Andrés "El Turco" Gil, acordeonista y docente.

Una charla con Andrés “El Turco” Gil


“A este acordeonista lo entenderemos dentro de 30 años”, dijo en los años sesenta el tres veces Rey Vallenato Alfredo Gutiérrez, cuando escuchó la manera como Andrés “El Turco” Gil ejecutaba el acordeón.

“Este hombre no es de este mundo”, afirmaba el compositor sabanero César Castro, mientras que el común de la gente despotricaba por las calles, “ese tipo no toca un carajo. Qué música tan rara. Está loco”.

Lo que en realidad sucedía era que El Turco Gil había saltado a la palestra de la música vallenata en momentos en que los juglares sólo se preocupaban por interpretar canciones sencillas, con arreglos descomplicados, que enmarcaran las historias que cada cual iba encontrando en sus correrías por los pueblos del Caribe colombiano.

En ese mismo instante (el de los juglares) El Turco tenía siete años de edad, y ya estaba adelantando estudios de teoría musical, trombón y clarinete, siendo respaldado por toda una tradición familiar de directores de orquestas y redactores de partituras musicales.

Unos años atrás, el mismo día en que Pedro Gil, el abuelo paterno, fue a conocer a uno de sus primeros nietos, dijo, al verlo rozagante y claro como un sol, “!mierda, este pelao parece un turco!”.

Al día siguiente, familiares y vecinos preguntaban a Luisa Torres, la madre parturienta, “ajá, ¿y cómo amaneció el turco?”. Y el apelativo se le quedó incrustado para siempre entre el extenso nombre de Andrés Eliécer Gil Torres.

No obstante la aparición de detractores y defensores, en los años setenta la música de El Turco Gil logró calar entre el público vallenatero de entonces, sobre todo con el acompañamiento del cantante Gabriel Chamorro, con quien alcanzó a proyectar canciones como “La rosa”, “El cansancio del poeta”, “La cachaquita” y “Maritza”, entre otras.

A mediados de la década del setenta, uno de los primeros conjuntos vallenatos que empezaron a promocionar el estilo y las profundidades musicales que El Turco venía promoviendo desde los sesenta fue “El doble poder” (Ismael Rudas y Daniel Celedón), propuesta de la que se desprendieron todas las que componen el panorama vallenato actual.

Llegado el siglo XXI, El Turco sigue propendiendo por enriquecer aún más la música de acordeón. Para tal objetivo lleva más de veinte años al frente de la “Academia de música vallenata Andrés Turco Gil”, de la ciudad de Valledupar, de donde ha surgido un semillero de niños y jóvenes acordeonistas que están triunfando en festivales y en la farándula musical de Colombia.

De hecho, con la agrupación “Los niños del vallenato” se ha presentado en los actos culturales más importantes del país y del exterior, como la vez en que visitó al entonces presidente de los Estados Unidos, Bill Clinton, en su despacho de la Casa Blanca, en Washington.

La academia funciona desde 1999 en el barrio Los Mayales. Los salones en donde se enseña canto, guitarra, bajo, acordeón y percusión tienen los nombres de Alejo Durán, Héctor Zuleta, Colacho Mendoza, Luis Enrique Martínez, Juancho Polo, Alberto Pacheco, Julio de la Ossa, Andrés Landero, Juancho Rois y Pacho Rada.

Dice El Turco Gil que el 90% de los jóvenes y niños que han triunfado en las últimas ediciones del Festival de la Leyenda Vallenata, son egresados de su academia, entre ellos, los reyes Harold Rivera Febles, Gonzalo “El Cocha” Molina, Marlon Hernández, Óscar de la Cruz, Sergio Luis Rodríguez, Efraín Zuleta Peña, Manuel Julián Martínez; y la actual reina infantil, Yeimi Arrieta Ramos, entre otros.

De las paredes del despacho de El Turco cuelgan cuadros con imágenes de Los niños del vallenato ante el Templo del cielo, en Beijing (China); otro en la Casa Blanca con la frase “Gracias por enseñar a los niños”; una foto con Hillary Clinton en Arkansas, una página enmarcada de The New York Times, que “El Turco” muestra orgulloso por ser el tercer colombiano —después de García Márquez y Botero— a quien le dedican un artículo en ese periódico; y una nota en inglés del puño y letra de Bill Clinton, cuya traducción reza: “Muchísimas gracias por dedicarme tu nuevo CD y sus hermosas canciones. Te deseo lo mejor y siempre te apoyaré. Sinceramente, Bill Clinton”.

