Razón tienen los musicólogos cuando sentencian que el picó es una suerte de tambor electrónico que reemplazó a la percusión de madera y cuero de venado, ese cono de la naturaleza que ejecutaban hábiles tamboreros para adornar cantos de mujeres y hombres que hacían bailar a su alrededor a una montonera de bullerengueros inmunes a las primeras luces de los amaneceres, mientras las velas se derretían en sus espaldas y en sus cabellos.
Ahora no están las velas sino los bombillos de cien bujías; no están los barriles de ñeque sino los enfriadores preñados de cajas de cerveza y whisky; no están las parejas que dominaban todos los ritmos conocidos y por conocer en los pueblos fluviales y marinos, pero están las negras sensuales, afrodisiacas y feroces que bailan apretujadas en un roce de cuerpos que encenderían todas las pasiones.
La romería es abundante y tempranera. Mujeres y hombres acuden con las primeras agonías de la tarde obedeciendo a la convocatoria que días atrás gritaron a colores de pinceles los carteles pegados en las paredes y en los sitios más innobles del bullicio urbano.
Los pintores de esos carteles tal vez desconocen los relatos de los esclavos africanos en el Caribe, las fiestas en honor a los dioses que trajeron de su Continente Negro, la persecución de los guardias realistas y los curas católicos en su afán por extinguir de los patios, solares, plazas y ruedas de tambores, las danzas y oraciones a los orishas, fiestas que siempre finalizaban por cuenta de los perseguidores, látigo en mano, decomisando tambores e imprecando en nombre de la maldita corona ultramarina.
La repetición de estas escenas terminó por obligar a los perseguidos a inventarse códigos que no entendieran los colonizadores y que ayudaran a preservar el bembé por encima de todas las intolerancias y segregaciones.
Uno de esos códigos fueron los pañuelos rojos que los mensajeros de la rumba amarraban en las cortezas de los árboles para que sirvieran como señales y guiaran a los interesados en asistir, monte adentro, a esas francachelas que se siguieron realizando por los siglos de los siglos.
Esos pintores de la nueva centuria desconocen que los tambores fueron reemplazados por el picó que ellos publicitan todos los fines de semana; y que los pañuelos rojos son los avisos que diseñan en sus talleres de todos los Bazurtos que en el mundo han sido.
Y comienza la fiesta, el baileteo, el apretujamiento, la saltadera y la gritadera animada por tres “disc jockeys” (léase picoteros), quienes utilizan un micrófono y un pequeño piano con el que algunas veces acompañan las canciones que brotan por los cajones inconmensurables.
Picó: 12 parlantes de 18 pulgadas guardados dentro de igual número de bafles que, a su vez, contienen veinte twiteres hechizos y ocho cornetas, por donde escapa el sonido brillante que equilibra la potencia; seis candilejas que iluminan el escenario, en cuanto surge la noche; y una pantalla gigante para la exhibición de videos de cantantes que graban la música exclusiva del monstruo sonoro. Un monstruo que podría cargar cualquier presupuesto millonario en toda la tramoyería que exhibe en sus conciertos, dentro y fuera del espectro nacional.
Bailadores: el tumulto es una bandera confeccionada con camisetas anchas o estrechas. Sus colores van desde los matices más vivos hasta las oscuridades más profundas. Por encima de la multitud, un mar de gorras beiboleras de todos los colores se zarandea en una sucesión de olas que no necesitan de la brisa sino de los aciertos del disc jockey, (el hiper mega tamborero) para mecerse sobre gruesos zapatos de caucho y sandalias de tacón bajo, que ignoran el incipiente barro en que se ha convertido la arena.
Los del tumulto se conocen o se desconocen. El asunto es que parecen unidos por un mismo hilo conductor: el gusto por la champeta, el placer que sienten por una música que, aunque muy propagada, sigue siendo marginal, criticada, atacada y confinada hacia ciertos lugares en donde no perturbe la imagen de una ciudad que todavía padece problemas de identidad, al igual que sus dispersos habitantes.
Pero no sólo es la música. No sólo es la champeta. También hay atracción, fascinación y religiosidad hacia el picó, ese que reina entre andanadas del humo blanco que sale de varios artefactos rectangulares puestos estratégicamente en las esquinas de los andamios que lo sostienen. Las luces que fulgen en las coronas de los bafles parecen sus ojos vigilantes.
Cuando la noche avanza, los bailadores, excelsos feligreses del perreo, parecen encontrarse en el punto máximo de la agitación. La palabra inhibición carece de significado. Se entregan a las implicaciones eróticas que sugiere el ritmo.
Y las mujeres jamás pierden la energía de las caderas, las ganas de prensarse contra los cuerpos de sus jóvenes acompañantes, la idea de dar media vuelta, inclinarse un poco y restregar sus nalgas —presionadas por los overoles— sobre las braguetas de los parejos.
El sudor corre sobre sienes y mejillas. El brillo de los ojos sugiere cualquier pensamiento maligno. El humo del picó y el de los cigarrillos se confunden, y penosamente permiten divisar las frases que circulan e imperan sobre la pantalla gigante.
El mundo estalla bajo la mano fulgurante de los tamboreros del más allá, tatarabuelos cuyos nietos siguen cargando encima la cruz y la gracia de hacerse sentir a golpetazos que la guardia de estos tiempos intenta retener a fuerza de decretos y discriminaciones sin cuento, que mucho se parecen —hay que temerlo— al desprecio y a la represión.