El amor público


No. La teoría del amor público que aquí exponemos, sin saber si ya existe en el espectro de la filosofía, es sencillamente la del aprecio que todos deberíamos expresar hacia lo público, es decir, hacia las cosas que son de nadie y son de todos: las calles, los parques, los hospitales, el agua, el aire, el mar, la gente misma y la ciudad toda.

Pero también las cosas que representan valores de urgente reivindicación social, cuya ausencia genera problemas también públicos que a todos deberían interesarnos: la honestidad, el trabajo, la salud, la esperanza, la corrupción, la pobreza, la violencia…

Todas, las materiales e inmateriales al final constituyen lo público, lo que a todos concierne y por lo que todos debemos vigilar, cada uno desde su más humilde ocupación y con una actitud realmente ciudadana.

Son esas cosas que padecen de doble indiferencia: por ser de nadie no tienen dolientes y por ser de todos las dejamos a la defensa de los demás. De hecho, el cuidado de las cosas públicas se lo entregamos exclusiva y deliberadamente al Estado, al Gobierno o a “la alcaldía”.

Cierto es que para eso delegamos el poder, pero el poder corrompe, deja de lado el amor por lo público cuando ve que nadie siente como propio lo que se despilfarra; cuando nadie lo detiene para advertirle que lo público es de todos.

Para demostrar esta teoría basta que observemos qué tanto amor público hay en nuestra ciudad, qué hemos hecho por querer a las cosas públicas que la mantienen viva. Una vez hecha esa observación cabe preguntarse ¿qué tanto de ese amor que solemos dar a lo privado estamos dispuestos a ofrecérselo a lo público?

Y una vez haya sido validada es necesario darle, como a toda teoría, un método con el que la experimentemos. Por eso deberíamos desde ya crear o fundar en Cartagena algo así como una Escuela de Amor Público, físicamente real, con profesores, salones, trabajo de campo y mucha práctica, cuyo fin principal sea aprender a querer a nuestra ciudad y enamorarse de sus cosas públicas con la misma naturalidad y facilidad con que nos enamoramos de una persona, y en la que al final del curso la gente sea practicante permanente del amor público.

¡Para eso están los colegios y las clases de cívica o ciudadanía!, puede decir alguien, pero además de lecciones y cartillas necesitamos, como dije al comienzo, no sólo volver a enseñar civismo sino aprender a mostrar, analizar y denunciar problemas y sobre todo, a conocer nuestras cosas públicas, materiales e inmateriales, porque la antipatía y la displicencia que no nos deja ver su valor requiere de más sacrificio y compromiso, como esos que adoptamos cuando de salvar un matrimonio se trata.

O dicho de otra forma, Cartagena espera de sus habitantes menos amor propio y más amor público porque el segundo sin duda hará crecer al primero.

Si Cartagena cultiva la apropiación de sus cosas públicas, más pertenencia tendrá su comunidad, más fácil será ejercer su ciudadanía y más fácil será resolver sus problemas.


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