La doctora Haydar, un corazón para inspirar a las jóvenes mujeres cartageneras
En los últimos años de la década de los setenta del siglo pasado, cuando la palabra “Triage” posiblemente no existía o al menos no había llegado al entorno de la salud en Cartagena de Indias, en horas de la mañana, una mujer médica atendía con humanismo en la sala de urgencias del Hospital Universitario de Cartagena, y según la gravedad de los enfermos, los distribuía en los diferentes cubículos.
Eran las épocas en las que todo en el Hospital Universitario de Cartagena —el ‘Gigante manso de Zaragocilla’, como lo llamó Henry Vergara Sagbini— olía a nuevo. Momentos memorables en que ese hospital de sueños y ensoñaciones colectivas La tía Betty, pionera en la historia de la medicina cartagenera recibía sin miramientos a la gente del Litoral Caribe colombiano, que venía en su búsqueda por ser el templo de la medicina de la región. En este hospital estaban, suspiraban, se desvelaban, asistían, curaban y enseñaban unos profesores gigantescos nutridos con el aroma de los ancestros franceses y engalanados con las novísimas fragancias norteamericanas.
“Es que aquí nace la ciencia”, decían en mi barrio. Esta frase también la repetían los pacientes y sus acompañantes en los pasillos, mientras nosotros, los estudiantes de medicina, juntos y tomados de las manos como un ejército de legionarios o como golondrinas haciendo su verano, nos nutríamos para ser médicos y bebíamos el conocimiento científico.
Entre ese trajinar de enfermos y enfermedades, recuerdo haber visto muchas mañanas a una mujer médica desenvolverse con la presteza de los varones en el primer piso de ese edificio sanador. Entre las paredes y las instancias resonaba su nombre: la doctora Haydar, una mujer inspiradora para mis compañeras de estudio y también para todos nosotros los varones, ya que hacía con destreza y emoción lo que realizaban los profesores mayores. Esa mujer veía y miraba al paciente, le preguntaba sobre su vida y la de los suyos, escuchaba sus síntomas y dolencias, tocaba su cuerpo mientras ojeaba y hojeaba los signos y al instante, sin más ni más, sabía el mal que le aquejaba al enfermo. Llegar a ese nivel era lo que nos exigían los profesores y la medicina misma.
La doctora Haydar era una mujer de ojo clínico, egresada de la escuela médica de la Universidad de Cartagena el 5 de octubre de 1956 y la primera mujer nacida en Cartagena de Indias que obtuvo el grado de Medicina de esta universidad casi bicentenaria. Gracias a su perseverancia, a su vocación innata para encumbrarse como hija de Hipócrates de Cos o instrumento del propio Apolo y al apoyo de sus familiares, la doctora Haydar fue la pionera y valiente dama que dibujó, con lápices de colores para las mujeres de su tiempo y del futuro, la senda exitosa del estudio profesional de la medicina. Una estudiante talentosa que, entre una cuarenta de varones compañeros de estudio supo sacar su cabeza y entre los hombros de un cerrado gremio masculino que la miraba con recelo, desconfianza, que murmuraba de ella con sarcasmo y hasta con señalamientos impropios, pudo alcanzar reconocimiento social y profesional. La doctora Haydar compartió el remolino de la fiesta, lo desconocido y la academia, las exigencias de la disección anatómica, las vicisitudes de estudiar medicina hasta quemarse las pestañas y el jolgorio del aula de clases con Aníbal Perna, Boris Calvo, Carlos Cruz Echeverria, Clímaco Silva, Fernando Yemail, Hugo del Toro, José Vicente Torres, Olegario Barboza y Orlando Álvarez Lozano, entre otros, quienes fueron sus compañeros de promoción y, con el tiempo, llegaron a ser figuras prestantes de la medicina del Caribe colombiano
Cuando yo era estudiante de medicina, nunca supe que la doctora Haydar salía del Hospital Universitario de Cartagena al Colegio Departamental; que más tarde iba a su consultorio médico ubicado en el edificio Colseguros en la calle Cochera del Gobernador, y tampoco que al caer la noche se desenfundaba de su bata blanca almidonada e impecable y, como si hubiese sido tocada por un prestidigitador, se convertía en la tía Betty. Jamás supe que la doctora se llamaba Beatriz de Jesús Haydar Ordage, la hija menor de Simón Haydar, nacido en Baskinta (Líbano), y de Alicia Ordage, nacida en Beirut (Líbano).
El padre de la tía Betty fue Simón Haydar, un libanés con las tradiciones fenicias talladas en el corazón, que llegó como huracán sin rumbo a Cartagena al inicio del siglo XX, como muchos. Su objetivo era América, sin más coordenadas donde depositar las anclas, trayendo lo que le cabía en las manos, con los bolsillos rotos, los sueños fragmentados y sin un sol en el horizonte. Tal cual lo que les sucede aún hoy en día a muchos inmigrantes que huyen de las guerras ajenas o del canibalismo humano. Haydar se asentó en Cartagena y, aunque los turcos le hicieron abandonar su casa, aquí todos le llamaban turco. Se que lo contagió del olor salitroso de la Cartagena que trataba de pulirse para ser la joya de su propia corona, mientras buscaba dejar atrás los cañonazos de los filibusteros y la desnutrición social que generó Morillo. Pronto, Simón tuvo un pequeño negocio en el mercado público, en medio del vapor tropical de la Bahía de las Ánimas, comercio que fue creciendo a diario, aunque él se resistía a ser comerciante.
