Por Juan Antonio Pizarro Leongomez
Leer la novela del irlandés Bram Stoker no estaba en mis planes. Nunca he sido amigo de las historias, en la literatura o en el cine, que buscan generar miedo y, frente a todo lo qué hay que leer en esta vida, corta de por sí, Drácula no clasificaba. Esta situación cambió cuando los miembros del Club de Lectura de Ábaco Libros, del que hago parte desde hace varios años, decidimos, por mayoría, que lo íbamos a leer dentro del ciclo de literatura epistolar que habíamos iniciado con un libro maravilloso: Memorias por correspondencia de Emma Reyes.
Frente al compromiso con el Club de Lectura, una tarde en que no tenía nada mejor que hacer decidí echarle muela como por no dejar al bendito, o más precisamente, al maldito Drácula. La sorpresa fue enorme: al cabo de unas páginas estaba enganchado con Transilvania, hogar del Conde, y su historia; con las peripecias del joven abogado, Jonathan Harker, en su viaje al Castillo de su extraño cliente; y con el mismo Conde Drácula, un personaje con costumbres muy extrañas pero a la vez culto e interesante.
Extrañado por esta atracción, que podría calificarse de fatal por el contenido vampiresco de la obra, llamé a un amigo paisa muy leído y le conté lo impactado que estaba con el libro. Su respuesta fue contundente: “Es un libro tan, pero tan bueno, que cuando alguien que quiere empezar a leer me consulta sobre con cuál empezar, mi respuesta es siempre la misma: con Drácula.”
Ese concepto acerca de la calidad del libro lo reafirma esta anécdota que me envió mi amigo, el historiador Alfonso Múnera, contada por el diario español El País: “Fidel Castro no pudo dormir una noche tras leer el libro de Bram Stoker Drácula, según ha contado el escritor y premio nobel de Literatura Gabriel García Márquez, quien había recomendado el libro al jefe del Estado cubano, tras un día de pesca, pues dicho sea de paso opinaba que era muy bueno. ‘Al día siguiente, cuando bajó a desayunar, tenía los ojos hinchados y me confesó que el libro no le había dejado dormir’, ha dicho el escritor.”
La estructura de la novela, basada en diarios escritos o grabados por varios de sus protagonistas, cartas, notas de prensa, bitácoras de abordo, etc., dan un tinte realista a un relato fantástico. Que varias personas relaten los hechos desde distintas perspectivas y usando diversos medios, hacen dudar a los lectores de la irrealidad de lo que se está contando: es imposible, piensan, que tantas personas estén mintiendo. A lo anterior se une el realismo de las descripciones de los viajes, de las tormentas, de los lugares, etc., que se vuelven más vivos cuando se incorporan desarrollos tecnológicos que hoy suenan atrasados pero que a finales del siglo XIX constituían el estado del arte: el fonógrafo, la máquina de escribir, el telégrafo, las transfusiones de sangre, etc.
Otro elemento fundamental de la obra, que quizás ha sido clave para que Drácula renazca cada pocos años en el cine y en la televisión, convirtiéndolo en un personaje universalmente conocido, es que nunca se sabe qué piensa o qué lo motiva. Conocemos, por los relatos de otros, qué hace o incluso qué dice, pero Drácula mismo, no nos cuenta nada de él. En ese sentido es el malo perfecto, al que se puede recrear, como se hace una y otra vez desde 1897, con nuevos miedos y terrores.
Bram Stoker, a quien la inspiración de Drácula le sobrevino en una pesadilla en la ciudad costera de Whitby, luego de comerse unos cangrejos con mayonesa, duró siete años investigando sobre vampiros y sobre Transilvania (región que Stoker conoció en la Biblioteca de Londres a través del libro de Emily Gerard: The Land Beyond the Forest: Facts, Figures and Fancies from Transylvania). Existen numerosos relatos acerca de vampiros en el folclor de muchos países, en especial los del centro y oriente de Europa (incluyendo uno acerca de una escuela, Escolomancia, dirigida por Satanás en persona) y muchas novelas y cuentos sobre estos personajes fantásticos en la literatura inglesa y europea del siglo XIX, que sirvieron de base para el personaje que inicialmente iba a ser el Conde Vampyre en un libro titulado The Undead. A última hora, en una decisión afortunada, Stoker se decidió por los nombres de Conde Drácula para el personaje y de Drácula para el libro.
A muchos, incluyendo a mi mujer, los asusta el libro y sus excelentes descripciones; a otros, incluyéndome hasta hace pocas semanas, no les llama la atención un libro sobre un personaje demoníaco. Es una lástima que el miedo o la indiferencia, impidan leer una obra que, entre muchas de sus virtudes, abre una ventana a la sociedad victoriana del siglo XIX, con sus adelantos y sus atrasos y a las diferencias y similitudes entre la Inglaterra imperial y los países centroeuropeos; que trae descripciones magníficas como la entrada a puerto, en medio de una borrasca violenta, de un velero conducido por un capitán muerto con sus manos amarradas al timón de la nave; y, que dependiendo del ángulo desde el que se mire, es una historia de amor, como sostenía Gabo, o una de terror.
La explosión cultural de Drácula, que ocurre 20 o 30 años después de su publicación, es notable: a nivel de las pantallas grandes o chicas es el personaje que más veces ha aparecido -350 veces- o casi tres veces por año desde 1897. Además, ha inspirado óperas, musicales, canciones, novelas, una tribu urbana, etc., etc., nada mal para un personaje que no sabemos si cumple 125 o 500 años, toda vez que no disponemos aún de sus colmillos para hacerles la prueba de Carbono 14.
Y hablando de colmillos, métanle muela al libro de Stoker que bien vale un buen mordisco.
(En la fotografía Bela Lugosi, el mejor Drácula de la historia)