Plaza del municipio de Turbaco

A Bolívar no le falta lengua


Lo más probable es que en estos momentos no exista un solo bolivarense que no tenga entre sus recuerdos más lejanos o cercanos, el sonido de la voz de un viejo cuentero o los dicharachos de una abuela metida entre la humareda de la hornilla que reina en medio de la cocina.

A estas alturas no sería posible dibujar la estampa de un municipio, de un corregimiento o de una vereda sin poner en uno de los rincones del cuadro a un hombre coronado con sombrero, camisa blanca de mangas largas, pantalón oscuro, abarcas de tres puntadas y sentado en un taburete de cuero cuyo espaldar se inclina sobre la pared de una casa de barro y bahareque.

Ese campesino que surge obligadamente del pincel es el representante de todos los viejos cuenteros que se saben la vida de hasta los que no han nacido. El pasado y el presente son la alacena de donde ese cronista oral extrae sus ingredientes para explayarse todas las tardes, rodeado de compadres y forasteros que afinan los oídos, mientras que por sus narices se cuela el espeso olor del café tinto que humea dentro de esa totumita posada en sus labios para saborear mejor las anécdotas de protagonistas cercanos.

Con mochila al hombro, pantalones gruesos, calva reluciente y zapatos de romper el cascajo, el periodista Aníbal Therán Tom parece uno de esos curtidos relatores de los pueblos de Bolívar. De hecho, ya lo empieza a demostrar con En la punta de la lengua (Ediciones Pluma de Mompox S.A.), su primer libro de crónicas que felizmente recopila historias asimiladas desde la infancia en el municipio de Santa Catalina (norte de Bolívar) o que llegaron a sus oídos durante el cubrimiento de la página regional del diario El Universal.

Son 24 historias llenas de personas y situaciones pintorescas, casi siempre acaecidas bajo el sol incendiario de pueblos y veredas montañosas del norte, centro y sur de Bolívar; pero también pertenecientes a las zonas ribereñas en donde el calor parece haber parido a todos los seres que se acostumbraron a padecer su rigor, mientras las chalupas inventan una brisa pasajera, hermana de árboles y prístinas sonoridades.

Hay un olor a boñiga de vacas entre las páginas de este libro. Un viaje del humo que brota del caldero cuando el bagre se está cocinando entre la manteca caliente. Una nostalgia de café tinto. Una esperanza hecha rodajas de bollos de yuca, de pasteles envueltos en hojas de bijao recién cortado. Una risa de niños nadando en pozos de aguas amarillas en donde, de vez en cuando, abreva el ganado de un terrateniente fantasmal.

“En Bolívar no todo podía ser malo —dice Therán Tom—. Eso me dije cuando empecé a trabajar en la página regional, y ante las noticias que casi siempre hablaban de lo mismo: pueblos con servicios públicos deficientes o sin ellos; municipios endeudados hasta el cuello, caseríos atosigados por los actores de la violencia, alcaldías corroídas por la corrupción, veredas castigadas por el invierno. Claro que no, ese no podía ser únicamente el departamento que yo tenía en la memoria. Santa Catalina, mi pueblo, no es nada más lo que mencionan las noticias. Por eso dije, si la gente vive todavía en esos lugares, es porque todavía debe haber algo bueno”.

Los viajes en busca de noticias nefastas también suelen servir como excusas para encontrar esas historias, esos personajes ansiosos de hallar una pluma que los perpetúe contra la muerte y contra el olvido. Pero también los recuerdos son el armario preciso de donde sacar esas narraciones que no necesitan soplos de energía, porque ellas mismas son la vida que se desgrana como mazorca seca.

“El primer paso era recordar con pelos y señales las historias que los viejos de mi pueblo contaban en los patios o en las terrazas, cuando se iba la luz y había pocos televisores con que distraerse. El segundo, recuperar el tono exacto con que las contaban, para que resultaran lo más originales y convincentes posibles. Lo demás, seguir buscando historias similares en el resto de pueblos bolivarenses. Aunque lo más curioso es que muchas de ellas me llamaron para que yo las contara”.