 

El acordeón del ángel

 

A estas alturas, ¿qué cree que lo hizo adelantarse 30 años en la música vallenata?

—En primer lugar el haber nacido entre músicos estudiosos. Juan Manuel Gil, mi papá, era un trompetista inquieto por la música. Mi tío, Pello Torres, tenía una de las mejores orquesta de la Guajira. Él era el padre del bajista Rangel “El Maño” Torres, de Camilo y Alcides Torres, también bajistas famosos que trabajaron durante mucho tiempo con Diomedes Díaz y El binomio de oro, respectivamente.

A parte de eso, empecé muy niño a estudiar trombón y clarinete. Después recorrí varios conservatorios, pero con quien mejor estuve fue con el maestro Antonio María Peñalosa (el coautor de “Te olvidé”, el himno del carnaval de Barranquilla).

En realidad, a él le debo todo. Con él estudié armonía durante más de siete años. Los dos cogíamos el acordeón y le explorábamos todos los sonidos que pudiera dar, abriéndose y cerrándose. Así mismo, los acordes de los bajos, con lo que terminamos cumpliendo el proceso de hacer partituras para el acordeón. Pero, aclaro, cuando tomé ese instrumento ya era un joven de 18 años, a diferencia de otros que empezaron desde los cinco.

Antes de grabar, ¿en qué proyectos musicales andaba?

—Tuve una incursión con un grupo que tocaba en el programa “El porrazo del carnaval”, de Radio Guatapurí. Con ellos interpretaba música ajena, pero con un estilo muy propio.

En esto último tuve excesivo cuidado desde el principio, porque había muchos acordeoneros buenos, y pensé que lo que me quedaba era sacar un sonido diferente en el acordeón, debido al conocimiento y a las combinaciones de acordes disonantes y disminuidos.

Ya han pasado más de 30 años y hoy en día es eso lo que están haciendo los acordeonistas de las nuevas generaciones.

¿Cuál fue su primera grabación?

—Fue en 1968. Tenía 20 años. La hice en los estudios Fuentes, que funcionaban en el barrio Manga, en Cartagena. Allí conté con la colaboración del bajista Cristóbal “Calilla” García (q.e.p.d.), a quien aún considero “el papá del bajo en el vallenato”.

En esa ocasión grabé tres sencillos que tenían canciones como “Tulia querida” y “Rosa Elvira”, composiciones de don Arturo Molina, padre de “El Cocha” Molina. El vocalista fue El Pibe Rivera.

Posteriormente grabé con Roberto Labarrera y, a raíz de esa producción, la disquera Codiscos se interesó en nuestro trabajo y nos invitó a sus estudios en donde grabamos el larga duración “Que me toquen un paseo”, pero esta vez con la voz de Gabriel Chamorro.

Pero las grabaciones que vinieron después no fueron igualmente exitosas...

—Tal vez no, pero las hice con el mismo gusto y con el mejor cuidado en la escogencia de los cantantes.

Por ejemplo: a finales de los años setenta grabé con William Dangond. Después con El Chacho González, con quien logramos el éxito “El periquito”; y con Plinio Rico, cuando hicimos los temas “El cansancio del poeta” y “El verano”, de Leandro Díaz.

Más adelante conseguí una producción con Ludys de la Ossa, una de las primeras mujeres que incursionaron en el vallenato moderno, pues siempre me he preocupado porque las mujeres talentosas participen en esta música.

También aventuré una producción con el cantante argentino Leo Dan. Y a finales de la década los noventa hice conocer una producción con Juan Carlos “El Paki” Cotes, quien tenía 15 años en ese momento, pero se mostró como todo un profesional con el tema “El buenavida”.

¿Cómo era el ambiente musical de Villanueva en su juventud?

—Era muy interesante, porque en esos momentos se estaba despertando un semillero de jóvenes inquietos por hacer cosas nuevas en la música vallenata.

Entre esos estaban los hermanos Zuleta, Israel Romero, Alberto Murgas, Egidio Cuadrado, Orángel “El Pangue” Maestre y otros, que eran mis vecinos.

