Me gradué de un colegio privado administrado por una organización católica. Por supuesto, toda la actividad académica estuvo siempre mezclada con actos religiosos. Eucaristías, jornadas de confesión, conmemoraciones en las que el colegio daba prioridad a los deberes católicos por encima de los académicos.
Cada día, apenas el docente de la primera clase entraba al salón, los estudiantes nos levantábamos para seguir a coro la oración que él guiaba. Rezábamos un Padre nuestro, un Ave María y, mínimo, tres fórmulas en las que el docente emitía la primera parte y los estudiantes la completábamos. Una de ellas era “Sagrado corazón de Jesús”, y se respondía “en voz confío”. Este combo de oraciones se repetía al inicio de las 6 clases que recibíamos al día.
Mentiría si afirmara que aquella recurrencia diaria, semanal, mensual, anual, de oraciones e invocaciones, fortalecía la devoción de mis compañeros o la mía. En general, la mayor parte de los estudiantes encaraba esos momentos con mala gana o indiferencia. La obligación y la insistente repetición, lograban que las palabras que debían emitirse con fe y disposición hacia un ser superior, se convirtieran en letanías desprovistas de significado.
En aquel entonces yo era un católico practicante, sin embargo, no contaba aquellos rezos rutinarios del colegio como el momento del día que dedicaba a conversar con Dios. Prefería dirigirme a Él estando solo, en mi cuarto y por las noches antes de dormir. Considero a la oración un momento muy íntimo, que requiere un nivel de concentración que en la mayoría de los casos sólo se consigue en soledad.
Otro aspecto que recuerdo de aquella formación espiritual un tanto forzada es la unanimidad. Al ser un colegio católico, evidentemente otras prácticas religiosas no tenían cabida. Durante casi todo el bachillerato, apenas tuve una compañera perteneciente a un culto distinto, era Testigo de Jehová. Se le permitía no confesarse o tomar la eucarística, pero se le obligaba a estar presente en la misa y ponerse de pie cada vez que rezábamos el Ave María; un detalle que contradecía sus creencias. En los últimos años surgieron los primeros cristianos evangélicos, a quienes también se les permitía eximirse de ciertos actos, pero igualmente se les obligaba a permanecer durante su realización.
La unanimidad con relación a lo que debíamos creer y practicar no daba lugar a cuestionamientos, pese a lo necesarios que resultaban ciertos debates. Cuán provechosos habrían sido espacios en los que discutir la información religiosa que recibíamos de otras fuentes. Recuerdo las entrevistas que el cantante Marilyn Manson daba por aquel entonces a Mtv, para promocionar su álbum Anticristo Superestrella. Él lanzaba frases que contradecían en todo al cura y yo no tenía con quién discutirlas. Dentro del mismo colegio, en materias como historia o biología, aprendíamos versiones del origen del universo y del ser humano distintas de las que nos enseñaban en clase de religión, que ameritaban un espacio para confrontarlas.
Sin descontar a uno que otro docente, que de vez en cuando, nos dejaba saber su creencia particular. Recuerdo una profesora de español con inclinaciones por la brujería y la santería, a quien le encantaba contarnos historias de espantos. También un profe de sociales que nos mostraba videos de culturas africanas que adoraban a todo tipo de criaturas, menos al Dios al que le rezábamos al principio de clase.
Hoy en día, pese a todo lo que recé en el colegio, soy una persona con una vida espiritual activa pero no practico una religión. Lo anterior demuestra que la educación espiritual es al fin y al cabo un proceso netamente personal e individual, que se concreta a medida que aprendemos y desaprendemos creencias. Con los conocimientos que adquirimos a lo largo de la vida tratamos de arreglárnosla al momento de responder de dónde venimos y por qué estamos aquí.
Eliminar la oración del orden del día en el Concejo de Cartagena, colegios y otros establecimientos, en ningún momento resta a Dios de la vida de las personas adscritas a esas instituciones. Repito, las oraciones que se hacen por requisito e imposición, poco o nada influyen en la devoción individual. Quien tiene a Dios en su vida lo tiene a todo momento, en su estado de ánimo, en su actuar, sin que intervenir o no en rezos colectivos determine su fe.
Las convicciones religiosas obedecen a revelaciones personales y por lo tanto no surgen por imposición. En la colonia, el español podía castigar al indígena por no creer, pero no podía obligarle a creer. La fe o la no fe es algo en lo que nadie puede disponer para otro. No hay manera de que retirar la oración de los colegios y demás establecimientos baste para que una persona reste presencia de Dios en su vida. De hecho, eliminar este requisito promueve que en esos recintos se preste atención a las actividades para las que fueron creados, al tiempo que cada quien administra su devoción según su propio convencimiento.
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