Hay gente que ve el mundo a través de la cámara de su teléfono móvil, otros, a través de sus gafas Okley. Algunos ven el mundo a través de las redes sociales o los diarios en Internet. Otros, como algunos de mis lectores –lo sé de buena fe– ven el mundo a través de los libros. Hoy les voy a contar sobre mi último viaje a Italia y cómo estuvo marcado por un librito que llevaba en el bolsillo. Estuvimos en Milán, visitando a mi buen amigo José Guzmán, a quien de cariño le llamo «James», pronunciado «Yeims». El motivo de este apodo inverosímil será tema para otra ocasión. También estuvimos en Venecia, donde contamos con la hospitalidad de Massimo –Max para los amigos–, un marinerito o piratilla pirado que nos consiguió alojamiento por un precio ínfimo y en lugares privilegiados, aunque, a decir verdad, como sabes o te imaginas, Venecia sólo tiene lugares privilegiados. De todas maneras, no te hagas muchas ilusiones, querido lector, porque esto no es sobre lo maravillosa que es Europa, sino sobre todo lo contrario: que Europa está muerta, muerta y momificada. Eso no quita que las momias europeas como Venecia, Roma, París o Londres, tengan un gran atractivo y mucho que enseñarnos. Envuelta en sus gasas egipcias, Europa se precipita hacia la nada. Pero la caída es honda, y mientras cae tiene tiempo de escribir poemas, de hacer jazz y hasta de volverse humanitaria, como un enfermo terminal que vuelve la mirada hacia Cristo ante el panorama terrorífico del infierno.
Por mucho que nos guste la nieve, cuando nieva hace mucho más frío del que nos gustaría, especialmente si somos del eterno verano caribeño. Eterno verano, eterno retorno. Fue en el más profundo invierno cuando visitamos Milán y Venecia, y en Milán nevaba como si fuera la primera nevada de la historia universal, como si las furias hubieran estado conteniendo la nieve durante milenios. En Venecia, el tiempo que nos tocó fue gris y lluvioso, pero la lluvia era débil, fina, cansada. Me figuré que el cielo mismo la venera, y por eso se apiada de ella y la libra de tempestades indecibles como las que sufrimos en el trópico. Esto no me pareció extraño, sino familiar, porque llevaba un par de días leyendo a trozos el libro de Régis Debray, sabia y simplemente titulado Contra Venecia. En él, creo que no dice nada sobre la lluvia en el Véneto, pero sí mucho sobre el cansancio y la debilidad. Se trata de una pequeña obra en la que el autor señala el contraste entre la belleza infinita, pero postiza, de Venecia y la vida rebosante y verdadera de Nápoles. Aún no conozco Nápoles, así que he suspendido el juicio en lo que respecta al valor de verdad de sus comparaciones. En cualquier caso, cuando Debray dice que a diferencia de las venecianas, la obras de arte napolitanas aún están vivas, sospecho que tiene razón. ¡Pero qué bello es el arte entendido como naturaleza muerta! ¡Qué bella la muerte cuando huele a museo, a óxido y a metano! Y que conste que, a diferencia de lo que dicen muchos envidiosos, Venecia no huele mal. Huele muy bien.
Por su parte, creo que Milán está, como Nápoles, viva y muy viva. Pero no del mismo modo, y creo también que la momia-Venecia es mucho más interesante que la máquina-Milán. Todos hemos escuchado alguna crítica sobre el hecho de que Milán es una ciudad moderna e industrial. Lo es. Pero aún en medio de la vida moderna, la muerte de Europa marca los espacios. Prueba de ello es que el lugar más bonito de Milán, de lo que pude ver en los tres nevados días que la viví, fue el Cementerio Monumental –el bellísimo, pesadísimo y monumentalísimo Cimitero Monumentale– donde están enterrados muchos antiguos nobles italianos y algunos de sus descendientes sabidamente no tan nobles. Porque en la Europa muerta, los muertos sí cuidan de sus muertos, no como en la América viva, donde los muertos están bien muertos, de modo que no necesitan tumbas monumentales. De todas maneras, lo que más me gustó de Milán, con todo el respeto hacia sus muertos ilustres, fue una pizzería de barrio, sencilla y económica incluso para los estándares colombianos, con un ambiente muy agradable, regentada por unos egipcios y de nombre «Americ». ¿No es eso alucinante? Es más alucinante aún si sabemos que Milán es la cuna del movimiento neofascista en Italia: a los neofascistas no les gustan los árabes que hacen la pizza mejor que ellos –eso es un hecho– y mucho menos si viven en su ciudad neofascista. Pero así es y allí viven. Que Dios los bendiga por eso.
