Aunque desde los años sesenta Víctor “El Nene” del Real venía cumpliendo su misión de convertirse en excelso pianista y arreglista orquestal, solo fue hasta los ochentas cuando muchos cartageneros y bailadores del resto del país supieron de su existencia.
Gracias a la canción “Patacón pisao”, de la autoría del compositor chocoano Ramón Chaverra, la orquesta El Nene y sus Traviesos, con la voz del cantante cartagenero Juan Carlos Coronel, se convirtió en una de las más populares a nivel nacional. Y no solo eso: también les encendió el ánimo a una masa de músicos, cantantes y compositores de Cartagena, que venía afilando su incipiente talento en la banca de la espera.
El mismo Víctor del Real lo afirma. Y no le falta razón: el boom de las orquestas cartageneras tuvo su detonante en el repentino éxito de un long play titulado simplemente “El Nene y sus Traviesos”, del que se desprendieron —después de “Patacón pisao”— canciones como “El ventanal”, “El ñato”, “Se me cae, se me cae” y otros que terminaron por convertirse en clásicos de la llamada música tropical colombiana.
Un tiempo antes, Los Traviesos habían sacado a la luz pública una producción en la disquera Codiscos de donde surgieron, con aceptable éxito, canciones como “El resplandor”, una cumbia del cantautor Joe Arroyo; y “La chismosa”, un fandango de Ramón Chaverra, que al mismo tiempo sirvieron como apertura para que la voz de Juan Carlos Coronel comenzara a despertar opiniones entre los amantes de la música bailable en nuestra Región Caribe.
Desde esas épocas, El Nene guarda entre sus recuerdos más recurrentes el hecho de que los cartageneros, al sentirse embrujados por el sonido de “Patacón pisao”, no lo relacionaran con una orquesta cartagenera sino con una foránea, tal vez dominicana o chocoana, en el mejor de los casos, pero, al parecer, no era posible en esos instantes pensar en que un grupo de cartageneros podía lograr esa nueva propuesta.
Pero no solo lo logró sino que se volvió referencia obligada para hablar de música tropical en la Colombia de finales de milenio. No faltaron las publicaciones impresas exaltando el hecho, ni los programas de televisión y radio teniendo como protagonistas al pianista y al cantante, quienes también fueron invitados especiales a los carnavales de Barranquilla y a las fiestas del 11 de Noviembre en Cartagena.
Vinieron más producciones discográficas exitosas, pero ninguna subió a los niveles conquistados por “Patacón pisao”. Salió Juan Carlos Coronel de la agrupación y lo reemplazaron otros cantantes, pero ninguno logró ponerle un sello de identidad que generara los comentarios de la época que había quedado atrás como una buena evocación de lo que lograron los músicos cartageneros en las postrimerías del siglo XX.
A principios de la década de los noventa, El Nene y sus Traviesos, pero sobre todo la familia del director, empezaron a ser noticia, no por lo que se concibiera en los estudios de grabación sino por sus presentaciones en vivo, en donde Cristian (el hijo menor del matrimonio Del Real-Barreto), con apenas seis años de edad, se mostraba como una extraordinaria promesa del timbal y de la música en lo extensivo.
Al mismo tiempo, El Nene se afianzaba en su prestigio de ser uno de los artífices del renacimiento de Joe Arroyo, después de sus crisis de salud, mismas que hicieron pensar que nunca más volvería a protagonizar los hit parades de las emisoras, ni volvería a ser el monstruo de los escenarios, como en tiempos pasados. Pero, gracias a las habilidades que siempre le han permitido combinar sus dotes de salsero con su corazón de folclorista, El hijo mayor de Cartagena encontró en los arreglos de El Nene del Real una puerta más por donde robarle otra oportunidad a la vida.
Fue así como, entrados los años noventa, El Nene volvió a disfrutar titulares de periódicos, programas de televisión y de radio y hasta de una invitación al Madison Square Garden de Nueva York, en donde Cristian se codeó con legendarios monstruos de la salsa, como el finado Tito Puente, el El rey del timbal, por cuya semejanza fue cuando empezaron a llamarle al naciente artista cartagenero “Cristian, el niño genio del timbal”.
