Los cachacos le llaman coca al recipiente en que empacan el almuerzo. Otros, al polvo que los activa. Los más jóvenes lo usan como apócope de Coca-Cola. Para algunos políticos es el principal financiador de sus campañas. Pero en el Caribe de mi infancia la coca era una cosa distinta.
La coca a la que me refiero es un juego que consta de dos piezas de madera o plástico ─una cóncava y otra convexa─ que están unidas por una cuerda corta. El objetivo es acoplar ambas partes con un movimiento diestro de la mano. Es una tarea que se domina con un poco de práctica; pero una vez aprendida puede derivar rápidamente en adicción.
Y eso fue lo que pasó en el año 92 donde la popularidad de la coca alcanzó niveles descomunales. Se veía en todos lados y por todos lados sonaba ese tiqui taque que ya traía locos a padres y profesores. Al Caribe no llegaba el ruido de las bombas del narcotráfico ni la zozobra de los magnicidios. Las preocupaciones eran otras: si una sola coca hacía bastante ruido, pueden imaginarse un colegio que tenía 6 cursos por cada grado y 60 estudiantes por cada salón con el tiqui taque a toda hora. Ese colegio era, cómo no, la Ciudad Escolar Comfenalco y los directivos ya no sabían qué más hacer. Si decomisaban las cocas, al día siguiente volvían a aparecer, incluso en mayor número; si sacaban de clases a los infractores, pues mucho mejor para seguir dándole a la coca. En los pasillos, en el recreo, en los baños, en las rutas de buses, en la enfermería, en las canchas, el tiqui taque era constante. No había, pues, quién pudiera con la fiebre de la coca.
Pero a problemas difíciles, soluciones radicales. La solución insólita fue planteada por el vicerrector de la época, el mismísimo Alfonso Pérez, a quien el Joe Arroyo llamaba «meteorito» por su sentido de rigurosa autoridad. Por eso mismo, la propuesta del vicerrector se recibió con incredulidad al principio, pero luego fue tomando forma hasta alcanzar el estatus de directriz. La idea era sencilla: quitarle el sabor tentador a la cosa prohibida. La solución, entonces, consistió en convocar un concurso de coca para bajarle la fiebre a los muchachos birriosos.
Con la propuesta vinieron también las bases del concurso: habría eliminatorias por cursos y luego por grados, y al final los mejores se enfrentarían en un gran duelo en el coliseo del colegio. El coliseo solo se usaba para las jornadas culturales y los eventos solemnes. Era tanto el poder de la coca que logró trocar la jornada académica en festín y bullicio, y elevar a evento solemne una mera competencia de recreo. Cada director de grupo debía dirigir las eliminatorias de su curso. En el nuestro teníamos las esperanzas depositadas en Wadith Gamarra; pero un episodio de nerviosismo escénico acabó con nuestras aspiraciones de manera anticipada y estrepitosa.
Después de la larga jornada de eliminatorias, por fin fuimos convocados al coliseo para ver a los finalistas. En este punto voy a prescindir de los detalles intermedios porque sospecho que no son los más fidedignos. La memoria tiene ese raro capricho de registrar los hechos de manera deformada en el júbilo y con esmerada precisión en la fatalidad; y aquella jornada era de total alegría. Lo que sí puedo afirmar, aunque con ciertas dudas, es que el duelo final fue entre Fausto García y Elvis Chico, ambos del grado sexto. Ganaría quien sumara más puntos de forma consecutiva. El coliseo en pleno era una fiesta y era también quién contaba, al unísono, los puntos de cada contrincante. Al final ganó Fausto en apretado conteo, y fue el propio vicerrector quien presidió la ceremonia de premiación.
Alfonso Pérez felicitó a toda la comunidad escolar, alabó la organización del concurso, aplaudió el comportamiento en el coliseo, estrechó la mano de los finalistas, entregó los galardones respectivos. Y justo cuando creíamos que todo estaba concluido, con la misma media sonrisa de toda la vida, con la misma voz pausada y altiva de filósofo curtido, lanzó la frase que coronó la jornada: «y a partir de mañana, todo aquel que sea visto con una coca quedará suspendido».
No se oyó un tiqui taque más. El río desbordado de la coca volvió a su manso cauce. Y aunque hubo uno que otro brote de insurrección, se extinguieron rápido bajo la agonía del tedio. De esa manera el colegio Ciudad Escolar Comfenalco, mediante la legalización y posterior regulación, fue que solucionó en el año 92 el problema de la coca.
@xnulex