Víctor Hugo Mora Mendoza

¿Cuándo me enamoré de la escritura? 


No recuerdo la primera vez que la escritura empezó a gustarme. Puedo imaginar que pudo ser en ese primer impulso al descubrir el placer de un lapicero, marcador o lápiz deslizando sobre una limpia y pulcra pared blanca de mi casa. Tuvo que ser una experiencia única a pesar de la confusión que pudo generar el regaño de mi madre al notar la improvisada obra de arte.

También pudo ser cuando vi una vieja y pesada máquina de escribir en el Colegio de la Salle de Cartagena y uno de los curas, al notar mi fascinación, me colocaba hojas en blanco a escondidas en su oficina y me dejaba escribir mi nombre y eventualmente transcribir cartas, oraciones y otros textos de los profesores. Me frustraba cuando, con el tiempo, la motricidad fina de mis dedos se aceleró y los pequeños martillos de cada tecla quedaban trabados entre sí. Al escuchar la interrupción irregular del ritmo cíclico de los golpes sobre la cinta entintada, el cura, sin despegar los ojos de su biblia, intentaba darme una lección de paciencia diciéndome:

Una tecla a la vez, Víctor Hugo, una tecla a la vez”.

Más adelante, cuando descubrí una IBM enorme, en el mismo colegio, que corría sobre la línea de comandos DOS, me di cuenta que era un millennial cuyas manos eran más rápidas que el sistema mecánico de la máquina de escribir.

Pudo ser también cuando descubrí que las letras se podían dibujar y era posible escribir como un monje transcribiendo textos bíblicos antes de la imprenta. Mi mamá se empeñó para que tuviera la mejor caligrafía del colegio y lo logró en cierta medida a través de unas rigurosas sesiones de planas y repeticiones infinitas. Eran más unas clases personalizadas de disciplina y atención al detalle que de arte.  Con el tiempo nos dimos cuenta que el trazo fino era un rasgo de mi padre que desafortunadamente no fue heredado por ninguno de sus tres hijos. De entre todas sus múltiples facetas, mi papá aún es capaz de hacer una cartelera con texto perfectamente alineado en minutos, marcar miles de tarjetas de invitación en una tarde o hacer un croquis o modelo a profundidad detallado de nuestra propia casa en una servilleta o factura si es lo que tiene a mano.

También sospecho que fue por el año 2002, cuando una profesora de español nos dio a elegir (por fin) un libro de nuestra preferencia para leer. De entre los textos en el pupitre el que llamó mi atención fue una portada morada de la editorial Seix Barral, con la foto de un ojo perturbadoramente hipnotizante. Fue cuando conocí a Mario Mendoza y su obra cuyo titular era un desafío sacrilégico para lo que significaba un colegio católico: Satanás. La anécdota de cuando mi mamá encontró el ‘horrendo’ titular en mi cuarto y la subsecuente explicación de que era una responsabilidad del colegio y que el libro hablaba de la masacre de Pozetto más que del mismo diablo, es una historia que da para otro post. Y sí, en caso de que te lo preguntes, leí primero esta obra que el aclamado Cien Años de Soledad. Fue con Satanás que me dije:

Apuesto a que puedo escribir algo parecido”.

No, aún no he escrito un libro, pero ¡Demonios! no dudes ni un milisegundo que lo estoy haciendo. 

De todos los eventos que puedo recordar en mi vida es difícil identificar el momento en que me enamoré de la prosa o los versos, pero si te puedo asegurar que me he visto en ese salón de ventanales altos sentado en el último puesto en un rincón con un cuaderno escribiendo poemas a lápiz durante clases diferentes a la de Español. Me veo encerrado en mi cuarto escribiendo con empeño una anónima carta de amor a Julieth, mi primer amor platónico de primaria.

Puedo verme escribiendo la sección “Zona Joven” en “Mi Buen Vecino” de Santa Lucía, el periódico que me inspiró y me motivó a cambiarme de Ingeniería Mecánica a Comunicación Social en la UTB, con un pequeño empujón de Humberto Padilla, editor y creador de ese extinto medio comunitario que tanto recuerdo.

Recuerdo la primera vez que me pagaron en El Universal por escribir, ya como periodista, gracias a mi primera maestra en el oficio: Ledis Caro. Recuerdo cuando hice mi primera nota firmada para la web el 10 de julio de 2012 con la llegada de un dispositivo Android que venía en ascenso de popularidad: “Aterriza el Samsung Galaxy SIII en Colombia”. Un titular que sería el primero de muchos como periodista de tecnología en la ciudad. Recuerdo a Alexandra Clavijo (editora del impreso por esos años) llamándome a la extensión y felicitándome porque una nota mía le pareció “contundente”.

También puedo rememorar el 20 de agosto de ese mismo año, cuando vi por primera vez mi nombre en una nota para la edición impresa. La entradilla decía: “Fenalco Bolívar, con el apoyo de NativApps, desarrollará una aplicación para móviles que permitirá conocer las rutas gastronómicas en Cartagena de Indias”. Un par de semanas después ya editaba la página “Doble Clic”, una sección semanal del periódico dedicada a tecnología, más por desencartar a otro de mis maestros: Germán Mendoza, el editor general en ese entonces.

También recuerdo la carta de amor que hice de mi puño y letra (cuando ya había perdido la práctica de la caligrafía) para la que sería mi esposa y madre de mi hijo, hace más de 11 años. Recuerdo la depresión que sentía cada día por haber cambiado el periodismo por unos pesos más en una empresa privada. Sí, lo sé, Fernando Carreño (mi actual editor), tenías razón: vendí el alma. Recuerdo esa llamada mañanera en Bogotá cuando Hermes Figueroa (editor de economía) me permitió volver al periódico y a mi ciudad.

Recuerdo cuando tuve que acelerar al máximo mi escritura porque 5 minutos antes mi mamá me había llamado con una frase que me paralizó todo menos el corazón:

Tu hijo va a nacer”.

También puedo recordar las punzantes lágrimas sobre el teclado de mi computador en El Universal unos ocho meses después para purgar mi dolor en una Faceta sobre el fallecimiento de mi esposa. Muy agradecido con Laura Anaya (editora de Facetas), Pedro Mogollón (director de El Universal), y Emmanuel Vidal (nuestro ilustrador y caricaturista), por permitirme y ayudarme a publicar semejante texto tan críptico y doloroso.

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La escritura ha sido una maravillosa constante en mi vida, pero por más que intente identificar el momento en que me enamoré de ella es probable que ese momento haya ocurrido mucho antes de que fuera consiente de mi existencia:

Una versión más joven de mis padres caminaba por una playa a altas horas de la noche e intentaba vislumbrar entre las estrellas el nombre apropiado para su segundo hijo. Mi papá tomó una rama y escribió sobre la arena “Víctor Hugo”, le sonrió a mi mamá y le dijo: “como el escritor”.

***

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