En estos momentos, en el primer cuarto del siglo XXI, El Nene y sus Traviesos no ha vuelto a ocupar sitiales de sintonía en ninguna estación radial de Colombia con grabación alguna, con todo y que son tres producciones discográficas en las que ha actuado Cristian, como timbalero y como cantante, pero nada grandioso ha sucedido. Nada que pueda compararse con las épocas en que Juan Carlos Coronel era la voz revelación del país.
En el momento en que se logró esta entrevista, en la gaveta de las preparaciones aún se encontraba un homenaje a la salsa de los años sesenta, en donde un Cristian adulto reaparece como vocalista; las transcripciones musicales son casi perfectas, pero aún queda, una vez más, ratificado que, como cantante, el genio del timbal está muy lejos de ser la lumbrera que es como músico.
De un momento a otro, la familia Del Real dio muestras de haber entendido esta última premisa; y, gracias a ello, Cristian (con el apoyo de Raimundo Angulo, presidente del Concurso Nacional de la Belleza) salió a estudiar el piano en una academia de Bogotá, en donde adquirió progresos que enriquecieron aún más su competitividad; pero también se decía que estaba fraguando un viaje hacia Europa, debido a que era tanto su conocimiento que se le agotaron los instructores en Colombia.
Si te cuento lo mío, te voy a hacer llorar...
La residencia de la familia Del Real Barreto, en el barrio Los Alpes, es pequeña y parecida a una fortaleza en la que se han gestado decenas de proyectos musicales vocalizados, en sucesión, por Juan Carlos Coronel, Hugo Alandete, Alberto Puello (El halcón de Colombia), Lucho Vega, Lidio García, Harry Hawkins y Frank “El Chombo” Sembergman, entre otros, de los que ahora se tienen pocas noticias cuando el destino de los artistas de la música popular cartagenera se encuentra en un agitamiento que quiere mostrar resultados a como dé lugar.
A estas alturas, El Nene asegura sentirse incómodo cuando le dicen maestro, “porque yo no he hecho gran cosa como para que se me compare con uno de los grandes monstruos de la música”, agrega como para justificar sus timideces ante la gente que intenta darle tratamientos especiales, por la admiración que se le profesa.
Hasta para rechazar esos elogios, el pianista se muestra sencillo y mesurado. Conserva en el hablar la cadencia y la sabrosura de los bacanes de barrios como Getsemaní, Torices o Santa María, pero su comportamiento en público siempre ha sido intachable, aún en medio de las euforias que produce el éxito. Su voz, un tanto aguardientosa, podría hacer que se le confunda con algún bohemio incorregible, pero la verdad es que utiliza la noche y la madrugada para seguirle sacando arpegios a su imaginación, hasta que aparezca el sol y al pianista se le dé por dormir hasta la una de la tarde, cuando se dispone a adelantar algunas diligencias personales.
Así, su rutina lo obliga a recibir visitas o a cubrir uno que otro compromiso social en las primeras horas de la noche, porque cuando suenan las 12, ya está ante el piano y las partituras, trabajando para algún proyecto ajeno o propio. Y fue a comienzos de la noche cuando nos encerramos en una de las recamaras de su vivienda y emprendimos la conversación que lo llenó de nostalgias entusiastas y evocadoras de los años en que el clan matriarcal fue el primer escenario musical que vieron sus ojos.
Ese pantalón me lo dio Furancho...
—Entonces, ¿usted siempre ha estado rodeado de música?
