe en Dios y verá. A mi me curó. Yo estuve paralizada de la cintura pa’bajo. Estuve tan mal que mi marido no me podía ocupá.
¿Ocupá? Sí. Señalándose la pelvis la señora nos hizo entender su simbología: no podía entregarse a los placeres libidinosos del cuerpo con su marido.
Pero gracias a la fe en Dios y, según ella, a que el médico le sugirió a su marido que aun así la siguiera “ocupando”, pues eso “le servía de terapia”, la señora pudo superar la parálisis y hoy está completamente curada.
Lo que había empezado con una simple pregunta que sirviera de saludo, terminó en un testimonio de vida y claro está, en un curso intensivo para conocer la extraordinaria aplicación de un verbo en la explicación gráfica de las relaciones sexuales.
Con semejante prueba, el Indio Miguel no tenía chance. No había fama ni brebaje garantizado que pudiera ser más efectivo que el tratamiento espiritual y ligeramente lujurioso que nos reveló nuestra anfitriona, con toda la naturalidad del mundo servida en la mesa, como otra fórmula mágica de llamar al amor.