A los 28 años, Haydar viajó al Líbano a buscar con quien casarse y, de entre cuatro hermanas, escogió a Alicia Ordage, una adolescente de 14 años. La pareja viajó de regreso a Cartagena, donde nacieron sus siete hijos. El primero de ellos falleció en la juventud y no hay registro de su nombre; el segundo fue Francisco (médico psiquiatra que llegó a ser decano de la Facultad de Medicina de la Universidad de Cartagena entre septiembre de 1959 y mayo de 1961); el tercero, Marcos (farmaceuta); el cuarto, Jaime (abogado); la quinta, Dora (comerciante); la sexta, María (ama de casa), y la séptima, la tía Betty, quien nació en 1932 y fue la más cercana a los sobrinos y nietos, quienes la recuerdan como la dueña de un amor indescriptible, humanitaria y dicharachera. Se dedicó a cumplir su rol de médica, fue aficionada y amante del beisbol, entusiasta lectora de literatura y la mamá de muchos poemas que recogieron toda su esencia y pensamientos, que por decisión propia dejo inéditos por siempre y para siempre. La tía Betty fue la oportuna colaboradora con la que contaban sus sobrinos para las tareas escolares o los trabajos universitarios, fue su confidente de los primeros amores, la que a diario sacaba de su falda el “mertiolate” para todas las heridas y, sin dudas, la poseedora de lo mejor: ser la tía que todo lo sabía.
La tía Betty estudió primaria en el colegio Biffi y secundaria en la facultad de bachillerato de la Universidad de Cartagena, de la que se graduó con tan solo quince años en 1947. Sin tantas vueltas, le dijo a su padre que quería ser médica y obtuvo su respaldo, al igual que el de los hermanos mayores, quienes se convirtieron en sus escuderos para la dura travesía de sembrarse exitosamente en unos estudios universitarios pensados a la usanza de los varones. Fue admitida en la escuela médica luego de obtener la mejor calificación en el examen de ingreso, por tanto, el primer lugar. Sin temores, la tía Betty se metió en los vericuetos médicos del antiquísimo Claustro de San Agustín y erguida deambuló por los pasillos, pabellones y salas del Hospital Universitario Santa Clara. Y según cuenta una de sus sobrinas, un día, siendo aún estudiante, en la plazoleta central del nosocomio, en donde hoy está la piscina del hotel que ocupa la edificación, tuvo que atender a una gestante que no alcanzó a llegar hasta la sala de partos para el nacimiento del hijo. Desde los balcones del segundo piso, compañeros, profesores, pacientes y acompañantes la vieron actuar sin miedos y desenvolverse profesionalmente hasta obtener un recién nacido saludable y una materna fuera de riesgo. Los espectadores emocionados aplaudieron su destreza y habilidad, y ese instante quedó impreso eternamente en las retinas: la mujer médica había logrado un espacio para siempre en la sociedad cartagenera. Probablemente, la tía Betty no se imaginó que allí el destino la había probado y certificado sin reparos o condición alguna. Sin haber adelantado estudios específicos, ella se dedicaría por siempre y con apasionamiento a cuidar exitosamente a otras mujeres con necesidades de atención en ginecología, así como a las que estaban en el proceso de la gestación.
En 1953, a los 21 años, Beatriz Haydar finalizó los estudios de medicina con elogios. Inmediatamente, ganó por concurso de conocimientos un cupo para realizar el año de internado en el Hospital Universitario Santa Clara. En 1955, cumplió su medicatura rural en el municipio de Santa Catalina (Bolívar). En 1956, le fue otorgado el título de Doctor en Medicina y Cirugía.
“Es enfermera, Simón”, decían con incredulidad las amistades cuando recibían la invitación para el grado de médica de la tía Betty. Las razones para desconfiar eran coherentes con la realidad, ya que, en plena mitad del siglo XX en Colombia, ser médico era solo cosa de hombres. Las mujeres continuaban circunscritas al hogar, a las manualidades, al bordado o a las costuras, a las exquisiteces de la cocina y a las recetas tradicionales, aunque se notaba una creciente escolarización y las jóvenes se adentraban en el aprendizaje de la taquigrafía, la mecanografía, la contabilidad, la secretaría comercial y la enfermería. Después de las dudas iniciales, siguieron las risas y, con los meses, la aceptación en medio del aroma emotivo de la felicidad y del orgullo de contar con la cercanía de una mujer que, sin miramientos ni deseos de casarse ni de tener hijos, se fue tras las huellas de Galeno.
La tía Betty o la doctora Haydar, como la prefieran llamar ya que a ella le daba igual, fue una mujer trabajadora, hogareña y festiva que, en septiembre del 2024, partió a reencontrarse con todos sus pacientes de siempre en lo más lejano de la galaxia, luego de 92 años de una vida dulce y amorosa, en la que entregó a diario barriletes de papel crespón a más de un centenar de sobrinos, sobrinos nietos y sobrinos bisnietos que están regados por todos los confines del mundo y son los herederos de dos libaneses que un buen día quemaron las naves y se quedaron en Cartagena de Indias.
Nota: Agradecimiento a Beatriz, Katya y Simón Haydar por la información brindada. Se tuvo en cuenta información de prensa y textos documentales. El material gráfico presentado está incluido en la Fototeca Médica Cartagenera, un proyecto de conservación de memoria del semillero de Investigación HISTORI-MED