En julio de 2015, el Papa Francisco realizó su segunda visita a Latinoamérica. En aquella ocasión, además de Ecuador y Paraguay, el Papa visitó a Bolivia. Allí, el presidente Evo Morales le obsequió algo bastante curioso, un crucifijo formado por un martillo y una hoz, pegado a un Jesucristo.
Cuando vi el crucifijo en las noticias, me sentí indignado. Para empezar, me parecía un absurdo artístico y filosófico, al mezclar dos ideologías históricamente antagonistas, como son el marxismo y el cristianismo. Al mismo tiempo, la obra representaba una especie de disculpa simbólica, no solicitada y bastante condescendiente, que Evo Morales, primer presidente de origen indígena en Suramérica, le ofrecía al Papa, sólo para congraciarse con él. Me pareció que Evo se disculpaba con al Papa, por ser un presidente de izquierda, que en repetidas ocasiones ha manifestado su oposición y ha estado en conflicto con la Iglesia Católica, por la intervención que ésta quiere seguir ejerciendo en el gobierno de Bolivia.
A partir de aquel regalo, pensé que Evo Morales se convertía, siglos después, en el mismo indígena obnubilado por el hombre blanco católico que llegaba a América, a quien recibía con honores al confundirlo con el sol y de quien nuevamente se dejaba imponer su fe, por encima de sus convicciones. Al regalar un “crucifijo comunista”, fue como si Evo le dijera al Papa, “bueno, aquí somos marxistas, pero no se preocupe, querido Papa Francisco, no vaya a creer que somos ateos o que perseguimos a la iglesia, aquí está este Jesucristo pegado a un martillo, para que su merced no vaya a creer que somos unos animalitos faltos de fe”.
Lamenté tanto que Evo Morales, siendo él mismo un símbolo de la lucha indígena por reclamar su importancia en nuestro continente, bajara nuevamente la cabeza ante el poder católico. Habría deseado que, como indígena por fin investido de poder en estas tierras luego de la Colonia, Evo le recordara al Papa los crímenes de la Iglesia Católica contra nuestros pueblos nativos, a quienes dicha iglesia asesinó y torturó por siglos, con tal de que asumieran su credo.
Ya sé que en sus visitas a Latinoamérica el Papa Juan Pablo II, e incluso el Papa Francisco en 2015, pidieron perdón en nombre de la Iglesia Católica, por los crímenes cometidos contra los pueblos originarios de América Latina. Sin embargo, hay un sinsabor que no puedo evitar cada vez que observo la pleitesía con que se recibe en nuestro continente al líder de una institución que fue tan cruel con nuestros antepasados indígenas.
La Iglesia Católica asesinó a los indígenas física y culturalmente. No sé si eso pueda o deba perdonarse u olvidarse así, tan campante, tras una simple pedida de perdón, bastante tardía y poco recurrente; Benedicto XVI, en su visita a Brasil, ni siquiera se refirió al tema.
Qué valor puede tener ese perdón ofrecido a nosotros, el pueblo descendiente de aquellos mártires, cuando en realidad la mayoría de los latinoamericanos nunca nos hemos dado a la tarea de dimensionar qué fue lo que ocurrió en nuestro continente por cuenta de la Iglesia Católica en la Colonia y siglos subsiguientes. No fueron un par de latigazos y ya, lo que ocurrió fue un verdadero genocidio, un holocausto. Y eso los latinoamericanos no lo hemos enfrentado en su total magnitud.
Cómo íbamos a hacerlo, si ni siquiera hemos podido tener una educación independiente de la fe católica. A nosotros, a nuestros padres y a los padres de ellos, nos educaron los curas en las iglesias y los curas que hasta el día de hoy aún dirigen la mayoría de nuestras instituciones educativas. Así terminamos, después de semejante matanza, siendo el continente con más católicos en el mundo. En nuestros colegios y universidades no se ha enseñado jamás, con el detalle que merece, la tragedia de nuestros padres indígenas por mano de la Iglesia Católica. Ni siquiera existe una fecha en el calendario de algún país latinoamericano para recordar cada año el holocausto indígena, porque nunca lo hemos considerado como tal. En cambio, tenemos un montón de fechas para celebrar descubrimientos, fundaciones, evangelizaciones.
La educación que recibimos de los curas ha hecho que aún hoy a los indígenas se les considere ciudadanos de segunda categoría. En las clases de historia de nuestros bachilleratos se sigue reduciendo la matanza, violaciones y demás crímenes de la Iglesia Católica contra los indígenas, a simples datos curiosos del pasado.
Los latinoamericanos somos hijos de los indígenas humillados del continente, hijos de los indígenas que no tuvieron más opción que obedecer con tal de salvar sus vidas. Y en lugar de reivindicarlos, lo que hacen nuestros países es gastar millones para que el líder de la iglesia que perpetró tantos crímenes aquí, venga a visitarnos. Por eso, en vez de recibir al Papa para recordarle con pelos y señales qué fue lo que su iglesia le hizo a nuestros padres y madres indígenas, lo que hacemos es arrodillarnos nuevamente y hacer como hizo Evo Morales, regalar, siglos después, una y otra vez, símbolos de condescendencia y disculparnos porque a veces parece que nos atrevemos a pensarnos políticamente por fuera del catolicismo. Por eso volvemos a demostrarles una y otra vez a los líderes del Vaticano, que su autoridad aquí aún es ley, a pesar de todo, como si tuviéramos un gen que todavía le teme al látigo del hombre blanco católico. Los curas nos educaron para creer que nuestra política debía construirse siempre sometida a su religión y eso nos obnubila el criterio.
Aquel episodio entre Evo Morales y Francisco me sigue indignando y aunque durante su visita a Colombia, a Francisco no le hicimos regalos ridículos, sí escribimos un episodio más de condescendencia política colectiva en Latinoamérica ante el Vaticano. En Villavicencio, una guardia indígena formada por miembros de varias comunidades del país, recibió al Papa con calle de honor. Incluso un líder indígena aseguró que "perdonaba al Papa por todos los daños que la Iglesia les ha causado”. Para que una reconciliación de esta naturaleza pueda operar, el presupuesto sería que la iglesia considerara a estas tribus como sus iguales y ya sabemos que eso no es así.
El hombre blanco católico que nos conquistó, colonizó y que, según él, también nos civilizó, nos heredó su racismo. Esa ha sido hasta ahora la característica de nuestro mestizaje que más hemos valorado. Los mestizos latinoamericanos llevamos siglos educándonos para aspirar a ser blancos y devotos. De ahí la poca importancia que damos, sobre todo en países como Colombia, a nuestra herencia indígena y africana. Recibimos a los papas con pleitesía porque pensamos que el genocidio del que fueron víctimas nuestros abuelos nativos, le ocurrió a otro, a otros, a un montón de gente con la que no tenemos nada que ver.
El siglo XXI nos exige a los latinoamericanos que nos levantemos de las rodillas y hagamos un camino de pie hacia la libertad de conciencia. Es necesario entender que, como continente, es posible construir una vida política liberada finalmente del yugo religioso. Mientras eso no sea así, nuestra historia no será más que la extensión de la Colonia, una vida en la que nos seguiremos privando de construir esa otra América de la que habla Eduardo Galeano en Las venas abiertas de América Latina, un lugar cuyas claves podremos encontrar el día en que de verdad valoremos nuestra identidad indígena, tantos siglos prohibida y despreciada.