—Y de músicos. El recuerdo más lejano que tengo es que en mi casa siempre hubo música. Nací en el barrio Pie de la Popa, en el callejón de Los Chivos, sector El Toril, entre los barrios La Quinta y Lo Amador. Me dice mi mamá, Catalina Cantillo, que su señora madre era una tamborera de perrenque; y además, cantaba. Mis tíos, Roso y Gil Cantillo, tocaban guitarra. Los hermanos Montes, con Clodomiro a la cabeza, a quienes les decían “Los Puertorrico”, eran mis primos. Ellos tocaban timbales y congas. Es decir, en mi casa siempre estuvieron la guitarra y la percusión presentes. Además, en el barrio vivían unos siete músicos, entre esos, el papá de Joseíto Martínez, el ex vocalista de The Latin Brothers. Y esos músicos siempre estaban parrandeando y tocando sus instrumentos en mi casa. Clodomiro “Puertorrico” Montes era un músico muy apreciado en Cartagena y fuera del país, porque cuando venían Celia Cruz o Beny Moré lo buscaban para que los acompañara. También acompañó en grabaciones al difunto Lucho Pérez, cuando tuvo su época de oro en Colombia.
—Con esa influencia, ¿con cuál instrumento comenzó sus acercamientos a la música?
—Con la guitarra. Tenía como unos seis o siete años cuando aprendí de mi cuenta. Aunque en la casa mis tíos dictaban clases de música, aprendí solo a tocar la guitarra. Después cogí los timbales. Todo eso, de mi cuenta. Por eso digo que, aunque la música se enseñe, también hay que tener aptitud; si no se tiene, es muy poco probable que uno llegue a ser un verdadero buen músico.
Yo no tenía conciencia de si la música servía para ganarse la vida o no. Sabía que me gustaba, pero no pensaba en esas cosas, aunque desde muy pequeño, con otro primo al que le decían “El chino cucula”, organizábamos casetas en las fiestas de noviembre. En el día de Ángeles Somos (primero de noviembre), El chino nos llamaba para ponernos a tocar en la calle, pero todo el dinero que ganábamos se lo embolsillaba. Nosotros ni nos dábamos cuenta, ni nos preocupábamos, porque lo que nos importaba era tocar y ver a los muchachos bailando.
El chino también tocaba, pero en agrupaciones de gente grande. Él empezó primero que yo, porque a mí me daba pena que me vieran tocando. Los tíos míos llamaban a los vecinos para que me vieran tocar, pero me atemorizaba y no quería saber de guitarras ni de timbales. El chino me llevaba a los bailes para que lo viera tocar; y yo decía, ¿“pero si yo también sé tocar, ¿por qué no lo hago?” Hasta que un día, viendo un ensayo de la orquesta Los seven del swing, en donde los cantantes eran Hugo Alandete y Víctor “El Guachi” Meléndez, tomé la guitarra y empecé a tocar por tocar. Y dijo Hugo, “ese muchacho tiene tumbao”.
De casualidad, esa noche iban a hacer una presentación, y el guitarrista no fue. Hugo Alandete se acordó de mí y fue a buscarme. Me negué varias veces, porque me sentía inseguro, pero Alandete insistía, “vamos, que tú tienes tumbao”. Total es que esa noche toqué conga y guitarra. Fue mi primera aparición como músico profesional. Y una ventaja que tenía era que yo siempre presenciaba los ensayos y las presentaciones de Blas “El Michi” Sarmiento, porque su cantante, Felipe Sembergman, era mi padrino, y por eso ya me conocía el repertorio que tocaban casi todos los grupos tropicales que había en Cartagena en ese momento.
Un día, en la caseta La subway, del barrio La Quinta, iba a presentarse Michi Sarmiento. Ya estaba todo listo y la orquesta no empezaba a tocar, porque Rafael Benítez, el baterista, no aparecía. Entonces, alguien dijo, “bueno, pero si ahí está El Nene, pongámoslo a tocar”. Y así fue. Toqué tres temas: “Agayú solá”, de Ricardo Ray; “El espanto”, de Los Blanco de Venezuela; y “Vámonos pa’ el monte”, de Eddie Palmieri.
—Tengo entendido que, para ese momento, a usted le tenían varios apodos…
—En realidad eran tres: “El Nene”, porque era el único varón de mi familia. Después, mi tío Gil Cantillo comenzó a decirme “El Maluco”; y los vecinos me decían “Furancho”. Esa palabra no sé de dónde la sacaron, pero más tarde me sirvió para la canción “Se me cae”, que compuso Hugo Alandete: “Ese pantalón/me lo dio Furancho/con tan mala suerte/que me quedó ancho”.