Al principio, las cosas no nos fueron tan fáciles, porque las disqueras y las emisoras no se atrevían a promocionar algo diferente a lo que se escuchaba en la calle.

Sin embargo, vale decir que lo que hacían Alfredo Gutiérrez, Lisandro Meza y Calixto Ochoa ya era un adelanto de lo que vendría después. Creo entonces que con mi incursión en Codiscos las cosas se les facilitaron a los demás.

¿Fue entonces cuando creó el ritmo que usted llamó “paturki”?

—En realidad el paturki ya venía andando con los acordeonistas que te acabo de mencionar. Yo lo único que hice fue mejorarlo.

Es decir, antes de eso, Alfredo, Calixto y Lisandro ya venían combinando el paseo vallenato con otros ritmos caribeños. Sólo que ellos lo llamaban charanga, guaracha, etc. Cuando yo lo tomé, le puse el nombre de “paturki” y le mejoré algunas cosas para que se ajustara a las exigencias de los jóvenes de mediados de los setenta. Y la cosa funcionó, porque mira que la canción “La gustadera”, de Alberto Murgas, se convirtió en todo un clásico en la versión de El binomio de oro.

¿Cuándo decidió que debía ponerse a enseñar el acordeón, siendo que los niños lo aprendían espontáneamente?

—En el momento en que me di cuenta que la música vallenata se podía estancar si no se le daba un nuevo aire. Y ese nuevo aire había que empezarlo a preparar con los niños para que se acostumbraran a escucharle un sonido nuevo al acordeón.

Digo esto, porque en un principio el rechazo de mucha gente por mi estilo se debía a que en la Costa caribe colombiana todos estábamos acostumbrados al patrón de sonido que traían los acordeones de Europa y a como los tocaban los juglares.

Es decir, mi estilo fue muy discutido, pero por la falta de preparación de los músicos, aunque estoy muy satisfecho con los pocos seguidores que tengo, porque son personas muy cultas, que tienen oído fino.

Ahora el objetivo es que en el futuro el oído se nos acostumbre a sonidos superiores, que es lo que están aprendiendo los niños en esta academia.

Al principio, algunos acordeonistas veteranos no estuvieron de acuerdo con que se crearan escuelas para acordeonistas...

—Y estaban muy equivocados, porque el sonido es ciencia y hay que estudiarlo y darle la mejor presentación.

Los acordeonistas de antaño practicaron mucho el instrumento, pero nunca asistieron a academias. Por eso, utilizan cinco y hasta diez acordeones para conseguir los tonos que necesita cada pieza musical. Ahora tengo un semillero de niños, quienes, desde los cinco años, con un solo acordeón registran todas las tonalidades que se necesitan.

Eso traerá como consecuencia que si los niños conocen las escalas musicales, se va a enriquecer mucho más nuestra música folclórica.

A mi escuela llegó muy humildemente Iván Zuleta, el acordeonista de Diomedes, y me dijo: “maestro, vengo a buscarlo porque ya estoy limitado con el acordeón. No sé qué más sacarle.”

Son detalles que te entusiasman, porque los jóvenes quieren enriquecerse. Después de Iván, por mi escuela han pasado veteranos como El Cocha Molina, Omar Geles y otros, que están preocupados por evolucionar, porque el público se los exige.

Otro objetivo que tiene la academia es imponer a la primera reina del acordeón profesional en el Festival de la Leyenda Vallenata, cosa que ya se está logrando, porque con el triunfo de Yeimi Arrieta rompimos 40 años de hegemonía masculina. Pero también queremos formar al que será el primer Rey Vallenato extranjero.

¿Le gustaría presentarse en el Festival Vallenato?

—Lo he pensado, pero tengo que prepararme un año completo, porque el vallenato auténtico hay que respetarlo y eso requiere experiencia y preparación.

Ya te habrás dado cuenta que hay muchos acordeoneros profesionales buenísimos que se han presentando y no ha pasado nada con ellos, pero es porque no se han preparado. Y tocar en un festival es muy diferente a hacer arreglos para una grabación.

Recuerdo que el año en que se presentó Ismael Rudas le pregunté que si no iba a ensayar y me dijo que él no tenía nada que ensayarle a un paseo, a un son, un merengue y una puya. Que todo era igual. Pero, fíjate, perdió. Si logro prepararme un año, me prepararé para ganar.


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