El libro de Debray no dice nada sobre Milán, pero mientras estaba allí ya estaba pensando en las comparaciones del autor. ¿Está Milán, en términos necrológicos, a medio camino entre Venecia y Nápoles? Después de haber estado en Venecia, haciendo temporalmente un esfuerzo por dar por verdadero lo que dice sobre Nápoles, yo diría que no. Yo diría que Milán está en el fondo del abismo, más allá de Venecia, donde la piedra es lisa, bella y pesada. Donde los muertos no han sido engalanados con gasas egipcias, porque sus egipcios no trabajan con momias, sino con pizza, y que Dios los bendiga también por ello.
Si por un segundo suspendo la conciencia histórica que caracteriza, limita y provoca mi manera de pensar sobre estas cuestiones, diría que Venecia fue hecha para ser fotografiada milímetro cuadrado a milímetro cuadrado con la mayor resolución posible y sin perder detalle. Es precisamente esto lo que odia Debray: que la ciudad es un museo, que está todo colocadito para que los visitantes lo admiren, que detrás de las fachadas preciosas no hay muchos habitantes y que, como lamentaría un Jorge Zalamea, no hay casas para la gente, sino palacios para las obras de arte, templos para los ídolos, teatros para los intérpretes. Pero, en todo caso, esta forma de criticar, ¿no es una altanería y una pedantería de intelectual socialista y decadente? Bueno, no quiero insultar a Debray, que ya es como cualquiera de mis amigos socialistas cuyas voces resuenan en mi oído interno cuando pienso en política, como si tuvieran que tener razón. Además, todos saben que mis amigos son casi siempre imaginarios. Pero salvando eso, que no quiero ofender, ¿no es Debray como un neurótico que se queja de lo ineludible? Decir «no me gusta la falsedad de Venecia» es como decir «no me gusta que necesitemos agua para vivir». Dirás, compañero lector, que exagero, que me paso, que una cosa no tiene nada que ver con la otra. Si hubieras leído a Nietzsche cuando te lo recomendé y si hubieras empezado, como te lo recomendé, por «Sobre verdad y mentira en sentido extramoral», a estas alturas ya sabrías que la falsedad es necesaria para la vida.
Venecia y Milán no son los extremos opuestos de una garrocha. Si se trata de garrochas, Milán es la parte de la garrocha que se entierra en el suelo y Venecia es un segmento que queda justo por encima del nivel suelo. En una de esas, Venecia también quedará enterrada y nos parecerá fría y dura como Milán. Mientras tanto: no es propio de hombres y mujeres sensibles destruir museos u obras de arte sólo porque no nos gusta lo que representan. Detrás de la aversión está siempre un deseo insatisfecho. El deseo insatisfecho de Debray es ser veneciano. Se quejaba de sus casas vacías porque a él le habría gustado nacer en una de ellas. Y yo me quejo de lo mismo porque soy muy pobre como para quedarme a vivir en una de ellas. Como no puedo vivirla, la critico. Como no puedo amarla sin reservas, tengo que encontrarle los defectos. Y todos sabemos que cuando uno se pone a buscar defectos encontrará una cantidad infinita en cualquier objeto, aunque sea minúsculo.