—Pero, ¿puede decirse que usted se decidió muy temprano por la música?
—No. Eso fue un proceso. Mi papá, Rafael del Real, murió cuando yo tenía como unos once años de edad; y la cosa se puso tan dura que mi mamá vendió una máquina Singer que tenía para ganarse la vida cosiendo, pero todo eso fue para pagarme los estudios. Ella y mis hermanas me animaban para que aprovechara el colegio, pero a mí lo que me gustaba era la música.
Figúrate que me matricularon en el Colegio Santo Domingo, que en el segundo piso tenía una escuela de música; y yo no le prestaba atención a las clases por estar mirando para arriba. El director de mi grupo le decía a mi mamá, “ese niño debe estar enfermo, porque siempre anda ido, mirando por la ventana”. Y mi mamá, que ya sabía cómo era la cosa, respondía, “es que él esta ido, pero mirando para la escuela de música”.
Para completar el asunto, en ese mismo colegio estudiaba Joe Arroyo. Allí nos conocimos haciendo parte de la coral de la Iglesia Santo Domingo. A veces, Joe cantaba como solista y la primera vez que lo vi me impresionó tanto que le dije a mi mamá, “acabo de ver a un muchacho que como siga así, puede ser un grande en el canto”. Ella todavía me recuerda ese pasaje, pero lo que no se le olvida fue que un día nos salimos del colegio y dijimos, “ya no vamos a estudiar más. Vamos a hacer música”. Joe se fue para Sincelejo y yo me quedé con El Michi, con Los seven del swing y con todo el que me buscara.
—¿Y cómo llegó al piano?
—No fue tan rápido, porque primero me tocó luchar con mi mamá, que no quería dejarme tocar, porque yo estaba muy muchacho. Pero, al mismo tiempo, los músicos me reclamaban, porque decían que yo tocaba muy bien el timbal. Y yo quería tocar con la orquesta de El Michi, porque era la que estaba pegada en Cartagena.
Al fin, mi mamá dejó que me dedicara por completo a la música y empecé a presentarme en los cabarets famosos de ese tiempo: El continuo, El príncipe, Las vegas, El mapeyé, etc. En ese momento me integré a un grupo que se llamaba La onda zeta. Allí, por accidente, pasé al bajo, porque el bajista oficial falló.
Al mismo tiempo, mi mamá insistía en que aprendiera a tocar piano. Todas las noches me decía que me iba a inscribir en la escuela de música de la Iglesia San Pedro Claver. Un día llegó diciéndome que tenía que estar en la escuela todos los días a los nueve de la mañana. Mientras recibía clases, era el bajista de la orquesta Los chicos malos. Y aquí pasó lo mismo que con Los seven del swing y La onda zeta: un día falló el pianista y me dijeron que tocara yo. Y allí me quedé. Pero al principio, John Jairo Murillo, el cantante, no quería que yo tocara el piano, dizque porque lo hacía mejor en el timbal. Después me andaba buscando, porque le parecía que yo era el pianista clave para él.
La primera grabación la hice con Los chicos malos, en discos Tropical, de Barranquilla. Recuerdo que me fue a buscar Álvaro Cárdenas, el papá de Alvarito Cárdenas, el jazzista que ahora vive en China. Él me decía que quería que yo grabara el piano, pero a mí me daba miedo, porque no me sentía en condiciones. Al fin acepté la invitación, pero con la condición de que me diera pasaje de ida y vuelta, para devolverme, en caso de que no me fuera bien con la grabación.
—Supongo que el piano le abrió otros horizontes…
—Casi enseguida, porque al poco rato de estar con La Monumental, me recomendaron con Nelson Henríquez, y me fui un tiempo para Venezuela. Después me llamaron Juan Piña y Adolfo Echeverría al mismo tiempo, pero no sabía con cuál de los dos irme. En conclusión, me fui con Adolfo y vinieron nuevas grabaciones.