“En Santa Catalina, el Partido Liberal, más que un sentimiento es una religión”, “El chisme mortal de Santa Catalina” y “Quiero ser pobre y no puedo” son tres historias de las que Therán Tom clasifica como salidas de sus recuerdos de infancia, relatos que desde que sucedieron —o desde que se los contaron— plantearon la exigencia de que debían ser propagados más allá de cualquier frontera, como una forma de burlar la amnesia.

Los liberales furibundos de mediados del siglo XX son los protagonistas de la primera crónica.

“La crónica del chisme surgió de los labios de Antonio Ripoll, uno de mis tíos, el hombre más manso y bueno que he conocido. A ese le gustaba contar anécdotas para estremecer o para hacer reír. No era periodista, pero me regaló el lead más impresionante que he escuchado en mi vida: ‘Aquí hay una historia de dos hombres que se mataron y todavía están vivos’. El cuerpo de esa crónica lo escuché muchas veces y, cada vez que lo escuchaba, pensaba en que debía escribirse, pero no sabía cómo ni en dónde”.

Un dicharacho como el de las abuelas que ocultan sus rostros entre el humo de la hornilla, también puede convertirse en el punto de arranque de otra de esas historias con alma jocosa.

“En Santa Catalina había varias personas que para todo usaban la frase, ‘es que yo quiero ser pobre y no puedo’. A veces yo mismo la utilizaba, pero sin saber cuál era su verdadero origen. Hace poco lo pregunté y supe que el autor y protagonista de la historia no era nacido ni vivía en Santa Catalina. Es de Marialabaja. Se llama Calec Pérez Barrios y dicen que es el hombre más feliz del pueblo”.

En algunas ocasiones no son los cronistas quienes encuentran las historias. Son ellas las que los llaman.

De esa forma se estructuran relatos como “La botella de la muerte”, en donde, corriendo la década de los setentas, un grupo de amigos del municipio de Mompox hizo una especie de sana apuesta para ver quiénes de ellos podían durar hasta el año 2000. Se redactó una lista con los nombres de los involucrados. Esa relación se guardó dentro de una botella, que, a su vez, fue enterrada en una de las esquinas de un parque.

Poco a poco los integrantes de la cofradía fueron falleciendo, por diferentes circunstancias, hasta que a alguien se le dio por desenterrar la botella, descubriendo que quien redactó la lista hizo un pacto con el diablo, que trajo fatales consecuencias.

“Otra de esas historias que llaman, me encontró cuando iba para el municipio de Soplaviento en busca de una noticia que tenía que ver con racionamientos de energía eléctrica. Cuando llegamos a Arenal, el hombre que nos serviría de boga para cruzar el Canal de Dique, empezó a contar chistes y anécdotas, pero con una gracia y una picardía que era imposible no prestarle atención. La noticia se hizo, pero después que redacté la crónica de ‘El Pellongo’, como le dicen al boga”.

El hilo de majagua que une a las crónicas de En la punta de la lengua es el anonimato de sus personajes y la felicidad sin fundamentos materiales que muchos de ellos cargan por dentro y por fuera: son felices porque sí. No les da la gana de ser amargados o desesperanzados, a pesar de las amarguras y las desesperanzas que los acechan.

“En eso de recopilar crónicas cuyos protagonistas sean personas desconocidas, existe otro reto y es el de hacerlas creíbles. Si un periodista entrevista a Shakira, o a García Márquez, lo más probable es que lo lean, aunque la crónica no valga la pena, pero es por la importancia del personaje. En cambio, escribir sobre el ‘Petaca’ o ‘Rañao’ implica el doble esfuerzo de que sus historias queden bien tituladas, para que llamen la atención; y bien contadas, para que produzcan las carcajadas o las impresiones que uno experimenta cuando los está escuchando”.


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