…JAVI, NO PIENSES QUE YO VEO PORNO


El día en que el control remoto sobrevivió a la globalización y los medios

“ …Y a los del medio, a los niños que no son ricos ni pobres, los tiene atados a la pata del televisor, para que desde muy temprano acepten, como destino, la vida prisionera” Eduardo Galeano

Colombia, nuestra dolida pero alegre patria, tiene la particularidad creativa de construir agendas participativas para la gestión del ocio, la diversión y la socialización. Ejemplo de ello, encontramos con beneplácito y felicidad la integración sociopolítica realizada en La Habana que finaliza uno de los siete conflictos armados del país; tenemos días festivos alrededor de deidades religiosas; inventos, personajes académicos, celebración de géneros y conceptos materiales -el día del sacapuntas, del lapicero, del tablero-. Esta semana escuché en la emisora que se celebraba el día del control remoto y saltó en mi cabeza un representamen de identidad que me hace reconocer que el control remoto de mi casa era yo.

La generación de hijos de los 80s, más específicamente quienes fuimos concebidos de últimos en las camadas –porque sencillamente fuimos crías-, recordamos de primera mano el televisor blanco y negro, nalgón, de color rojo y con pantalla cóncava, que manejaba tres botones: el de arriba, grande, pasaba los canales y tenía una perilla delgada en su borde que mejoraba la calidad de la señal (algo así como el fine tuning de los 90s); el de abajo, más pequeño, que nunca tuve idea para que servía y la perilla del volumen que al presionar y halar suministraba la energía para encender la caja mágica informativa (en mi caso era informativa porque en aquella época solo el viejo Posso tenía el poder de mando en el hogar y lo que se proyectaba ahí eran noticias); en ese televisor nalgón vi en primicia y no por el refrito de RCN, la toma del Palacio de Justicia; la bomba del edificio del DAS; el señor buscando su Renault en donde estaba su hija; el asesinato de Galán; los bloqueos y pescas milagrosas de los grupos armados y un sin fin de acontecimientos que, a mis 8 años de edad, marcaron mi percepción sobre la realidad nacional.

Nunca estuve en situaciones de riesgo alrededor de este conflicto, pero si fui víctima de ese virus psicosocial que se propagó por todo el país llamado miedo, y no era ese miedo al “señor le regalo un niño porque no se porta bien”, o el “te voy a mandar con el señor del burro”; ni era el temor al “Enanito Dientón” -una noticia publicada para que los niños se acostaran más temprano-. El concepto de miedo para mi generación se construyó bajo significantes armados como bombas, homicidios y secuestros entre otros.

- ¿Será que vamos al Magali Paris o al centro comercial de Getsemaní para que los niños se diviertan en las escaleras eléctricas?
– ¿Y qué tal que le metan una bomba?...

- “¿Sí supo? El papá de los Durango perdió su negocio con la bomba que pusieron en Bocagrande…”

Nada fue directo (solo daños colaterales, que llaman), pero mi generación, a nivel nacional, desarrolló una sintomatología alrededor de estos temas y comentarios, característicos por un rostro pálido, una taquicardia inesperada, una debilidad en el cuerpo y una respuesta agresiva; no era “yeyo” ni tampoco “beriberi” porque, al contrario de perder la atención o el conocimiento, esta debilidad era de ojos muy abiertos y expectantes pero temerosos e impotentes. Quizás los adultos notaron nuestros síntomas al ver el nivel de agresividad con el que sus “controles remotos” replicaban al ser enviados a comprar “$100 de cilantro y $100 de cebollín”, pero hicieron caso omiso a los manuales de psicología infantil y lo resolvieron con un poco más de violencia -700 chancletazos contundentes todo lo podían en Dios nuestro señor-.