Después me conocí con el señor José María “El Curro” Fuentes, quien nos llevó a la disquera Fuentes, de Medellín, en donde quise grabar con Los Traviesos, pero no se pudo. Mi inquietud era porque no había pasado nada con un LP que grabamos mucho tiempo atrás en el sello Fonobosa, de Bogotá, pero los cantantes eran Saulo Sánchez y Michi Bugalú.
Siguiendo con el sello Fuentes, me tocó grabar con cuanta agrupación me solicitara, hasta que llegó Joe Arroyo y me llevó a la agrupación de Fruko y sus tesos y participé en el último L.P. que ellos grabaron con Joe, en donde está la canción “El gamincito”. Pero mientras tanto, trabajaba con Adolfo Echeverría y poco a poco me fui llevando para esa orquesta a los músicos cartageneros que me acompañaban en El Nene y sus Traviesos.
—¿Ya se conocía con Juan Carlos Coronel?
—Sí, ya lo conocía. Él tenía como unos trece años de edad cuando lo vi cantando por primera vez en el Circo Teatro (Plaza de la Serrezuela, barrio San Diego), pero esa vez presentó una balada. Unos meses después, yo estaba tocando con Hugo Alandete en el casino Pierino Gallo, del barrio Bocagrande y, cuando terminamos, le dije a Hugo que visitáramos a El Michi Sarmiento, que estaba tocando con su orquesta en el bar El Tormentín, que quedaba en el segundo piso del Hotel Las Velas.
Cuando llegamos, me encontré que el cantante era Juan Carlos Coronel. Todavía era un muchacho, pero se le veían las ganas de cantar bien. En ese momento estaba cantando un pasodoble, pero apenas me vio le dijo a El Michi que tocara una salsa de El gran combo, y la verdad es que me sorprendió.
Cuando terminó la tanda, lo felicité y le pregunté que si se quería ir conmigo para Barranquilla, para la orquesta de Adolfo Echeverría. Me dijo que sí, pero no muy convencido, porque creía que le estaba mamando gallo. Esa semana me lo quedé esperando.
Después me lo encontré en el Parque del Centenario y le volví a proponer el viaje, pero todavía no se convencía, hasta que los otros músicos le dijeron que aprovechara, que la orquesta de Adolfo era de prestigio; y fue cuando aceptó y nos fuimos para Barranquilla.
—¿Cuál fue entonces la grabación con la que les sonó la flauta a Los Traviesos?
—Nos la consiguió Carlos Piña. Pero ya yo venía buscando esa grabación desde tiempo atrás. Recuerdo que para un mes de enero le dije a los directivos de Fuentes que me concedieran una grabación con mi propia orquesta, cantando Juan Carlos Coronel; y me dijeron que me la daban, pero en julio.
Un día, en una presentación con Adolfo Echeverría, nos tocó alternar con Juan Piña y su orquesta. El director era su hermano, Carlos Piña, un tipo que tenía mucho peso en la disquera Codiscos. En cuanto pude, me le acerqué y le pedí que me consiguiera una grabación en su disquera. Me dijo que iba a hacer las vueltas y me avisaba.
Como a finales del mes de febrero se presentó por mi casa en compañía de Rafael Mejía, uno de los directivos de Codiscos, y me comunicó que había conseguido la grabación, pero le dije que no podía, porque ya me había comprometido con Fuentes. Él insistió y me dejó que lo pensara, hasta una noche en que nos citamos en un establecimiento de Bocagrande y me propuso que grabáramos enseguida, si yo quería.
Entonces, me puse a pensar que la propuesta de Fuentes todavía se demoraba y que si no aprovechaba esta oportunidad, lo más probable era que no se repitiera. Así fue como grabamos El resplandor y La chismosa. Eso fue en 1985.
Te cuento otro dato: cuando Carlos Piña me insistía en que grabara enseguida, yo le proponía que mejor se llevara a El Michi Sarmiento, que tenía más nombre que yo. Pero ellos insistían en llevarme. Total, cuando terminé de grabar con Juan Carlos, se presentó El Michi con Nando Pérez y enseguida emprendimos la grabación esa en donde se escucharon “El taconazo” y “Fidelina”.
