Milagro en el rio


Sucedió durante las terribles inundaciones del año 2011 que afectaron a casi toda la Costa Caribe de Colombia. En Magangué, población bendecida pero también castigada por el majestuoso Rio Grande de la Magdalena, el agua entró hasta las calles y las casas del Centro y por supuesto, en los barrios que circundan las ciénagas.

En la desesperación por la calamidad un habitante de un barrio ribereño recordó con entusiasmo la célebre historia del milagro de la Virgen de los Remedios en Riohacha, La Guajira, en el año 1663: las aguas del Mar Caribe se habían tragado las primeras calles de la población y los nativos decidieron llevar hasta allá la imagen de la Virgen y rogar por el regreso del mar a su límite habitual. En la procesión, la corona de la Virgen cayó al piso y desde ese punto empezaron a retroceder las aguas.

No había nada más que hablar. Después de la misa del domingo próximo y previa autorización del párroco, el mismísimo Cristo sería llevado en su cruz a la Albarrada, frente al río, y con el agua a la rodilla elevarían plegarias al Altísimo para detener las inundaciones.

Era de imaginar que no sería tan fácil. Medio país estaba bajo el agua y aun con su omnipresencia no podía Cristo solucionar de tajo tanta tragedia, sobre todo porque las inundaciones no son designios divinos, como el célebre diluvio universal, sino producto de nuestra desafiante actitud frente al río, a la naturaleza, y claro está, de nuestro rezago cultural.

Una semana después el panorama se agravó. El domingo, después de misa, la ofrenda sería mayor: un lavatorio de pies al Cristo crucificado en las propias aguas del rio, previa procesión acompasada con música sacra y con los acólitos oficiales de Nuestra Señora de la Candelaria.

El ritual fue impecable y los feligreses se marcharon con la esperanza de que esa misma noche el agua comenzaría a retroceder. Pero no fue así. A los pocos días las noticias eran peores: en el interior del país arreciaban las lluvias y todo el Magdalena seguía embravecido.

En el monte, cultivos y ganado desaparecían en la eternidad de las aguas. Solo quedaban aquellos ancianos encorvados en su taburete con el tabaco en la mano, viendo pasar el agua y las horas, “como fue en un principio, ahora y siempre por los siglos de los siglos”; uno que otro perro flaco que no ladraba por temor a perder el equilibrio y algunas pocas gallinas refugiadas en un árbol, añorando deprimidas el corretear de los gallos.

La inmensidad de la tragedia incitó a los feligreses de Magangué a mostrar la fuerza de su fe y decidieron, ahora con anuencia del Señor Obispo, sacar en procesión al Cristo crucificado y un séquito de santos, ángeles y arcángeles por toda la Albarrada, desde el sur hasta la Catedral.

Al final del recorrido, alguna mente iluminada por el fervor de las plegarias, infirió que para cautivar la atención divina y conseguir el escurridizo milagro debían dar una zambullida de cuerpo completo a todas las efigies religiosas que hacían parte de la ofrenda.

El verdadero milagro se produjo cuando las imágenes salieron a flote sin daño alguno. Sin embargo, dicen que en poco tiempo las aguas bajaron, recompensando la fe… y también la perturbación colectiva.

Meses más tarde, un viejo amigo, Antonio Padilla Oyaga, de Mompós, cuyos apellidos se extienden por abolengo, según dice, a De Sotomayor y Picón de los Picones De Escrivá de Balaguer y Albaz Pujol-Uricoechea, habiendo conocido la historia del baño sagrado, me dijo en defensa de su pueblo:  -Y después dicen ustedes que los locos somos los momposinos!… Habrá que ver qué se les ocurre cuando venga el verano…


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