Hacia finales de los 80s e inicios de los 90s, la industria cultural se percató de la tensa situación que vivía la psiquis nacional y se propuso relajar nuestro estrés patrio de medio día ampliando un poco el imaginario colectivo, introduciéndonos a un nivel de globalización dummie con el “arte” mexicano y venezolano; es decir, con las novelas de Guadalupe, Capetillo y Bibi Gaitán. Así que mis tardes empezaron a ser amenizadas con el pregón de quien vendía limones (¡Kalimones!); la cortinilla de “Guadalupe… quien pudiera” y el sonido de la olla de presión acompañado de un fino olor a mondongo ablandado, el cual se compartía en familia alrededor de un nuevo y fino tv a color, que nos regaló mi papá por buen comportamiento. De botones varios y con un dispositivo externo cuadrado que transmitía ondas que producían cáncer si no se apuntaban al lugar correcto, modificaba la selección de canales y niveles de volumen; tendía a perderse o ubicarse en espacios recónditos de la sala, no hacia mandados, no quitaba zapatos y no buscaba gafas, así que el control remoto seguía siendo yo.

Recuerdo que esta nueva caja de color tenía una antena incorporada que creaba condiciones climáticas complejas… Me refiero a la captura de la señal: algunos días tenía lluvia, otros tenía tormentas o nubosidades, lo cual terminó al montar a mi viejo en el techo del edificio de 5 pisos, con una antena nueva y con los de moda walkie – talkies. Esta dinámica de familia, en donde cobraba protagonismo la tecnología de punta en radiocomunicación y la incómoda ubicación de mi padre en los techos, daba como resultado fidelidad en las transmisiones televisivas.

El “control remoto” empezó a tomar autonomía y amplitud cultural al tener la posibilidad de acceder a franjas educativas que poseían algunos visos de contenido infantil; aquel éxtasis que producía el jingle de “Inravisión informa que a partir de este momento inicia la televisión educativa y cultural”, el único espacio que permitía a los niños recrearse entre las 2 y las 4 de la tarde. En algunas ocasiones, esta franja se complicaba porque en la programación aparecían seminarios magistrales de matemáticas e inglés un poco disfuncionales desde la pedagogía, que tenían, a mi modo de ver, mejor resolución con el “Conde Contar”, “Los Barbapapa”, “La escuela de conejos” y “Los Dummies”. Ciertamente, la oferta en medios ampliaba su abanico de posibilidades para atraer a un target infantil que poseía una virginidad creativa con la capacidad de armar pequeños pueblos en la arena de las construcciones de interés social que les rodeaban, sacaban vejigas en sus dedos al enrollar incontables veces las cuerdas de sus trompos o de halar sus cometas; hacían caminos del diablo para jugar con sus Bolitas de uñita –canicas- y se vanagloriaban con sus expresiones coloquiales alrededor del juego: -¡La escolgá mueres y pagas!, -¡Con saquecito!, -¡Sin nada!, -¡Con todo!, -¡Perrito pegao!, -¡ese trompo esta charrazco!, -¡Cóbrale a la cometa!.

Cuando pasé de niño a preadolescente –como diría Alejandra Posso-, mi amigo, el siempre primero en la lista del colegio -una lista de 60 estudiantes-, logró capturar mi atención y sacarme de la cotidianidad televisiva de Inravisión y consiguió despertar en mí el gusto por la lectura, porque llevaba al colegio unos libros eróticos que desarrollaban imágenes y experiencias absurdas en mi mente (no tenía fotos o gráficos, solo letras) y era increíble cómo de esas letras se construían imaginarios exquisitos; realmente eran libros de pura paja, que no aportaron a mi léxico ni a mis conocimientos, pero me permitieron abrir la puerta a la inmensidad creativa que tenía en mi ser. Con este nuevo gusto empecé a ampliar mi cultura volando por los senderos de Keawe, El Principito, el Coronel Aureliano, Santiago Nassar, Del amor y otros demonios y a mis 12 años el caso de Giacomo Turra; no me gustaron los Cantares del Mío Cid, quizás porque la lectura fue más obligada que degustada. Y mientras me sumergía cada vez más en los universos globales de las letras, encontré en ellas un componente expresivo clave para mi vida: empecé a escribir poesía gracias al ejemplo de mi hermana Ladys Posso -quien era un demonio para escribir y estudiar-. Me había convertido en un preadolescente con una sensibilidad alrededor de las letras que lograba aplausos y comentarios por sus escritos, pero que jamás fue incluido en los méritos suministrados a los estudiantes destacados por su capacidad artística.