—Allí fue cuando empezó a imponerse el sonido que usted creó con su orquesta…
—Creo que sí, porque en cuanto terminé de grabar con Nando Pérez, me tocó acompañar a muchos cantantes cartageneros, no solo como pianista sino también como arreglista y director. Y ese fue el sonido que empezó a identificar la música de Cartagena en todas partes.
—¿Cuánto tiempo duraron “La chismosa” y “El resplandor” en los primeros lugares?
—Más de un año, porque cuando volvimos a Codiscos a grabar “Patacón pisao”, todavía se estaban escuchando como si fuera el primer día.
—Hablemos entonces de “Patacón pisao”…
—Esa canción cayó en mis manos, porque Ramón Chaverra es gran amigo mío desde que estábamos muy jóvenes. Él vivía en casa de mi mamá y, desde esas épocas, componía sus canciones, pero tenía la particularidad de que no creaba melodías sino letras a las que yo les inventaba la música. Pero también le insistía en que eso era fácil, que tenía que componer con melodía y todo junto, hasta que al fin se atrevió y no lo hizo mal.
Un día, yo estaba en Barranquilla recogiendo canciones para el siguiente L.P. con Juan Carlos. Ya Joe Arroyo me había dado su canción “El ventanal”; Hugo Alandete me dio “Se me cae, se me cae”; en fin, ya tenía un buen repertorio, pero me faltaba una sola canción para completar, cuando de pronto estaba conversando con Adolfo Echeverría en su casa y me llamó Ramón Chaverra desde Medellín. Me dijo que acababa de componer una canción que le gustaba muchísimo y me la cantó enseguida.
No sé por qué, pero enseguida presentí que esa canción iba a ser un batazo. Le dije que no se la cantara a nadie más y que nos encontrábamos en Cartagena para seguir hablando de ella. Y así fue, nos encontramos en casa de mi mamá. Él cogió una ollita y yo me senté al piano para crearle el tumbao. Cuando terminamos, confirmé lo que había presentido en Barranquilla: esa canción tenía sello de éxito.
Ese día grabamos un casette que a la semana siguiente me llevé para Barranquilla, para la casa de Adolfo Echeverría. Allí también estaba presente un conguero que trabajaba con el Grupo Niche y le pedí que tocara la conga sobre lo que estaba grabado en el casette. Y allí salió el swing que yo quería para ese tema.
—Tengo entendido que Coronel tuvo problemas para cantar la canción…
—No digamos problemas. Lo que sucedía era que yo quería que interpretáramos el tema tal como lo cantaba Chaverra. Él le ponía un swing que no era tan común en ese momento; y, por lo tanto, a Juan Carlos se le hacía un poco difícil, porque no lo sentía tan familiar.
Mi insistencia era tanta que a veces estábamos en mi casa practicando la canción y terminábamos yéndonos para la de Chaverra, a altas horas de la noche, solo para que Juan Carlos se aprendiera ese swing. A veces, cuando hacíamos fiestas en mi casa, yo me sentaba al piano y le decía a Chaverra que cantara el tema, para que la gente lo oyera y para que Juan Carlos se empapara de la idea. Y tanto lo logramos, que ya viste los resultados.
—¿Por qué cree que Chaverra confió nada más en ustedes para la grabación de ese tema?
—No lo creas mucho. Figúrate que cuando ya estábamos listos para viajar a Medellín, se me presentó la esposa de Chaverra y me dijo que si yo quería la canción, tenía que adelantarles 80 mil pesos.
En vista de que nos estábamos demorando, Rafael Mejía me llamó y enseguida le comuniqué lo que estaba pasando. Entonces me dijo que grabáramos otra canción y yo le respondí que si no era “Patacón pisao”, no grababa ningún L.P. Es más, le dije que me mandara los 80 mil pesos que estaba pidiendo Chaverra, o no había grabación.
