"Yo soy la verdad"

Más allá de la prosa y la poesía: cómo se desmadra el lenguaje


El desmadre del lenguaje ocurre por primera vez en la imaginación mitológica. Esto incluye todas las creencias religiosas pasadas y presentes: todas las que proponen un «más allá» de la naturaleza o un «por encima» de ella. Ocurrió de nuevo hace medio milenio en el humanismo renacentista, que fue un reemplazo a medias de la teología cristiana y que ya era, a su vez, reemplazo apresurado del politeísmo del viejo mundo.

En la mitología, el lenguaje se desmadra cuando le atribuimos a los seres y procesos naturales características psicológicas, es decir, personalidad. Por eso, desde su nacimiento, con breves y escasas interrupciones, la psicología ha estado al servicio de la religión o, en su defecto, del sistema de creencias dominante en un momento y lugar dados. No es casualidad que Deleuze y Guattari, en su famoso libro Mil mesetas, se preocupen tanto por la relación entre esquizofrenia y capitalismo. Y no hay duda de que el culto a la riqueza constituye el núcleo de la imaginación mitológica de nuestro tiempo. Ya no creemos en Dios, ni en profetas, ni en libros sagrados: ahora creemos en los «hombres exitosos» — que siempre son hombres, sí — en los grandes líderes mundiales, en los que desarrollan la tecnología que nos hace adictos e inútiles. Nuestras opiniones giran y crecen alrededor de ellos. En una próxima entrada hablaré sobre este desmadre del lenguaje en la tecnología. Por ahora, centrémonos en el desmadre del lenguaje en las creencias populares.

¿De qué manera ocurre ese desmadre? Hablando claro: ¿cómo es que una simple opinión o una mentira se convierte en el centro y la fuerza de nuestras vidas? Por ejemplo, ¿cómo fue que llegamos a darnos el ultimátum que caracterizó al siglo XX: patria o muerte; comunismo amansador o neoliberalismo salvaje? ¿Cómo es que el desmadre del lenguaje nos deja sin más alternativas que las que proponen dos fuerzas políticas supuestamente antagónicas? En términos evangélicos: ¿cómo hemos llegado a convencernos de que «quien no está conmigo está contra mí»? — Esta ha sido la gran obsesión del cristiano durante siglos.

En el «supuestamente» está la cave. Y es que la supuesta oposición con la que conciencia religiosa descarta un mundo lleno de colores y tonos, de grados, aspectos y niveles, es la manipulación fundamental que nos dispone a aceptar las mentiras y las falacias más arraigadas. Si aceptamos que la opinión, el dicho y la máxima pueden hacer que actuemos de cierta manera y que elijamos unos cursos de acción en lugar de otros, tendremos que explicar cómo sucede esto. La explicación nietzscheana, con la que me permito el lujo de estar de acuerdo, es que hay un poder relacionado con cada opinión o teoría, de tal modo que una idea cultivada, repetida, robustecida con el paso del tiempo, adquiere un poder que rebasa las fronteras de la opinión personal y moldea también a los otros. La «objetividad» que mis amigos periodistas tanto defienden, es algo que se constituye a través de la violencia del poder — nunca a través de la evidencia de la verdad.

De acuerdo con la ciencia cognitiva, sabemos con bastante certeza lo que es una idea: una actividad eléctrica, o sea, algo natural. Fuera del cerebro, es decir, en la relación entre cerebros, entre cuerpos, entre sujetos, entre valores, deberíamos tener también claro que una idea compartida es ante todo un poder compartido. Pero, cuidado: no es un poder cualquiera, sino uno violento. Y no estoy hablando de una violencia abstracta, sino de una muy concreta y muy física: solo el acto de sentarse a leer o a escribir, como lo hacemos en este preciso instante, es un gran esfuerzo para el ser humano y una violencia autoimpuesta: nos obligamos a disponer el cuerpo de cierta manera y a persistir en la lectura a pesar de nuestros deseos íntimos. Lo mismo pasa con el lenguaje oral que nos obliga a utilizar el aparato bucofaríngeo de formas «antinaturales». Esto puede comprobarlo cualquier adulto que intente aprender una lengua extranjera. Por eso, el escritor tiene que agradecer siempre a sus lectores el esfuerzo de quedarse quieto y leer. Y por eso, también, la tarea de la educación, ahora que lo sabemos, tiene que ser solo una: desmontar los efectos de la violencia del lenguaje en los cuerpos.


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