Un poco frustrado y aburrido por la incomprensión de la academia hacia mis capacidades creativas, decidí regresar a la caja dejando de lado las letras, en un momento clave que cambió la percepción de mundo que tenía Cartagena: un espacio de tiempo donde todos los adolescentes se volvieron prisioneros de una industria cultural globalizada con contenidos que se interiorizaron en ellos y generaron nuevas tendencias y estilos que “zappinearon” sus vidas; es así como gigantescas antenas circulares q capturaban la señal pirata de canales privados (en su mayoría peruanos) se apoderaron de la cultura local e iniciaron una microsegmentación del tipo tribus urbanas. Con la llegada de la “Perubólica” algunos se volvieron metaleros porque solo consumían MTV o raperos por el Príncipe del Rap; también estaban los que vivían en el mundo de las Agujetas de color de Rosa – tuve una novia idéntica a la protagonista, era divina “Luceidy”. El problema era que vivía en el barrio La Princesa y yo en Lemaitre-, los que se creían “Abeles” o “Ricky Martínes” (tipo menudo de cabello largo y aretes), los que tocaban baterías imaginarias como “Alex el de Maná”; los de las “Polladas” nivel “Señorita Laura” y otros que se desvelaban esperando la franja erótica de medianoche, la cual contaba con títulos como “Las Chicas de la Oficina” y la “Serie Rosa” en el canal “Global Market”, demanda que se incrementó y dio pie a una nueva unidad de negocios: la apertura de canales porno decodificados con aparatos que alquilaba de manera clandestina el amigo de un amigo, o que en su defecto tenían la posibilidad de acceso con un fine tunning en +21, característico por un sonido “titititititi” y una luz titilante que te hacían miembro del club de los flacos cuello largo.

La evolución y apropiación de los nuevos contenidos televisivos, estuvo acompañada de herramientas como el VHS Rec, el cual mejoró el nivel de descanso de los adolescentes, porque permitía grabar los programas de medianoche y verlos en espacios de tiempo diurno y sin comerciales. Con el VHS aparecieron nuevas funciones para el control remoto: el stop o “Alpin pause” que te permitía hacer el mandado en la tienda sin perder detalle del universo virtual que permeaba tu existencia; el “play” que le daba continuidad a la misma; el “Ff” o “rapidísimo”, que te dejaba acelerarle a lo que no te gustaba y el “Rw” “depatrás”, que te dejaba regresar a degustar esos finos detalles que perdías al contestar a las señales de Batman que hacían los padres.

Y uno pensaría que creció y dejó de ser el “control remoto”, pero no… Aún debes seguir acatando órdenes del sistema social (enamórate, cásate, préñate, paga, compra, consume…). Como “controles remotos” tenemos la capacidad selectiva, pero no la oferta adecuada para nuestras demandas: temes abrir tu computador y revelar tu selección de realidad nocturna alrededor del sexo o seleccionar RCN y observar como invaden tu percepción sobre la realidad. Como “control remoto” tomé la decisión de apagar el televisor hace un año aproximadamente. En mi cotidianidad he regresado de manera inesperada al pornográfico consumo de la lectura, pero no de los libros pura paja, sino de autores que logran retornar a mí la capacidad de generar imaginarios y experiencias de tipo marketing sensorial, alrededor de la textura del papel, el olor, los manejos cromáticos y las letras. El día del “control remoto” observe usted si sus baterías están cargadas para controlar la incomprensible realidad social que le rodea o si debe subir al techo de su hogar para cuadrar la intangible visión que promociona la industria cultural.