A la semana siguiente, el mismo Rafael Mejía vino a Cartagena a entregarle el dinero a Chaverra y lo puso a firmar contrato. Ahí descansé, creyendo que ahí pararía todo. Pero cuando llegamos a Medellín, el mismo Dios hizo que me bajara en la disquera Sonolux, porque quería saludar a unos amigos arreglistas que trabajaban allí. De pronto se me acercó una editora y me dijo que Lisandro Meza iba a grabar “Patacón pisao”.
En el acto salí corriendo para Codiscos y les dije lo que estaba pasando. Los directivos se pusieron las pilas y les advirtieron a los de Sonolux que ya había contrato firmado y dinero adelantado con Chaverra; y se detuvo la grabación.
Ese caso me sucedió varias veces con otros compositores que me entregaban una canción, pero si otro les ofrecía algún adelanto en dinero, también se la entregaban. Entonces me tocaba luchar para que no lo grabaran. Esa era una manía que tenían los compositores en los ochenta. No sé cómo sea ahora.
—¿Qué sucedió cuando el disco salió a la calle?
—Sucedió que yo todavía estaba tocando con Adolfo Echeverría, pero con los músicos de Los Traviesos, como te había dicho. Lo particular fue que “Patacón pisao” no necesitó promoción, se fue pegando solito, poco a poco, por todas partes. Pero la gente no sabía quiénes eran los intérpretes. Creían que era una orquesta venezolana, dominicana, barranquillera, caleña, chocoana…De todo imaginaron, menos que éramos cartageneros.
Nosotros seguíamos tocando con el maestro Echeverría, pero llegó el momento en que nos vimos en la necesidad de armar nuestro propio grupo y ahí fue cuando Adolfo me pidió que no me fuera, que me pagaba el doble, el triple, que me hacía su socio. Pero también me cayó la presión de los muchachos que querían que nos viniéramos para Cartagena, porque ya el disco estaba demasiado pegado.
Entonces tomé la decisión de anunciarle a Adolfo que hasta el 31 de diciembre lo acompañaba, porque ya teníamos presentaciones desde el primero de enero en Sabanalarga (Atlántico).
—¿A qué atribuye el que la gente pensara que la orquesta era de todas partes, menos de Cartagena?
—Se lo atribuyo al tumbao que tenía “Patacón pisao”. No era un ritmo colombiano sino como una mezcla del Caribe, que se me ocurrió de pronto. Tenía un tumbao de piano y de bajo muy especial. La conga iba como paseo, las campanas iban como calipso, el güiro iba como merengue dominicano. Así como nació la salsa, así nació “Patacón pisao”.
—Se hablaba mucho de que el Congo de oro de los carnavales de Barranquilla era para ustedes…
—Desde que llegamos al Festival de orquestas, todos los colegas nos decían que el Congo era de nosotros, porque nuestro disco era el más pegado de ese año, aunque también le hacía algo de competencia la canción “Amanecemos”, de mi autoría, cantada por Joe Arroyo. Al final, el festival se solidarizó con Joe por los momentos difíciles que estaba pasando, y le entregaron el Congo. Todo el mundo estuvo de acuerdo, porque competir con Joe es muy difícil. Ese es el mejor cantante de música tropical que ha dado Colombia.
—¿Cómo sintieron el compromiso del tercer LP?
—Fue grande, porque cuando tú sabes poco, procuras hacer las cosas bien. Pero cuando has aprendido bastante, entonces te complicas porque quieres buscar cosas mejores, distintas, no repetirte. Nosotros, por ejemplo, pensamos en hacer cambios, pero sin dejar de tener en cuenta que queríamos que la gente bailara. Porque eso era lo que pensaban los músicos de antes cuando iban a grabar.
Estando en esas preparaciones se nos apareció la disquera Diskarime ofreciéndonos más dinero. Juan Carlos había firmado como cantante exclusivo de Codiscos. Yo nunca firmé ni con ellos ni con nadie. Por eso me fui tranquilo para Diskarime y comenzamos a grabar, pero cuando llevábamos el trabajo adelantado, apareció Codiscos recordándonos que Juan Carlos era exclusivo de ellos, se robaron la cinta y la metieron en un juzgado; y recuperarla costó un proceso que nos demoró la salida al mercado.
El disco salió en plenos carnavales de Barranquilla. Ahí estaban las canciones “Arroz con manteca” y “Juan José”, de Lucho Vega; y “Mi tierra”, de Hugo Alandete, que fueron los temas que más se escucharon, gracias a que cuando salieron, el programador barranquillero Ley Martin nos prometió que los pegaría en 24 horas... y lo logró. Ese LP se llamó “Después de todo”.
—Pero el éxito no fue el mismo de “Patacón pisao”…
—No lo fue, por todos los problemas que hubo durante la grabación. Después, Diskarime quebró y nos tocó hacer una producción independiente en un estudio de Cartagena. Los temas que más se oyeron fueron “Kikirimiau”, de Hugo Alandete; y “Juliongo Florongo”, una canción caribeña, que tenía una parte cantada en papiamento.
Después nos salió la oportunidad de grabar en Miami en la disquera Jorge Garcés Producciones. Por eso, el L.P. se llamó “Los Traviesos en Miami”, del que se oyó “No la dejo de querer”.
Al año siguiente, Juan Carlos se fue del grupo, pero yo seguí en la pelea, porque entró a cantar Albertico Puello, “El halcón de Colombia”, quien empezó en la orquesta como corista, tomó el papel de vocalista, grabó y pegó canciones como “El vendedor de rosas” y “La barola”, que también tuvieron un poco de éxito. Después, apareció como cantante líder Frank “El Chombo” Sembergman, que no lo hizo mal.
—En Barranquilla se escuchó mucho Baracaniguara, en versión de Coronel…
—Pero esa canción hizo parte de un larga duración de cumbias que grabamos en el sello Victoria, para enviarlo a México. Los cantantes eran mi compadre John Jairo Murillo (q.e.p.d.) y Juan Carlos. Resulta que ya habíamos grabado tantas cumbias que nos sentimos hastiados y nos pusimos de acuerdo en hacer siquiera una salsa, para variar la cosa. Entonces cogimos la cumbia “Baracaniguara”, que nos la había dado el compositor Leonidas Plazas (q.e.p.d.), y le dimos el tumbao que tiene ahora. No se oyó en México, pero se volvió un clásico en Colombia.
—¿Cómo llegaron Los Traviesos a convertirse en el sonido de la música cartagenera?
—Yo digo que eso empezó desde que grabamos “Patacón pisao”, porque fueron varios los cantantes que prefirieron grabar con nuestra percusión y mis arreglos, además de que casi todos pertenecían a Codiscos. Hugo Alandete grabó con nosotros “Llora corazón”, “La espinita” y “Dile que vuelva”. Otros que grabaron con nuestra percusión fueron Nando Pérez y Lucho Vega.
Perdóname la inmodestia, pero la verdad es que el empuje que tuvo la música cartagenera en los años 80 fue por el sonido que creamos en Los Traviesos. Y ese sonido lo impusimos desde antes del boom, cuando estábamos en la disquera Fuentes acompañando a Joe Arroyo, quien recién se había salido de Fruko y sus tesos.
Recuerdo que cuando organizamos la orquesta La verdad, lo primero que le dije a Joe fue que no grabáramos con los músicos de Fruko, no porque nos creyéramos mejores que ellos, sino porque se trataba de buscar otro sonido, aunque cuando empezamos la grabación, no abandonamos del todo el de Fruko, para que la gente identificara a Joe.
—¿Y la disquera aceptó sin problemas a los músicos cartageneros?
—Los directivos trataron de incomodarse cuando Joe les comunicó que yo llevaría músicos de por acá, porque les parecía difícil que la gente fuera a aceptar ese sonido. Decían que eso iba a ser un fracaso, que iba a dar pérdidas.
Lo que en realidad pasaba era que Codiscos y Fuentes tenían una “mafia” (como decimos los músicos) en la que siempre eran los mismos para grabarle a todo mundo. Y yo me propuse cambiar eso y lo logré, porque fíjate que apenas se pegó “Patacón pisao” toda Colombia empezó a mirar hacia Cartagena y sus músicos.
Mayo de 2008